Reyes de la tierra salvaje (versión española). Nicholas Eames

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Reyes de la tierra salvaje (versión española) - Nicholas Eames La banda

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¿qué quieres hacer?

      —¡Id al piso de arriba! —Moog señaló lo que quedaba de los tablones—. Antes tengo que coger unas cosas. —Lo primero que cogió fue la bola de cristal, que volvió a envolver sin demora en el paño de terciopelo antes de meterla en una bolsa. Luego cogió varios frascos, que tiró en el saco sin preocuparse por si podían romperse—. ¡Vamos! —apremió—. Iré detrás de vosotros.

      Clay empezó a subir por las escaleras, y Gabriel lo siguió de cerca. Al llegar al segundo piso, empezaron a buscar desesperados una manera de escapar. El techo de la torre se había derrumbado, y sobre ellos relucía un manto de estrellas. La escasa luz de los astros les permitió ver una cama que había junto a una pared, otra estantería llena de libros, una mesilla de noche y cero salidas. Hasta las ventanas estaban demasiado altas para escapar por ellas.

      Gabriel se quedó contemplando el cielo nocturno con la boca abierta.

      —¿Qué? —preguntó Clay, que también alzó la vista y no vio nada fuera de lo común. Volvió a preguntar—: ¿Qué pasa? ¿El cielo? ¿Las estrellas?

      —No son estrellas —murmuró Gabe.

      —¿Cómo? ¿Qué...?

      “No son estrellas —repitió Clay en su mente—. Son arañas”.

      Miles de arañas que resplandecían con luz tenue, una constelación muy dispersa que se recortaba contra el firmamento y que se sostenía sobre una tela invisible. Tanto Gabriel como él se quedaron quietos al instante, clavados en el suelo, invadidos por un miedo primario y paralizante.

      “Quién nos ha visto y quién nos ve —pensó Clay con sarcasmo—. Nosotros, que hemos llegado a enfrentarnos a un dragón e incluso le preguntamos sin prisas cómo prefería la paliza que íbamos a darle. ¡Y ahora nos asustan unas arañas que brillan en la oscuridad!

      Varias de las criaturas empezaron a resbalar por la tela para acercarse y mirarlos más de cerca. Clay hizo todo lo que pudo por ignorarlas y gritó hacia las escaleras que tenía detrás.

      —¿¡Moog!?

      —¡Voy!

      Echó un vistazo al piso inferior y vio que el mago embutía varios objetos de última hora en su bolsa, que obviamente era mágica: un báculo, una varita, una vara, una daga con gemas engarzadas, una estatua de ónice con forma de gato, media docena de sombreros, unos pocos libros, una pipa, dos botellas de brandy, un par de pantuflas andrajosas...

      Se oyó un chasquido muy ruidoso que recordaba al del tronco de un árbol al romperse, y la puerta se dobló hacia adentro sin llegar a romperse.

      Al mismo tiempo, cientos de arañas empezaron a descender de la tela para ver a qué venía tanto escándalo. Fue una visión muy inquietante, ya que parte de la mente de Clay aún pensaba que las arañas eran en realidad estrellas y se estremeció al creer que el cielo caía sobre su cabeza. Reprimió las ganas de vomitar por un sinfín de razones y luego gritó con todas sus fuerzas:

      —¡Moog!

      —¡Ya voy! —respondió el mago, también a voz en grito.

      Había empezado a abrir las jaulas de su zoológico de la podredumbre. El elefante que tenía el tamaño de un perro corrió a toda prisa hacia la puerta, y Moog hizo un gesto con la mano y pronunció una palabra para prender fuego bajo el crisol de vidrio más grande que tenía. Luego tiró dentro un frasco con un líquido rojo antes de empezar a subir los escalones de dos en dos. Alzó la vista al llegar al segundo piso y vio el rictus de terror en el rostro de Gabriel.

      —¡Vaya! ¡Habéis encontrado a mis mascotas!

      —¿Mascotas? —preguntó Gabe con tono escéptico—. Moog, son arañas.

      El mago hizo un ademán para quitarle importancia.

      —¡Pero si no hacen nada! Bueno, la mayoría no hace nada. Una me mordió una vez y me volví invisible durante una semana. Estuvo genial, la verdad, pero menudo rollo ir a hacer la compra. Sea como fuere, son útiles porque se comen a los murciélagos. —Tiró la bolsa en manos de Clay—. Aguántamela.

      Luego se agachó junto a la cama, extendió el brazo y sacó un espejo que medía de largo lo mismo que Clay de alto. Gabriel lo señaló.

      —¿Eso es lo que creo que...?

      —Exacto —confirmó Moog sin dejar tiempo a Gabe para terminar la frase—. ¡Espero que siga funcionando!

      Metió un dedo en el cristal como si comprobase la temperatura de un estofado, y se formaron unas ondas que se extendieron a partir de su dedo y distorsionaron el reflejo de Clay y Gabriel, que lo miraban con el rostro cargado de preocupación.

      El espejo tenía un hermano gemelo y ambos estaban encantados, por lo que se podía entrar por uno y salir por el otro, sin que importara la distancia que hubiese entre ellos. La banda lo había usado con anterioridad para rescatar a Lilith, la esposa de Matrick, que en su época era la princesa de Agria. Había sido secuestrada en su decimoctavo cumpleaños por un pretendiente que terminaría por convertirse en un secuestrador, un noble de poca monta empecinado en llegar a ser rey. Había entrado en el espejo que se encontraba en los aposentos de la doncella y salido por el que se encontraba en la alcoba real justo a tiempo para evitar que el noble despojara de su preciada virginidad a la princesa.

      Habían tenido mucha suerte, porque, de no ser así, la chica no podría habérsela ofrecido a Matrick esa misma noche.

      La puerta de la torre salió despedida y quedó convertida en astillas, y Kallorek y sus matones entraron en el lugar liderados por aquella mole que portaba la maza.

      Moog negó con la cabeza.

      —Mierda, pensaba que... —Hubo un estallido de luz y el crisol del piso de abajo explotó en una nube de humo de un naranja reluciente. El mago les indicó con aspavientos que entraran en el espejo—. ¡Rápido! ¡Adentro! —gritó.

      —¿Qué ha sido eso? —preguntó Gabe, que se había cubierto la boca mientras las volutas de humo empezaban a rodearlos. Empezaron a picarle los ojos, y olió un dulzor nauseabundo similar al de fruta madura a punto de pudrirse.

      —¡Mi filacteria! ¡Rápido! —gritó Moog entre el coro de toses y estallidos de cristales que venía del piso de abajo.

      Clay se decidió al ver que nadie daba el primer paso. Negó con la cabeza, soltó un taco por verse obligado a ser siempre el primer imbécil y saltó al espejo como quien salta directo a su muerte desde un acantilado.

      11

      Salió de lado, sin tener muy claro cuándo había empezado a gritar con toda la fuerza de sus pulmones.

      Un hombre se giró al oírlo, y Clay vislumbró cómo abría los ojos como platos antes de practicar en la cara de ese tipo lo que bien podría llegar a describirse como una patada voladora.

      Su víctima accidental y él cayeron juntos al suelo. Clay estuvo a punto de empezar a disculparse, pero el hombre se giró hacia él con mirada iracunda y un rostro sanguinolento junto al que se encontraba la punta retorcida del cuchillo curvado que tenía en la mano.

      Clay

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