Chicos de la noche. Bárbara Cifuentes Chotzen

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Chicos de la noche - Bárbara Cifuentes Chotzen

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admitir que sus habilidades para calmarme no son lo mejor que he visto, o escuchado.

      —Bien —me limito a decir—. Pero, solo hasta medianoche. Y para que sepas lo hago solo porque eres la segunda persona que me dice esto en el día.

      Intento convencerlo, aunque ambos sabemos que la razón primordial es porque no quiero que se vaya, yo le creo porque me ha dicho que el haría todo a su alcance para que yo esté bien. Y la conexión que siento por las noches me dice que es real.

      Es una conexión que no soy capaz de explicar. Es como el vínculo con una mascota, o con un amigo, incluso con un extraño con el que uno siente que lo conoce de toda la vida. Es algo real, aunque parezca totalmente sacado de la mente de un psicótico.

      —¿Floyd fue el primero? —pregunta, después de la silenciosa pausa.

      —Sí, tuvimos esta conversación cuando arruiné sus planes de salida después de la consulta con la doctora —respondo retomando una conversación sobre mi día.

      —Ya te lo he dicho, pero me agrada Floyd, me hubiera gustado conocerlo —menciona.

      —Yo lo conozco por los dos. Es el mejor amigo que alguien podría tener, no sé qué haría sin él. De verdad que es genial.

      Nos quedamos en silencio por un largo rato.

      —¿Verónica? —dice, después de varios segundos—. ¿Es posible que me prometas que si alguien te invita a salir irás?

      —No lo sé, no veo el futuro.

      Sé que querría que le diera una respuesta seria, pero estoy verdaderamente cansada de hablar de mi vida social/amorosa y deseo cambiar de tema.

      —Me saqué la calificación más alta de la clase en biología.

      —Sabía que te iría bien, no por nada eres una cerebrito en esa área.

      Parece aceptar dejar de lado el tema que me incomoda para disfrutar de una conversación que nos complace a los dos.

      —¿Quién lo diría? A alguien como yo le apasiona una cosa como la biología —digo con sorna. No soy de juzgar un libro por su portada, pero eso no quiere decir que el resto de la sociedad no lo haga y me baso en esto cuando digo que a una chica con el cabello teñido, un amigo loco y extrovertido, una apartada de la sociedad, le puede ir bien en una materia apropiada para los llamados “nerds”.

      —Yo lo diría. Una chica tan asombrosa como tú es capaz de hacer cualquier cosa que se proponga —me alienta.

      —Estamos poéticos hoy. Volviendo al tema de la prueba, estaba muy fácil para mi gusto, y eso que a la mayoría le fue mal.

      —¿Qué te puedo decir? La poesía es parte de mí —dice burlón, pero él y yo sabemos que en realidad esa era el área de lenguaje en la que peor le iba en el colegio—. ¿Has pensado en estudiar algo relacionado con las ciencias?

      —Lo he pensado, no estoy segura aún, me queda un año y medio todavía, así que no me presiones.

      —Prepárate, no soy yo el que te va a presionar en unos meses.

      Seguramente se refiere a mis padres.

      —Lo sé, lo sé. ¿Qué era eso que tú querías estudiar? —pregunto esta vez yo.

      —Quería ser arqueólogo. Hay una historia detrás de eso. ¿Te la he contado?

      Por reflejo, intento negar con la cabeza, pero estoy en medio de una parálisis, por lo que simplemente respondo que no.

      —Mi historia no es como la de todos los niños que les gustaba excavar cuando eran chicos. Cuando tenía unos seis años vi una película sobre los mayas o aztecas, ya no recuerdo, y me maravillé con todas las cosas que había, cómo vivían, lo que hacían. Les pregunté a mis padres que pasó con esos pueblos. Su respuesta fue lo que respondería un historiador. Yo quería saber cómo es que los historiadores sabían lo que sabían. Me hablaron de gente que sigue buscando pistas, recuerdos, lo que sea sobre ello. Desde ahí me prometí que los ayudaría a buscar objetos y se convirtió en mi profesión soñada. Lástima que nunca pude alcanzarla.

      No es por tenerle compasión, pero escucharlo hablar sobre sus metas que nunca pudo cumplir debido a su muerte a los diecisiete años, me da la inspiración para seguir, pero igual siento algo de pena.

      —Prometo hacerme amiga de algún arqueólogo para preguntarle sobre su trabajo, es lo mínimo que puedo hacer —digo, convencida de que lo voy a intentar, por él.

      —Y luego me lo cuentas todo a mí. Hazle todas las preguntas posibles, quiero que me diga lo que yo no pude descubrir de mi sueño —dice entusiasmado, pero puedo notar la melancolía en su tono, la decepción de no poder haber vivido lo suficiente.

      —Total, ya sé que vergüenza no te da.

      —Cuenta con ello, Charlie —le prometo. Él suelta un quejido parecido a un gruñido, odia que lo llamen por ese nombre.

      —Ya te dije que la ventaja de estar muerto es que nadie te llama de manera ridícula, pero obviamente ahí tienes que venir tú para recordarme que mis padres no sabían poner sobrenombres —se queja.

      La verdad es que no sé por qué le disgusta tanto su nombre; personalmente, encuentro que es muy tierno y le queda perfecto.

      —Mis padres me llamaban así y me hace sentir como un niño pequeño, así que te pido que no vuelvas a llamarme Charlie.

      —Está bien, no te llamaré así, pero quiero que sepas que a mí me gusta —le informo, una vez que ya sé el porqué.

      —Eso es porque tú estás loca.

      —Pero eso no es una novedad, para nadie.

      Me río de mi propio estado mental. Por cierto, este no tiene nada que ver con que vaya al psicólogo. Aunque perfectamente podría tener un trastorno esquizofrénico, en realidad Charles no es real. Pero eso no es aceptable para mí, yo sé que es real, lo siento en los huesos, en el alma. Y si no, nunca sabremos qué es realmente, ya que no pienso contarle a la doctora Freeman sobre él. Ella dice que es bastante normal tener parálisis del sueño, si quitamos la parte de que ocurre todas las noches. No sé porque le doy tantas vueltas a este tema si obviamente no lo voy a llevar a ningún lado, pero supongo que cualquiera en mi lugar lo haría, ¿no?

      —¿Y qué más? —pregunta, sacándome de mis cavilaciones.

      —¿De qué cosa? —interrogo, sin comprender.

      —¿Qué más cuentas? —apunta, con un tono de obviedad.

      —Pues nada, ya te he contado lo interesante.

      Es verdad, no le he dicho cómo fue mi ida a la psicóloga, en parte porque hoy no hemos hablado nada relevante para mi gusto, solo preguntas tontas de cómo me siento en general, a lo que he respondido con monosílabos. Además, desde que empecé a ir con ella, con Charles acordamos que no hablaríamos de eso.

      —¿Y tú? ¿Qué haces cuando no hablas conmigo?

      —De todo, o nada —contesta, precavido y nervioso,

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