Reyes de la tierra salvaje (versión española). Nicholas Eames

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Reyes de la tierra salvaje (versión española) - Nicholas Eames La banda

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fría brisa de invierno soplaba desde las montañas y hacía crepitar las hojas bajo las botas de Clay mientras se afanaba para seguirle el paso a su padre.

      “¿Qué buscamos?”, recordaba haber preguntado.

      Y Leif, con el hacha que afilaba todas las noches antes de irse a dormir, se detuvo y contempló los árboles que tenían alrededor: abedules blancos, arces rojos y pinos que aún estaban verdes.

      “Algo débil —respondió al fin su padre—. Algo que no nos plante batalla”.

      Clay se rio al oír la respuesta, algo de lo que aún se arrepentía.

      Encontraron un abedul de tronco estrecho, y Leif le dio el hacha. Le enseñó a Clay cómo plantar los pies en el suelo y colocar los hombros, cómo sostener el hacha por la parte inferior del mango y golpear con la mayor fuerza posible. El primer tajo fue muy flojo, pero sintió que una corriente eléctrica le recorría los brazos y le dejó los hombros doloridos. El abedul no tenía casi ningún rasguño.

      Su padre resopló.

      —Otra vez, chico. Dale hasta que lo odies.

      El árbol terminó por caer, y Clay recibió una sonora palmada en la espalda por el esfuerzo. Al terminar, Leif lo llevó a casa y dejaron el abedul donde había caído.

      Y allí estaba ahora, aunque habían pasado casi cuarenta duros inviernos agrianos desde aquel fresco día otoñal. El árbol resplandecía blanco como el hueso a la jaspeada luz del sol. Clay se arrodilló, dejó el morral a un lado y luego colocó Corazón Tiznado en el suelo. El aroma del bosque le inundó los pulmones y lo reconfortó. Extendió la mano hasta el tronco y empezó a recorrer absorto la retorcida corteza y a rozar los nudos y los pliegues con la punta de los dedos.

      Gabriel y Ginny eran los únicos que sabían que aquel era el lugar en el que Clay había enterrado a su madre. Había querido traer a Tally en alguna ocasión, pero nunca había conseguido reunir el coraje suficiente para ello. Su hija tenía una curiosidad insaciable. Quería saber cómo había muerto su abuela, pero había cosas que una niña de nueve años no tenía por qué oír. No había nada que marcase la tumba ni lápida para que el único doliente de Talia Cooper pusiera una corona de flores o encendiese una vela. Solo las palabras “sé amable” talladas en la quebradiza corteza del abedul, con una letra que evidenciaba que el que las había grabado estaba llorando o era un niño. O ambas cosas.

      5

      —Bueno, ¿y adónde vamos? —preguntó Clay poco después de que tomaran el camino hacia Conthas.

      —Lo primero es lo primero —dijo Gabriel—. Tengo que recuperar Vellichor.

      —Dijiste que la habías vendido, ¿verdad?

      Gabe asintió.

      —Básicamente, sí.

      Clay no podía ni creerse que estuviesen teniendo esa conversación. Vellichor, la antigua espada de Gabe, era quizá el artefacto más preciado del mundo entero. Hacía varios miles de años (o eso solían decir la mayoría de bardos), una especie de inmortales con orejas de conejo llamados druin habían conseguido escapar por los pelos de la cataclísmica destrucción de su mundo usando Vellichor para abrir un sendero hasta el nuestro, que en aquel momento era una tierra llena de humanos bárbaros y monstruos salvajes. Los druin tuvieron pocos problemas para subyugarlos a ambos y no tardaron en establecer un vasto imperio conocido como el Dominio.

      Los druin estaban liderados por el arconte Vespian, que desapareció en la Tierra Salvaje Primigenia cuando varios siglos después el Dominio se vio sobrepasado por las monstruosas hordas del lugar. Saga lo había encontrado hacía unos treinta años, y el arconte les contó que se pasaba el tiempo buscando desesperadamente al hijo que había dejado atrás. Clay y sus compañeros de banda encontraron a Vespian herido de muerte poco después, y él les confesó que el atacante había sido ese mismo hijo. El moribundo le legó su espada a Gabriel con una condición: que la usase para matarlo.

      Gabriel se lo prometió, y en su lecho de muerte el arconte le dijo algo en voz demasiado baja para oírlo y en un idioma demasiado antiguo para comprenderlo. Fuera cuales fuesen esas palabras, Clay estaba muy seguro de que no habían sido “Véndela cuando lo necesites”.

      —¿Cómo que “básicamente”? —Clay sintió cómo su rabia iba en aumento—. Venga, suéltalo. ¿A quién le vendiste “básicamente” tu espada mágica? —preguntó Clay, que intentó parecer mucho menos desesperado de lo que estaba en realidad.

      Gabriel lo miró con vergüenza manifiesta.

      —Pues... la tiene Kal.

      —¿Kal?

      —Sí.

      —Un momento... ¿Kal de Kallorek? ¿Kallorek, nuestro antiguo agente? Ese con el que Valery...

      —Sí, ese con el que se fue Valery después de dejarme a mí —terminó de decir Gabe—. Gracias por recordármelo. Y lo cierto es que no se puede decir que le haya vendido la espada. Tenía unas deudas que saldar y Kal se ofreció a echarme un cable, pero no tenía nada que ofrecerle. Me dijo que la espada sería suficiente, pero que si en algún momento volvía a necesitarla, me pasase por allí para pedírsela. Así que eso es lo que pienso hacer.

      Clay no había visto a Kallorek en casi veinte años, y tampoco se podía decir que le apeteciese mucho volver a ponerse en contacto con su antiguo agente. Kal era una persona chillona, descarada y desagradable. Como Gabriel, pero mucho más chillona, descarada y desagradable, sin su encanto natural y sin ese aspecto encantador que podía hacerte olvidar cualquier cosa.

      Lo poco que Clay conocía del sórdido pasado de Kal era que había sido un matón a sueldo en las calles de Conthas antes de meterse en el negocio, para el que resultó tener muy buena mano. Kallorek era quien les había presentado a Matrick y quien había convencido a Ganelon de que se sumase a la banda. También fue quien les encontró el trabajo en el que habían conocido a Moog. De no ser por Kal, Saga no habría existido.

      Aun así, era más desagradable que un múrlog con la boca llena de clavos.

      Clay se preguntó si Valery se habría enterado de que Rosa había partido hacia Castia. Esperaba que sí, por el bien de Gabriel. Una exmujer vengativa era algo mucho más aterrador que la propia Horda de la Tierra Salvaje Primigenia.

      —Bueno, ¿y qué hacemos con los demás? —preguntó Clay—. ¿Le has comentado algo a Moog o a Ganelon?

      Gabriel negó con la cabeza.

      —Tú eres el primero al que he avisado. Di por hecho que entre los dos nos sería más fácil convencer a los demás de que se uniesen a nosotros. Confían en ti, Clay. Más que en mí, al menos. Esta no es la primera vez que he intentado reunir a Saga, ¿recuerdas?

      —Sí, ya. Querías que lucháramos en un anfiteatro —le recordó Clay—. Contra los dioses saben qué, y con más de diez mil espectadores.

      —Veinte mil —apuntilló Gabe.

      —Pero ¿para qué? ¿Qué habríamos ganado haciéndolo?

      —¡Y yo qué sé! —respondió Gabriel—. Es lo que se hace hoy en día. A la gente le gustan las emociones

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