Cómo "hacerse el sueco" en los negocios con éxito. Federico J. González Tejera

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el libro. Pero es imposible hacer particular justicia a todos y cada uno de ellos.

      Tanto mi esposa como yo estamos orgullosos de haber dejado Suecia habiendo hecho amigos, que esperamos permanezcan con nosotros el resto de nuestras vidas. Su afecto y su confianza son muy valiosos para nosotros. Y no estamos dispuestos, a ningún precio, a perder ni un ápice de los mismos.

      Como ser humano que soy, mi análisis no es necesariamente perfecto. Cualquiera de las afirmaciones o juicios de valor que hago son susceptibles de estimaciones alternativas e incluso contrarias. Aun así, por favor, quede claro que todo lo escrito lo está con mi mejor voluntad.

      FEDERICO J. GONZÁLEZ

      Cascais, Portugal

      Existe una expresión muy popular en nuestra lengua que es «hacerse el sueco». Lógicamente, el lector entenderá que su utilización en el título del libro pretende relacionarla directamente con el modo de comportarse del pueblo sueco. Pero no es así. Incluso si, como se verá posteriormente, alguna de las características del estilo sueco pudiera responder a lo que nosotros entendemos por «hacerse el sueco», debo clarificar que tal expresión no tiene nada que ver con los suecos como tales habitantes de Suecia. Su utilización aquí tiene el sentido literal de comportarse como un sueco tal y como se describe a lo largo del libro.

      «Hacerse el sueco» significa, para nosotros, «ignorar algo, no prestar atención a lo que se dice o se pide, disimular». Y siguiendo lo que Iribarren anota en su excelente libro El porqué de los dichos, esta expresión proviene de la palabra latina «soccus», una especie de zapatilla que los comediantes romanos y las mujeres solían utilizar en el teatro. De esta expresión original derivan palabras como «zueco», «zócalo» y «zoquete». Desde este ángulo, «hacerse el sueco» significaría comportarse como un tonto, no comprender ni realizar lo que se le pide a uno.

      Cierto que el lector no podrá evitar pensar en esta expresión cuando analicemos algunas de las características del directivo sueco, pero quede claro que desde el punto de vista semántico no hay razón para asociar su comportamiento con la expresión citada.

      Por último, debo hacer una observación que considero importante. De igual forma que en la nota para el lector sueco reconozco que estos pueden sentirse en algún momento ofendidos por las generalizaciones que son obligatorias al describir el tipo de comportamiento de un colectivo, puede que lo mismo suceda con el lector de habla hispana. A lo largo de los diferentes capítulos me permito hacer comparaciones entre el estilo sueco y lo que podría llamarse un estilo «latino» o «español», lo que también entraña generalizaciones para este último colectivo. Pido disculpas, pues, si en algún momento alguien no se siente reconocido en el mismo. Al final del día, lo que cuenta es el cotejo y no tanto la palabra que se utiliza para denominar los extremos cotejados. Así lo creo yo al menos.

      CAPÍTULO I

      CÓMO EMPEZÓ TODO

      Recuerdo perfectamente el día en que Toni me llamó a su oficina. Toni era el Vicepresidente para Europa Occidental de una de las categorías de negocio de la compañía en la que yo trabajaba: uno de esos ejecutivos con carisma. Con mucho atractivo personal y mucho ascendiente e influencia sobre empleados más jóvenes dentro de la organización, por su carácter y su sentido empresarial.

      Tras haber trabajado durante más de siete años en Madrid, en el departamento de marketing de una compañía americana de gran consumo, mi familia y yo nos habíamos mudado a Bruselas para un período de tres años. En principio, acordamos solo dos, pero la buena experiencia y la estabilidad que habíamos encontrado en Bélgica nos hizo quedarnos más tiempo de lo previsto. La vida en Bruselas había sido extraordinaria. Tanto en el ámbito profesional como en el personal, sabíamos que habíamos crecido y nos sentíamos muy satisfechos. Buenos amigos, buenas excursiones, buenos colegios, no tan horrible clima como pensábamos. ¿Qué más se podía pedir? Pero el proyecto por el que yo había venido a Bruselas estaba tocando a su fin, y en ese momento empezábamos a pensar cuál debería ser nuestro siguiente destino.

      Toni me telefoneó un día a mi oficina y, con su voz amable, me dijo: «Fede, tenemos que hablar con detalle. Tengo una oportunidad que creo es excelente para ti desde el punto de vista profesional, pero quizás algo controvertida desde el punto de vista personal».

      ¡Ups —me dije—, viene con una propuesta de ir a Kazajistán! No hay derecho, ya le advertí que no, que países de ese estilo estaban en nuestra «lista negra» (Bego, mi esposa, y yo habíamos recorrido los países donde yo consideraba que la compañía podría tener algún tipo de interés en mandarnos, y, tras considerar los pros y contras de cada uno, habíamos elaborado una lista con países a los cuales estábamos dispuestos a ir, «la lista blanca», y otra con aquellos que rechazaríamos, la «lista negra»).

      El trayecto desde mi despacho hasta el suyo se me hizo enorme. Normalmente, me llevaba solo dos o tres minutos atravesarlo, pero en aquella ocasión me pareció eterno. En esos dos minutos, todo tipo de pensamientos se amontonaban en mi cabeza. ¿Qué me iba a proponer? ¿Por qué me adelantaba que era controvertido? ¿Podría decirle que no?

      En la compañía existe un principio no escrito por el que se puede decir no a una proposición de trabajo siempre que se tengan buenas razones para ello. Obviamente, nadie quiere situar empleados infelices en lugares que no les gusten y acabar teniendo solo empleados divorciados: no sería bueno ni para el negocio ni para la moral de las «tropas». Pero también es cierto que, como en cualquier otra compañía, hay un principio no escrito que dice que esta no es una agencia de viajes y, por tanto, al final debe intentar maximizar los resultados poniendo la gente adecuada en los puestos adecuados.

      Llegué a su oficina y, tras seguir el protocolo habitual de saludar a su encantadora secretaria, entré y dije antes de sentarme: «Hey, Toni». Aún recuerdo la voz tan absurda que me salió. Era justo el tono que no quería tener en tal trance. (No sonaba lo suficientemente serio como para mostrar que era dueño de mi futuro. Pero la verdad es que en aquel momento tampoco me sentía seguro al cien por cien de serlo.) Allí estaba él, elegante como siempre, tranquilo, respirando humanidad. Y allí estaba yo, mirándole como un estudiante de seis años al que el profesor va a empezar a examinar. De todas formas, respiré hondo y me dije «Fede, tranquilo, solo tienes que actuar como si tú fueses el jefe y él un subordinado que te ofrece una idea. La piensas y, si no te gusta, dices que no». ¡Qué ingenuo es uno a veces!

      «Bueno, Fede, como creo que sabes, en los últimos meses he rechazado un par de oportunidades que habían surgido para ti, porque creí que no respondían a lo que querías, ni desde el punto de vista personal, ni desde el de contenido de trabajo; no consideré que fuesen las oportunidades adecuadas», dijo Toni (y yo sabía que lo que decía era verdad). «Ahora», continuó, «el caso es diferente. Tengo un puesto que, profesionalmente, es muy atractivo: el perfil que se busca está muy en línea con el tuyo. Pero, en lo personal, como te dije, tienes que evaluar si se adecúa a lo que buscas. Y debes evaluarlo, claro, con tu familia». Para mi tranquilidad añadió: «Si pensáis y concluís que, al final, el puesto no es conveniente desde este ángulo, la compañía está dispuesta a entender que lo rechaces. Y puedes estar seguro de que yo te apoyaré en la decisión, sea cual sea, ya que reconozco que lo que se te ofrece no se corresponde con lo que habías pedido».

      (¡Dios mío! ¿Qué será?, me estaba preguntando. Evitaba interrumpirle, pues suponía que debía esperar a que terminara.) «Bueno, Toni», dije ya, sin poder aguantar más el misterio, «¿qué es?» (Humm, este

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