Reyes de la tierra salvaje (versión española). Nicholas Eames
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Gabriel lo miraba como si la cabeza de Clay fuese una pecera y pudiese ver sus pensamientos flotando de un lado a otro. Luego contempló la pesada mochila que había dejado en un asiento frente a él y el canto del gigantesco escudo negro que Clay tenía amarrado a la espalda. Después miró el plato vacío y, al cabo de un largo silencio, soltó un sollozo y se pasó una manga sucia por los ojos.
—Gracias —dijo.
Clay suspiró y pensó:
“No quiero ni oír hablar del tema”.
—De nada.
Cuando se dirigían a la salida de Vegabrupta, pasaron por la caseta de la guardia para que Clay pudiera devolver el uniforme e informar al sargento de que se marchaba de la ciudad.
—¿Y adónde vais? —preguntó el sargento. Su nombre real era un misterio para todos menos para su mujer, que había muerto unos años antes y se había llevado el secreto a la tumba. El sargento era un hombre íntegro, de poca imaginación, edad indeterminada, la cara arrugada como un retal de cuero desgastado por el sol y un bigote recio como el metal con las puntas gruesas como la cola de un caballo que le llegaba hasta mitad de la cintura. Nadie sabía a ciencia cierta si había servido en algún ejército, trabajado como mercenario o dedicado toda su vida a la guardia de Vegabrupta.
Clay no tenía intención de explicarle su aventura en detalle, así que se limitó a responder:
—A Castia.
Los hombres que había apostados a ambos lados de la puerta resoplaron con disimulo debido a la sorpresa, pero el sargento se limitó a atusarse el enorme bigote y a mirar a Clay a través de las arrugas de su rostro, que hacían las veces de ojos.
—Mmm —reflexionó—. Un viaje muy largo.
¿Un viaje muy largo? Eso era lo mismo que decir que el sol salía por el este.
—Sí —se limitó a decir Clay.
—Pues puedes darme el uniforme. —El sargento extendió una mano callosa, y Clay le dio la túnica de guardia. También le ofreció la espada, pero el otro negó con la cabeza—. Quédatela.
—Ha habido robos en los caminos del sur —dijo uno de los guardias.
—Y han visto un centauro en los alrededores de la granja de los Tassel —apuntilló el otro.
—Toma.
El sargento le dio algo a Clay. Un yelmo de latón con la forma de un cuenco de sopa provisto de una protección nasal bien ancha y forrado de cuero por el interior. Bien sabían los dioses lo mucho que Clay odiaba los yelmos, y encima este era más feo de lo normal.
—Gracias —dijo al tiempo que se lo colocaba debajo del brazo.
—Venga, póntelo —insistió Gabriel.
Clay lanzó una mirada cargada de odio a su supuesto amigo. Lo había dicho muy serio, pero Clay vio cómo las comisuras de sus labios se torcían en una sonrisa irónica. Gabriel sabía muy bien cuánto odiaba llevar yelmo.
—¿Perdón? —preguntó, fingiendo que no lo había oído.
—Digo que deberías ponértelo ahora mismo —insistió Gabe, con un tono que lo traicionó en esta ocasión. Había elevado un poco la voz al final debido al esfuerzo que tuvo que hacer para mantener el rostro serio.
Clay miró a su alrededor con impotencia, pero Gabe y él eran los únicos que se habían percatado de la broma. Los hombres de la puerta lo miraban, expectantes. El sargento asintió.
No le quedó más remedio que ponerse el yelmo y estremecerse al sentir cómo el cuero mohoso a causa del sudor le rozaba la cabeza. La protección nasal le aplastó la nariz, y parpadeó mientras sus ojos se acostumbraban a la franja negra que quedaba entre ellos.
—Te queda bien —dijo Gabriel mientras se rascaba la nariz para ocultar la sonrisa.
El sargento no dijo nada, pero un destello en sus ojos avispados como los de un cuervo lo hizo dudar de si el anciano no estaría también burlándose de él.
Clay dedicó una sonrisa forzada a Gabriel.
—¿Vamos? —preguntó.
Atravesaron la puerta. A unos cincuenta metros, el camino viraba hacia el sur y quedaba oculto detrás de un boscaje de abetos frondosos. Al otro lado del camino había un barranco, y Clay se quitó el yelmo y lo lanzó a sus profundidades en el momento en el que doblaron el recodo. Rebotó dos veces contra las rocas y luego rodó unos metros antes de detenerse. Había otros muchos amontonados en el suelo a su alrededor, oxidados a causa de la lluvia y llenos de líquenes o medio enterrados en el fango. Unos pocos servían de guarida a alguna que otra criatura, y cuando aquel cuenco de latón aún no se había detenido del todo y seguía rodando por la hierba embarrada, un chochín se posó con cuidado sobre el amplio borde del casco y decidió que había encontrado el lugar perfecto en el que anidar.
Clay y Gabe recorrieron uno junto al otro el camino de tierra, que estaba circundado por un bosque de altos abedules blancos y alisos verdes y achaparrados. Ambos se quedaron en silencio al principio, perdidos en el funesto laberinto de sus mentes. Gabriel no llevaba arma alguna y cargaba con lo que parecía ser un saco vacío. El morral de Clay tenía tantas cosas que estaba a punto de estallar: mudas de ropa, una capa de abrigo, provisiones para varios días envueltas en tela y pares de calcetines suficientes como para mantener calientes los pies de todo un ejército. Llevaba la espada de la guardia colgada de la cintura y a Corazón Tiznado colgado del hombro derecho.
El escudo tenía el nombre de un furioso ent que había liderado un bosque viviente durante una masacre que llevaron a cabo en la zona meridional de Agria. Corazón Tiznado y su ejército arbóreo habían devastado varias aldeas antes de sitiar Colinahueca. Fueron pocos los defensores incondicionales que se quedaron a proteger su hogar, y Clay y los suyos eran los únicos guerreros de verdad que había allí. La batalla posterior, que duró casi una semana y se cobró la vida de uno de los numerosos y desafortunados bardos de Saga, dio lugar a más canciones de las que podían llegar a cantarse en un solo día.
Clay había talado a Corazón Tiznado y sacado de su cadáver la madera con la que luego se fabricó el escudo, que le había salvado la vida más veces que todos sus compañeros de banda juntos y era una de sus posesiones más preciadas. Su superficie era la prueba fehaciente de infinidad de dificultades: tenía las muescas de las garras de una madre arpía, marcas del aliento ácido de un toro mecanizado. Llevarlo encima le aportaba una comodidad muy reconfortante, aunque la correa estuviera empezando a romperse, el borde superior no dejara de arañarle la nuca y le dolieran los hombros como si fuera un caballo de arrastre atado a una carreta de granito.
—He visto muy bien a Ginny —dijo Gabriel para romper el largo silencio que se había hecho entre ambos.
—Ajá —correspondió Clay en un arduo intento para que dicho silencio