Reyes de la tierra salvaje (versión española). Nicholas Eames
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Gabriel miró alrededor con gesto suplicante, pero Clay se encontraba a mitad de un largo y persistente sorbo de vino que tenía pensado alargar el tiempo necesario para que su amigo empezase a explicar lo que le había ocurrido a Rosa y la aventura en la que ellos dos se habían embarcado.
Mientras Gabe así lo hacía, Clay vio por encima de la copa cómo las cejas pobladas de Kallorek ascendían por su frente grasienta. Valery escuchó en silencio con expresión imperturbable y frotándose de vez en cuando los cortes de los brazos. Abrió los ojos como platos cuando oyó que se mencionaba Castia y por un instante se vislumbró en ellos un atisbo de pena, una pena tenue como al aullido de un prisionero que reverbera por las escaleras de una mazmorra, que desapareció en un abrir y cerrar de ojos. Después de que Gabriel terminara de contarlo todo, Kallorek suspiró y se atusó la barba trenzada. Valery les dedicó una plácida sonrisa y murmuró sin dirigirse a nadie en particular:
—Muy bien.
El pobre Gabe puso una cara que parecía que le acabaran de apuñalar. Clay tenía la esperanza de que ese recelo terminara por convertirse en rabia, pero Gabriel se limitó a negar con la cabeza y volvió a centrar la atención en el plato que tenía frente a sí.
Kallorek llamó a un sirviente para que acompañase a Valery a su habitación. Los tres empezaron a comer el postre (tarta de chocolate con crema batida y almendras por encima) y a beber una cerveza roja y dulce en un silencio algo incómodo. Al terminar, Kal les ofreció enseñarles su morada al completo, que había sido construida con la intención de convertirla en un gran templo dedicado al Vástago del Otoño.
—Invirtieron mucho dinero —les dijo—, pero ya tenían la mitad construida cuando alguien tuvo la brillante idea de que había que levantar otro templo así en la zanja. —La “zanja” era el nombre que los que vivían en las colinas de Conthas le daban al lecho del valle—. Y no tiene sentido subir por una colina para hablar con un dios cuando este te puede oír igual de bien desde abajo, ¿verdad?
—Yo me pregunto para qué hace falta un templo si se puede conseguir lo mismo gritando a los cielos —aventuró Clay.
Kallorek lo miró como si acabase de sugerir que se puede apagar un fuego tirando sobre él unos tocones de madera.
—Gritar a los... Pero ¿a qué coño ha venido eso, Mano Lenta?
—A nada. Da igual.
—Sea como fuere —continuó Kal poco después—, los sacerdotes del templo de arriba se quedaron sin dinero, por lo que aproveché el momento para comprarles la estructura a precio de ganga.
Recorrieron un jardín abierto y siguieron un sendero de piedra que serpenteaba entre manzanos llenos de frutas. Vieron varias patrullas que recorrían las murallas del lugar, una medida disuasoria necesaria, explicó Kallorek, ya que la capilla ahora albergaba su cada vez más valiosa colección de objetos extraños.
—¿Aún trabajas con mercenarios? —preguntó Clay.
—Pues claro —aseguró Kal—, pero ya no es como en los viejos tiempos. El trabajo ha empezado a quedárseme grande, así que he tenido que asignar un agente para cada banda. Realizan los trabajos más insignificantes: trasgos y ese tipo de cosas, mientras que yo me dedico a los importantes, los cuales encargo a la banda que creo que puede hacerlos bien. Yo me llevo la mitad, el agente un diez por ciento y la banda se reparte el resto.
“¿La mitad?”
De haber seguido comiendo, Clay se habría ahogado. Las cosas habían cambiado drásticamente desde la época en la que ellos iban de gira. En el pasado, Kallorek compartía un quince por ciento con el resto de miembros de Saga. El diez restante supuestamente correspondía al bardo, pero ninguno de los bardos de Saga había vivido lo suficiente como para llegar a cobrar su parte, razón por la que esta se usaba sobre todo para lo que Gabe llamaba “cosas imprescindibles para una aventura”, que era un eufemismo para referirse al tabaco, la priva y la compañía de todo un regimiento de mujeres. Al descubrir cuánto ganaban hoy en día los mercenarios, la vida que se podía permitir Kallorek dejó de sorprenderlo.
—Bueno, ¿y qué clientes tienes ahora? —preguntó Gabe mientras se acercaban a un par de puertas de bronce muy altas—. ¿Alguna banda que conozcamos?
Kallorek reprimió la risa al oír la pregunta.
—Cualquiera que conozcáis. Tengo agentes por todo Agria. No hay una banda en todo Cincorreinos de la que no me lleve un buen pellizco. Bueno, puede que vuestros antiguos colegas de Vanguardia sean los únicos.
—¿Vanguardia sigue con las giras? —preguntó Clay.
—La mayoría de ellos —dijo Kal, sin molestarse en explicar qué significaba lo que acababa de decir.
“Vanguardia”. Era un nombre que Clay llevaba mucho tiempo sin oír. Barret Trotanieves y sus eclécticos compañeros de banda, Ashe, Tiamax y Puerco, habían sido rivales amistosos de Saga en el pasado. Enterarse de que aún seguían dando guerra por los caminos después de todos los años que habían pasado... hizo que a Clay le doliese la espalda solo de pensarlo.
—Si alguien consigue espantar a un grupo de kobolds de una alcantarilla, me da para comprar una cubertería de plata —dijo Kal—. Si consiguen hacerse con el botín de una madre de basiliscos, me da para construir una nueva sección en la casa.
—O para poner un estanque —apuntilló Clay.
—Una piscina, querrás decir —corrigió el agente al instante.
—¿Y qué es lo que he dicho?
—Has dicho un estanque...
—¿Dónde está mi espada? —interrumpió Gabe.
Kallorek frunció el ceño.
—¿A qué viene eso ahora?
—Vellichor. ¿Dónde está?
Kal puso cara de póquer. Daba la impresión de ser un padre que intentaba decidir la mejor manera de imponer su disciplina a un hijo revoltoso. Llegaron ante las enormes puertas de bronce, y el agente abrió una para luego indicar a Clay y Gabriel que lo acompañaran al interior.
—Por aquí —dijo.
8
Vellichor
Kallorek los guió por una capilla abovedada y muy iluminada por unos faroles espejados. Habían quitado los bancos, y el suelo de piedra estaba cubierto por unas alfombras sofisticadas. La estancia estaba desordenada, hasta arriba de estanterías, vitrinas, exhibidores de armas, cofres a rebosar y maniquíes con algunas prendas de armadura, todo colocado sin ton ni son.
—Perdonad el desorden —dijo Kallorek al tiempo que echaba un buen vistazo al lugar—. Aún estoy intentando encontrar la manera de colocarlo todo. Por cierto, mirad esto. —Cogió un yelmo de la cabeza de un maniquí. Tenía una protección en las mejillas que era alargada y que sobresalía como si fuesen un par de fauces envenenadas—. Perteneció a Liac el Arácnido. El pobre Liac fue devorado por un limo de cripta hace unos años. Esto es lo único que quedó de él. —Kallorek volvió a colocar el yelmo en su sitio y pasó la mano por la cota de malla roja que se encontraba debajo—. El Pellejo de