Reyes de la tierra salvaje (versión española). Nicholas Eames
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—Hasta tenía su propia banda —continuó Gabe—. Se las apañaron para limpiar algunos nidos que había alrededor de la ciudad: arañas gigantes y una vieja sierpe carroñera que vivía en las alcantarillas y que todo el mundo parecía haber olvidado. Pero yo tenía la esperanza... —Se mordió el labio—. Aún tenía la esperanza de que eligiera otro camino. Uno mejor. En lugar de seguir el mío. —Alzó la vista—. Y luego llegaron mensajes de la República de Castia en los que pedían efectivos para combatir contra la Horda de la Tierra Salvaje Primigenia.
Clay se preguntó por un instante a qué podía venir algo así, pero luego recordó las noticias que le habían contado esa misma noche. Un ejército de veinte mil dirigido por una multitud no menos numerosa. Los supervivientes del ataque habían quedado rodeados en Castia y sin duda habrían empezado a desear haber muerto en el campo de batalla antes que tener que soportar las atrocidades de una ciudad bajo asedio.
Eso significaba que la hija de Gabriel estaba muerta. O que lo estaría pronto, en cuanto cayera la ciudad.
Clay abrió la boca para decir algo e intentó que no se le quebrase la voz.
—Gabe, yo...
—Voy a ir a buscarla, Clay. Y necesito que me ayudes. —Gabriel se inclinó hacia delante en la silla mientras las llamas de la rabia y el miedo propios de un padre iluminaban sus ojos—. Es hora de volver a reunir a la banda.
3
Un buen hombre
—Ni de broma.
Al parecer, no era la respuesta que su amigo esperaba. O al menos no había previsto la virulencia con la que Clay la pronunció. Gabriel parpadeó, y el fuego que parecía haber surgido de su interior desapareció en un abrir y cerrar de ojos. Parecía muy confundido. Receloso.
—Clay, pero...
—He dicho que no. No voy a irme de aquí para partir al oeste contigo. No voy a dejar aquí a Ginny ni a Tally. No voy a ir detrás de Moog ni de Matrick ni de Ganelon, que seguramente nos siga odiando a todos, ya que estamos. ¡Y tampoco voy a cruzar la Tierra Salvaje Primigenia! Por las tetas de Glif, Gabe, hay más de mil quinientos kilómetros de distancia hasta Castia y tampoco se puede decir que sea un paseo, ya sabes a qué me refiero.
—Lo sé —dijo Gabriel, pero Clay siguió hablando.
—¿Lo sabes? ¿De verdad lo sabes, Gabe? ¿Recuerdas las montañas? ¿Recuerdas los gigantes que había en esas montañas? ¿Recuerdas los pájaros? ¿Recuerdas los putos pájaros, Gabe? ¿Esos pájaros que eran capaces de agarrar a los gigantes como si fuesen poco más que niños?
Su amigo hizo un mohín al recordar la sombra de aquellas alas extendiéndose por el cielo.
—Los rucs han desaparecido —dijo Gabriel sin llegar a estar muy convencido.
—Claro, puede ser —convino Clay—. Pero ¿qué me dices de los rask, los yethiks o los clanes de ogros? ¿Y de los miles de kilómetros de bosque? ¿Siguen ahí? ¿Recuerdas la Tierra Salvaje, Gabe? ¿Recuerdas los árboles andantes y los lobos parlanchines? ¡Ah! ¿Y sabes si las tribus de centauros siguen secuestrando personas para comérselas? ¡Porque yo diría que sí! ¡Y eso sin mencionar la podredumbre, joder! ¿Y me estás pidiendo que te acompañe? ¿Que la atravesemos juntos?
—No sería la primera vez —le recordó Gabriel—. Nos llamaban los Reyes de la Tierra Salvaje, ¿recuerdas?
—Sí, así nos llamaban. Cuando teníamos veinte años menos, no nos dolía la espalda todas las mañanas y no teníamos que levantarnos cinco veces por la noche para mear. Pero la edad no perdona, ¿verdad? Nos ha consumido y dejado para el arrastre. Estamos viejos, Gabriel. Demasiado viejos para hacer las cosas que hacíamos antes, independientemente de lo bien que se nos diera. Estamos demasiado viejos, tanto para cruzar la Tierra Salvaje como para cambiar algo en caso de que llegáramos a conseguirlo.
No dijo nada más. Aunque consiguieran llegar a Castia, evitar de alguna manera la Horda que la rodeaba y conseguir abrirse paso hasta la ciudad, lo más probable era que para entonces Rosa ya hubiese muerto.
Gabriel se inclinó hacia delante.
—Está viva, Clay. —Volvió a mirarlo con esos ojos de acero templado, pero las lágrimas que estaban a punto de brotarle de los ojos contradecían esa seguridad—. La conozco. La enseñé a luchar, ¿recuerdas? Es tan buena como lo era yo. Quizá hasta mejor. ¡Mató a un cíclope ella sola! —gritó, pero lo dijo como si intentara convencerse a sí mismo en lugar de a Clay—. He oído decir que cuatro mil personas sobrevivieron a la batalla y consiguieron refugiarse en Castia. ¡Cuatro mil! Rosita es una de ellas. Lo tengo muy claro.
—Puede ser, sí —dijo Clay, porque tampoco es que se le ocurriera nada más que comentar.
—Tengo que ir —repitió Gabriel—. Tengo que intentar salvarla si aún está en mi mano. Sé que estoy viejo. Sé que ya no soy lo que era. Ni la sombra de lo que fui siquiera —admitió con tristeza—. Supongo que ninguno lo somos. Pero soy su padre. Un padre terrible que, para empezar, no debería haberla dejado marchar, pero no tan terrible como para quedarme de brazos cruzados y compadeciéndome de mi dolorida espalda mientras ella está atrapada y seguro que muriéndose de hambre en una ciudad a medio mundo de distancia. El problema es que no puedo hacerlo solo. —Rio con amargura—. Y aunque pudiera permitirme contratar mercenarios, dudo que pudiese encontrar a nadie dispuesto a ir.
“Al menos, tiene las cosas claras”, pensó Clay.
—Eres mi única esperanza —dijo Gabriel—. Sin ti... Sin la banda... Estoy perdido. Y también lo está Rosa. —Se hizo un silencio cargado de expectación y luego añadió sin piedad—: ¿Y si fuera Tally?
Clay se quedó un rato sin decir nada. Oyó el rechinar de los tablones de madera de su casa. Se quedó mirando los cuencos vacíos y las cucharas de madera apoyadas en el borde de cada uno. Contempló la superficie de la mesa. Luego alzó el rostro hacia Gabriel, quien le devolvió la mirada. Vio cómo el pecho de su amigo subía y bajaba, subía y bajaba, debido al latido desbocado de su corazón, mientras el suyo retumbaba tranquilo. Se preguntó cómo un órgano tan simple, que era poco más que un músculo recubierto de sangre y tenía el tamaño de un puño, sería capaz de intuir cosas que quizá la mente aún no había conseguido descifrar.
—Lo siento, Gabe.
Su amigo se quedó quieto en el sitio. Frunció el ceño al principio, pero luego le dedicó una sonrisa débil y extraña.
—Lo siento —repitió Clay.
Pasó otro rato, y Gabriel... Gabriel se limitó a mirarlo con la cabeza un poco ladeada. Después de lo que pareció que había sido una eternidad, dijo:
—Estoy seguro.
Se puso en pie. El arrastrar de la silla resonó como el gañido de un halcón después del largo silencio que se había apoderado de la estancia.
—Puedes quedarte en casa —ofreció Clay, pero Gabriel negó con la cabeza.
—Me marcho. He dejado mi bolsa en los escalones.