Reyes de la tierra salvaje (versión española). Nicholas Eames
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El granjero lo agradeció profusamente y la primera orden que dio a los gólems fue despedirse con la mano de Clay y Gabe mientras se alejaban por el camino. Una imagen la mar de extraña.
—Allí está.
Gabe señaló una torre en ruinas que había en lo alto de una colina boscosa que se recortaba contra el blanco cielo otoñal. A Clay le recordó a un dedo torcido o a un colmillo roto, pero luego recordó los carteles de la magnífica filacteria fálica de Moog el Mago que habían visto en la ciudad, y de repente la torre pasó a recordarle algo muy diferente.
—Parece que está en casa —dijo Clay al tiempo que señalaba con la cabeza la humareda color turquesa que salía de un agujero en el ruinoso techo.
La puerta era la única parte del edificio que parecía estar en buenas condiciones. Era robusta y de roble, con una aldaba de latón moldeada con la forma del rostro arrugado de un sátiro que tenía un aro en la boca. Gabe hizo sonar la aldaba, que repiqueteó justo antes de que las facciones de la criatura cobraran vida.
—¿Zí?
Gabe se rascó la cabeza.
—¿Perdón?
—¿Tienen uztedez cita con mi maeztro? —dijo la aldaba.
—¿Qué?
—Que a qué han venido —preguntó, con cuidado de usar las palabras adecuadas para que la pronunciación no se viese afectada por el aro de su boca.
Gabriel miró a Clay, que respondió con uno de los muchos encogimientos de hombros que tenía en su repertorio.
—Pues... ¿a visitar a Moog?
—¡A vizitar a Moog! —repitió el rostro ceceante—. ¿Y podrían loz zeñorez decirme quiénez son?
—Gabriel. Y Clay Cooper.
—Exzelente. Ezperen aquí, por favor. Mi maeztro vendrá en...
De improviso, la puerta se abrió de par en par y Moog apareció detrás. Vestía lo que a Clay le pareció un pijama de una sola pieza, con lunitas y estrellas que adornaban el tono añil de la tela. Estaba más flaco que nunca, y su barba larga se había vuelto blanca como el algodón. También se había quedado calvo por la parte superior de la cabeza, pero le quedaba un flequillo ralo que llevaba muy largo. Sus ojos eran del mismo azul inquietante y resplandecían debajo de unas pobladas cejas blancas.
—¡Gabriel! ¡Clay! —El mago soltó una carcajada de júbilo y ejecutó un bailoteo, lo que solo consiguió reforzar la imagen de que estaba vestido como un niño. Luego los rodeó a ambos con sus larguiruchos brazos—. Por las tetas y los diosecitos, ¿cuánto tiempo ha pasado? —Miró la aldaba y frunció el ceño—. Steve, ¿no te he dicho mil veces que no hagas esperar fuera a mis amigos?
—Lo ziento, maestro, pero eztoz zon los primeros amigoz que vienen a visitarlo.
—¿Los primeros? Bueno, puede que lo sean, pero... —Señaló a la puerta con un solo dedo para reprenderla—. Empezamos mal, Steve. Empezamos mal.
La aldaba consiguió fruncir los labios a pesar del anillo que tenía en la boca.
—Como uzted diga, maeztro.
—Venga, se acabó. ¡Entrad, entrad! —Invitó a sus amigos a pasar y a que lo siguieran. Como Clay había temido, la parte trasera del pijama solo estaba unida por un botón—. ¡Habéis llegado en el momento perfecto!
La casa de Moog era tal y como Clay se la había imaginado. La mayor parte del suelo de la torre estaba patas arriba, atestada de frascos alquímicos y toda una selección de peligrosos decantadores sin etiquetar. En una pared había estanterías repletas de libros y una colección bastante típica de ingredientes mágicos: calaveras sonrientes, manojos de hierbas y tarros llenos de todo tipo de cosas, desde ojos flotantes hasta lo que bien podía ser tanto el embrión de un dragón, blanco como la leche, como una batata calcificada.
En la pared de enfrente había apiladas quizá una docena de jaulas de varios tamaños, cada una con una criatura diferente en su interior. Reconoció algunas, como un tejón o una mofeta, pero había otras que le resultaron inquietantemente desconocidas, como un elefante que tenía el tamaño de un perro o lo que a Clay le pareció una comadreja de ocho patas con sendas cabezas a ambos lados de un cuerpo esbelto.
También era muy turbadora la alargada mesa de madera iluminada con un haz de luz inclinado sobre la que había algo medio humanoide envuelto en una sábana blanca.
El mago se acercó a la mesa al tiempo que señalaba un caldero humeante que había en la chimenea.
—¿Tenéis hambre?
Clay pensó en el humo color turquesa que habían visto al acercarse a la torre por el camino. Hubiera lo que hubiese ahí dentro, parecía sopa pero olía a pelo quemado.
—Acabamos de comer, gracias. ¿Para qué?
—¿Cómo? —preguntó Moog.
—¿En el momento perfecto para qué? —apuntilló Clay.
El mago se volvió de repente y les dedicó a ambos una sonrisa cargada de pena.
—Para contemplar un milagro —dijo al tiempo que agarraba la sábana.
“Que no sea un cadáver —rezó Clay en voz baja—. Por favor, que no sea un cadáver”.
Moog había sido un enemigo acérrimo de la nigromancia durante toda su vida, pero cuando se deja a un mago viejo solo en una torre durante mucho tiempo, lo normal es que tarde o temprano empiece a juguetear con poderes oscuros e insondables.
Moog tiró de la sábana con una floritura dramática y, por suerte, lo que había debajo no era una persona muerta. De hecho, no era una persona. Era un ent, como el que Clay había matado y talado para fabricarse su escudo. La diferencia era que Corazón Tiznado era un roble viejo y arrugado diez veces más alto que un hombre y tenía la fuerza suficiente como para partir un toro por la mitad. La criatura que tenían delante era un fresno pequeño y delgaducho. Y más importante aún: no estaba muerto.
Lo que sí que estaba era muy enfadado. En el momento en el que vio a Moog, empezó a agitarse contra las cuerdas que lo ataban a la mesa. Tenía las ramas demasiado pequeñas como para considerarlas extremidades, pero las extendió hacia el mago para intentar atraparlo. La criatura parecía demasiado débil como para resultarle amenazadora a un hombre adulto, pero Clay recordó lo que había visto en Colinahueca. Los ents del lugar eran enormes, capaces de tragarse personas enteras o incluso de partirlas como si fuesen ramitas, algo muy irónico.
Este tenía algo raro a pesar de su aspecto. Su piel, corteza o como se llamase la parte exterior de un árbol que en realidad no es un árbol, estaba moteada por un liquen oscuro. El hongo se había extendido por la mayor parte de su tronco y de su cara. Algunas de sus extremidades también parecían afectadas, y las hojas que colgaban de ellas estaban marchitas y eran de un marrón grisáceo similar al de un pergamino que se ha