Reyes de la tierra salvaje (versión española). Nicholas Eames
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Se rumoreaba que había muchas formas de prevenir la enfermedad, desde beber té preparado con pestañas de dríada hasta visitar a un oráculo en algún lugar de las montañas Broquelescarcha, pero a pesar de los esfuerzos de las mejores mentes de Grandual, aún no había cura. La podredumbre era una sentencia de muerte, lisa y llanamente.
—Mira, Clay. Es Moog. —Gabriel le tiró de la manga y señaló una pared empapelada de carteles. El mago aparecía en varios de ellos, muy mal dibujado pero sin duda reconocible. Tenía una sonrisa de oreja a oreja y guiñaba un ojo con gesto cómplice.
Clay entrecerró los ojos para leer las palabras que había garabateadas debajo del dibujo.
—La magnífica filacteria fálica de Moog el Mago. De cero a héroe en un solo trago. ¡Satisfacción garantizada!
Clay examinó el resto de carteles que había en la pared. En uno de ellos se ofrecía una recompensa por el aliento tóxico de un silfo de la podredumbre y en otro buscaban bandas para matar a Hectra, la Reina de las Arañas. Se preguntó si Hectra sería en realidad una araña o tan solo una mujer que se había autoproclamado su monarca, pero el ruido que se alzó de repente a su alrededor le interrumpió los pensamientos.
Unos hombres se acercaban a ellos, cuatro delante y tres detrás, armados con garrotes y escudos ovalados. Aún no habían tenido que recurrir a la violencia, pero habían conseguido apartar a gran parte de la muchedumbre con poco más que miradas frías y los escudos que portaban. Detrás de ellos iba otro ataviado con una armadura de cuero sucia y una piel de lobo colgada sobre la cabeza. Levantó los brazos y gritó a la multitud.
—¡Buenas gentes de Conthas! ¡Escuchad lo que os tengo que contar!
Clay examinó el gentío en busca de buenas gentes y no es que viera demasiadas, pero Cabeza de Lobo siguió hablando.
—Abrid paso a los Cabalgatormentas, que acaban de regresar de una intrépida gira por la Tierra Salvaje Primigenia. —Esperó a que cesasen los murmullos antes de continuar—. ¡Luego llegarán las Hermanas del Metal, que acaban de someter a los trasgos de las Cavernas de Cobalto y a su temible jefe de guerra Pulmón Achacoso!
Cabeza de Lobo y sus matones con escudos continuaron marchando y abriéndose paso, a pesar de que ciertas personas se lo ponían difícil para avanzar.
Notó una conmoción al otro lado de la calle. Miró hacia el oeste y vio una hilera serpenteante de personas que recorrían el camino embarrado. Parecía que los Cabalgatormentas, que Clay suponía que eran una banda aunque nunca había oído hablar de ella, habían montado un desfile por todo Conthas y lo habían pagado de su bolsillo. Bolsillo que, cuando se acercó la procesión, comprobó que era bien grande.
Un grupo de tamborileros lideraba la marcha. Iban ataviados con unas togas largas con pedazos de corteza cosidos y sombreros de los que sobresalían penachos de frondosas plantas verdes. Los niños revoloteaban a su alrededor como duendecillos de los bosques y llevaban puestas unas alas de gasa que se agitaban al correr. Detrás de ellos caminaba un hombre que parecía una auténtica mole. Tenía la mitad del rostro pintado de azul, al igual que los ferales que vivían en el bosque negro con una dieta a base de carne y sangre, o eso era lo que se decía. Clay había conocido a unos pocos caníbales que preferían un buen pollo asado a los carnosos cuartos traseros de un desafortunado aventurero, pero en la Tierra Salvaje era mucho más probable encontrarse desafortunados aventureros que pollos.
La mole estaba envuelta en pieles exóticas y del hombro le colgaba un cuerno que bien podría haber sido un diente de dragón que alguien ahuecó para convertirlo en un instrumento. Se mofó del público con aspavientos frenéticos y luego le dio un soplido largo y profundo al cuerno. A Clay le recordó el ulular del viento en los lugares altos o el sonido de una criatura herida que gime en la oscuridad.
Después del hombre venían los trasgos. Eran dos filas de seis, y todos tenían las manos atadas y estaban unidos los unos a los otros con cadenas que culebreaban por el barro como serpientes metálicas. Tenían el aspecto esquelético de un mendigo, pero aun así no dejaban de moverse. Gritaban y bramaban sandeces a la multitud, y no parecía importarles que la gente les tirase tomates enormes o pescados podridos.
“Seguro que se mueren de hambre —supuso Clay—. Se les caerá la baba cuando huelan las ratas chamuscadas”.
Detrás de ellos iba el jefe de guerra Pulmón Achacoso, cubierto de plumas y con un rostro tan maltratado y magullado que resultaba feo incluso para ser un trasgo.
Las Hermanas del Metal sí que no eran para nada lo que esperaba. Clay había peleado junto a muchas mujeres guerreras en sus tiempos, pero estas tres no se parecían en nada a las demás. El pelo les caía en tirabuzones y lo llevaban recogido con cintas de vivos colores. Estaban maquilladas con lápiz de ojos y tenían los labios pintados de un rojo que recordaba a las rosas. ¡Y su armadura! Parecía frágil como la porcelana, diseñada para presumir en lugar de para protegerlas de la hoja de una espada o de la punta perforante de una flecha. Iban al trote con un trío de yeguas de un blanco prístino cuyas bardas plateadas relucían como espejos.
Uno de los que estaban delante silbó a una de las Hermanas al pasar. Oh, oh. Clay hizo un mohín y se preparó para verlo tragar barro, pero en lugar de eso la mujer sonrió y le lanzó un beso volado.
—Pero ¿qué coño? —preguntó Clay a nadie en particular.
Gabriel agitó los hombros a su lado.
—Sí, así están las cosas ahora, tío. Te lo dije. Mucho espectáculo y poca sustancia —resopló, y cabeceó en dirección a los trasgos—. Seguro que han comprado a esa pobre escoria en una subasta.
El desfile siguió avanzando. Ahora le tocaba el turno al botín cosechado por los Cabalgatormentas durante su gira por la Tierra Salvaje. Un grupo de hombres marchaba portando reliquias del Dominio: espadas melladas y armaduras de escamas oxidadas que habían conseguido recuperar de antiguos campos de batalla.
El desfile continuó con un carro tirado por bueyes y cargado con los restos destrozados de uno de los autómatas rúnicos de Conthas. Habían unido los pedazos para que el público apreciara lo enorme que había sido el gólem cuando estaba con vida.
—Es impresionante —dijo Clay—. Tiene que ser muy difícil acabar con uno de ellos.
Cuatro hombres con una buena armadura escoltaban a un trol desgarbado al que habían reducido con unos grilletes de acero. Le habían cercenado los brazos a la altura de los hombros y luego tapado el muñón con unas cubiertas de plata para evitar que volviese a regenerarlos. Dos de los hombres llevaban antorchas y las usaban para controlar a la bestia cuando sus ojos negros como el carbón se quedaban mirando demasiado tiempo a alguien, como si lo encontrara muy apetitoso.
Después le tocó el turno a un mono enorme con rayas negras como las de un tigre. La mujer que le sostenía la correa sonreía, saludaba y a veces extendía el brazo para acariciar al simio. La criatura también sonreía con las caricias, sin duda enamorado de su cuidadora.
Se hizo un extraño silencio entre la multitud. Clay miró a la derecha y vio que se aproximaba otro carro. Era casi tan ancho como la calle, contaba con diez ruedas y tiraban de él seis bueyes. Las barras de acero de la jaula que llevaba encima eran más gruesas que la pierna de un hombre y se distinguía algo en su interior, parecía un pelaje