Reyes de la tierra salvaje (versión española). Nicholas Eames
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—Solo quería que fuera capaz de defenderse. Ya sabes, clavar la parte puntiaguda y todo eso. Pero ella quería más. Quería ser... —Hizo una pausa mientras buscaba la palabra adecuada—. Quería ser... grandiosa.
—¿Como su padre?
Gabriel torció el gesto.
—Eso es. Creo que le habían contado demasiadas historias y le habían llenado la cabeza con esas tonterías sobre ser un héroe y pelear en una banda.
“Quién le habrá contado todas esas monsergas, ¿eh?”, se preguntó Clay.
—Sí, lo sé —continuó Gabriel como si oyera sus pensamientos—. En parte es culpa mía, no lo voy a negar. Pero no he sido solo yo. Los jóvenes de hoy en día... están obsesionados con los mercenarios, Clay. Los adoran. No es sano. ¡Y la mayoría de esos mercenarios ni siquiera están en bandas de verdad! No son más que un hatajo de matones sin nombre que luchan con la cara pintada y se pavonean por ahí con espadas brillantes y armaduras lujosas. ¡Es que hasta hay uno que va a las batallas en mantícora! ¡Y no es broma!
—¿Una mantícora? —preguntó Clay con tono incrédulo.
Gabe soltó una risilla amarga.
—Sí, ¿verdad? ¿Quién coño se sube en una mantícora? ¡Esas cosas con peligrosas! Bueno, no creo que haga falta que te lo recuerde.
Claro que no hacía falta. Clay tenía una terrible cicatriz fruto de una perforación que le recordaba los peligros de relacionarse con esa clase de monstruos. Una mantícora no servía de mascota y estaba claro que mucho menos de montura. ¡Cómo iba a ser buena idea montar en un cuerpo de león dotado de alas membranosas y una cola aserrada y envenenada!
—A nosotros también nos adoraban —apuntilló Clay—. Bueno, a ti. Y a Ganelon. Son historias que aún se cuentan hoy en día. Aún se cantan las canciones.
Todo se exageraba en las historias, claro. Y la mayor parte de las canciones eran imprecisas, aunque aguantaban bien el paso del tiempo. De hecho, habían durado mucho más que los hombres que aparecían en ellas, que ya no eran lo que habían sido.
“Fuimos grandes como gigantes”.
—No es lo mismo —insistió Gabriel—. Deberías ver la muchedumbre que se forma cada vez que una de esas bandas llega a un pueblo, Clay. La gente grita y las mujeres lloran por las calles.
—Eso suena terrible —dijo Clay, serio.
Gabriel lo ignoró y siguió a lo suyo.
—Sea como fuere, Rosa quería aprender a usar la espada, así que se lo permití. Supuse que terminaría por aburrirse y, ya que iba a aprender, quién mejor que yo para enseñarla. A su madre no le sentó nada bien.
Clay sabía que era de esperar. Valery, la madre de Rosa, odiaba la violencia y las armas de cualquier tipo, así como a cualquiera que usase ambas para cualquier fin. Era en parte responsable de la separación de Saga hacía ya muchos años.
—El problema fue que me di cuenta de que era buena. Muy buena —continuó Gabriel—. Y no lo digo por ser su padre. Empezó a practicar con chicos de su edad y, después de darles una buena paliza a todos, salió a buscar gresca en la calle o en peleas patrocinadas.
—La hija del mismísimo Gabe el Gualdo —murmuró Clay—. Debió de ser todo un reclamo publicitario.
—Supongo —convino su amigo—. Pero llegó el día en el que Val vio las magulladuras. Perdió los estribos y, como era de esperar, me echó la culpa de todo. Se empecinó, ya sabes cómo se pone, y Rosita dejó de pelear durante un tiempo, pero... —Se quedó en silencio, y Clay vio cómo apretaba los dientes, como si se preparase para decir algo horrible—. Después de que su madre se fuera, Rosita y yo... también empezamos a llevarnos un poco mal. Comenzó a salir otra vez y a veces se pasaba días enteros fuera de casa. Venía con más magulladuras y con unos arañazos la mar de feos. También se cortó el pelo, y gracias a la Santísima Tetranidad que su madre ya se había marchado cuando lo hizo, porque si no me habría dejado calvo a mí. Y luego ocurrió lo del cíclope.
—¿Cíclope?
Gabriel lo miró de reojo.
—Ya sabes, esos cabrones enormes que tienen un ojo en mitad de la cabeza.
Clay lo fulminó con la mirada.
—Sé lo que es un cíclope, imbécil.
—¿Y entonces para qué preguntas?
—No he... —Clay se quedó en silencio—. Da igual. Venga, dime qué fue lo que pasó con el cíclope.
Gabriel suspiró.
—Bueno, pues se había asentado en esa vieja fortaleza que había al norte del Arroyo de las Nutrias. Se dedicó a robar ganado, cabras, un perro, y luego asesinó a los que se habían puesto a buscar a sus animales. El reino estaba hasta arriba de quejas, por lo que tuvieron que buscar a alguien que se encargara de esa bestia. Pero en aquel momento no había mercenarios disponibles en la zona, o ninguno con las habilidades necesarias para enfrentarse a un cíclope. Por alguna razón acabaron pensando en mí. Incluso llegaron a enviar a alguien para que me preguntara si podía encargarme, pero les dije que no. ¡Joder, ya ni siquiera tengo espada!
Clay volvió a interrumpirlo, horrorizado.
—¿Qué? ¿Qué has hecho con Vellichor?
Gabriel bajó la mirada.
—Pues... esto... la vendí.
—¿Cómo dices? —preguntó Clay, pero, antes de que su amigo repitiera lo que acababa de decir, extendió las manos sobre la mesa por miedo a que se le cerrasen los puños o a que le diese por coger uno de los cuencos que había cerca para tirárselo a Gabriel a la cara. Luego dijo con toda la tranquilidad de la que fue capaz—: Me has hecho pensar por un segundo que habías vendido Vellichor, la espada que el mismísimo arconte te confió en su lecho de muerte. La espada con la que era capaz de abrir un portal de su mundo al nuestro. ¿Esa espada? ¿Me estás diciendo que has vendido esa espada?
Gabriel, que había ido hundiéndose en la silla con cada palabra, asintió.
—Tenía deudas que pagar, y Valery no la quería en la casa desde antes de enterarse de que había enseñado a Rosa a luchar —explicó con resignación—. Dijo que era peligrosa.
—Dijo que... —Clay se quedó en silencio. Luego se reclinó en la silla, se frotó los ojos con las palmas de las manos y gruñó. Griff hizo lo propio desde su alfombra en una esquina de la estancia—. Termina la historia —sentenció al fin.
Gabriel continuó.
—Bueno, no creo que haga falta que te confirme que me negué a encargarme del cíclope, quien durante las semanas siguientes se aseguró de sembrar el caos. Y luego empezó a difundirse la noticia de que alguien lo había matado. —Sonrió, triste y melancólico—. En solitario.
—Rosa —dijo Clay. No era una pregunta. No necesitaba preguntarlo.
El asentimiento de Gabriel lo confirmó.