Reyes de la tierra salvaje (versión española). Nicholas Eames
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Clay tragó saliva a duras penas. Sintió una punzada en las entrañas que bien podría haber sido miedo, emoción o ambas cosas. Fuera lo que fuese, era algo que no sentía desde hacía mucho tiempo. En una ocasión había oído decir a alguien (seguramente a Gabe) que aunque la mayoría de las criaturas nacían solo para vivir, había otras que solo nacían para matar. Y las quimeras pertenecían a ese último grupo.
Estaba claro que la de la jaula estaba drogada. Se movía despacio y con torpeza. Su cola serpentina recorría los barrotes de su estrecha prisión. En la espalda llevaba plegadas unas alas que podían llegar a ensombrecer una casa. De sus tres cabezas, león, dragón y carnero, solo la de dragón parecía interesada en lo que ocurría a su alrededor. Tenía las fauces apresadas bajo un bozal de acero, y las volutas de humo que surgían de sus fosas nasales ocultaban los ojos amarillos y entornados que acechaban entre los barrotes como si fuese ella la que estuviese libre y contemplara a sus presas enjauladas.
—¿Por qué no la han matado? —preguntó Gabriel.
Clay había pensado lo mismo, y se limitó a negar con la cabeza, sorprendido.
—Por el espectáculo —dijo.
Después del enorme carro venían los Cabalgatormentas al fin. Eran cinco y se encontraban sobre una plataforma con cortinas colmada de tesoros. Había cofres abiertos de los que rebosaban joyas y gemas, y las monedas relucían a montones delante de ellos. Por si la banda, que estaba bien armada, no era suficiente para disuadir al público de abalanzarse sobre los tesoros del carro, había toda una escolta de piqueros cuyos ceños fruncidos y largas lanzas servían además para mantenerlos a raya. En el carro también viajaban varias mujeres vestidas como ninfas, que era casi lo mismo que decir que iban desnudas, y que lanzaban puñados de monedas de cobre por el borde hacia el público. Clay se percató de que las monedas de oro y de plata estaban a buen recaudo en el centro de la plataforma.
Al principio, a Clay la banda le resultó bastante joven, hasta que recordó que él mismo tenía poco más de dieciocho años cuando se lanzó a los caminos con Gabe. La armadura de los hombres al menos parecía funcional, aunque era más llamativa de lo que debiera, y reparó en que llevaban más maquillaje que las Hermanas del Metal. También vio a un gran número de jovencitas que se habían abierto paso hasta la primera fila para luego empezar a gritar como histéricas al paso de los miembros de la banda.
Clay sonrió sin querer al recordar la primera vez que sus compañeros de banda y él habían desfilado con el botín de su gira por la Tierra Salvaje Primigenia por esa misma calle. Lo cierto es que tampoco es que pudiera recordar demasiado, ya que todos estaban borrachos hasta la inconsciencia. Moog se había pasado casi todo el desfile durmiendo y Matrick se había caído del carro a la multitud y había desaparecido durante tres días.
—Ya tengo suficiente —dijo Gabriel. De repente parecía molesto, y Clay se cuestionó si la envidia le habría agriado el ánimo—. Salgamos de aquí antes de que la multitud se desmadre. Vamos a hablar con Kallorek.
Clay movió el cuello para aliviar el dolor de haber pasado la última media hora mirando hacia el oeste.
—Claro. ¿Dónde está?
Gabe señaló la colina meridional y el templo en construcción que se encontraba en la cima. Frunció el ceño como alguien que contempla el nudo corredizo con el que están a punto de ahorcarlo.
—Ahí arriba.
7
Nadando con tiburones
En medio de la casa de Kallorek había un estanque. El agua era tan cristalina que Clay vio hasta las baldosas blancas y azules del fondo. No había peces ni ranas. Tampoco lirios ni juncos ni libélulas sobrevolando la superficie. Solo había... agua vacía.
—¿Para qué coño quiere esto? —preguntó Clay.
Gabriel no respondió. Había vuelto a quedarse en silencio, sentado en una silla de mimbre que había junto a la orilla del estanque y atosigado por sus pensamientos. Clay supuso que era lo normal, ya que habían venido a suplicar a Kallorek que le devolviese la espada, lo que ya habría sido incómodo de por sí aunque el antiguo agente no estuviese también en posesión de otra cosa que también había pertenecido a Gabe en el pasado: su mujer, Valery.
Aún no la habían visto, pero sí que habían oído su voz cuando un sirviente los guio hasta aquel lugar y les dijo que esperasen. Gabriel se quedó de piedra al oírla, como un ratón aterrorizado por el ulular de un búho.
Una de las muchas cosas buenas que Clay había aprendido de su mujer era la de ver siempre el lado bueno de las cosas, pensar que, por muy mal que fuera todo, siempre había alguien en algún lugar que seguro lo estaba pasando peor. Solo tuvo que mirar los hombros encorvados de Gabe y fijarse en los movimientos breves y cargados de preocupación de los dedos que descansaban sobre su regazo para sentirse el hombre más afortunado de la sala.
Al menos hasta que llegó el propio Kallorek. El agente estaba envuelto en una túnica añil de una seda tan fina que parecía fluir como el agua sobre su voluminosa panza. Colgadas alrededor del cuello llevaba varias cadenas de oro que parecían muy pesadas. En cada uno de sus dedos relucía un anillo coronado por una llamativa gema, parecida a las que colgaban de los lóbulos de sus orejas. Clay había visto a reyes con menos adornos encima.
—¡Chicos! —El anfitrión consiguió obligar a Clay y Gabriel a que le dieran un abrazo incómodo. Su barba gris y recortada, que antaño estaba áspera como un cepillo para caballos, ahora estaba muy suave, trenzada con maestría y untada con aceites aromáticos. Su rubicunda piel desprendía un aroma a sándalo y a lilas que ocultaba el olor agrio de su sudor, que tenía un deje tan desagradable que algunos habían empezado a llamarlo “el orco”. Sin que él se enterase, claro.
Kallorek los soltó al fin y luego extendió un brazo para tocarlos a ambos sin dejar de sonreír.
—Gabe el Gualdo y el mismísimo Mano Lenta —dijo con tono melancólico—. ¡Leyendas vivas de las bandas! ¡Los Reyes de la puta Tierra Salvaje, joder! Se te ve fresco como una lechuga, Cooper. Tú pareces algo cansado, Gabe. ¡Y viejo! Por los dioses de Grandual, tío, ¿qué te pasa? ¿La bebida otra vez? ¿La rasca? No me digas que tienes la puta podredumbre.
Gabriel intentó responder con una sonrisa, pero fracasó estrepitosamente.
—Solo estoy cansado, Kal. Y viejo. Y... —Se quedó en silencio y el rostro se le ensombreció aún más—. Tengo que hablar con Valery y... pedirte un favor.
Kallorek lo miró con recelo por un instante, pero luego volvió a sonreír.
—Claro, todo a su tiempo. ¡Primero será mejor que te quites toda esa mugre que llevas encima! ¿Queréis que abramos un barril y comamos algo? ¿Tenéis hambre?
—¡Nos morimos de hambre! —exclamó Clay.
—¡Era de esperar! —Kallorek dio una palmada con sus manazas—. Venga, a la piscina los dos. Os tendré preparada una buena comilona cuando os hayáis refrescado un poco.
Al ver que los invitados no hacían amago alguno de moverse, Kallorek señaló el estanque que tenían detrás.
Clay lo miró por encima del hombro y luego volvió a contemplar a su anfitrión. Se encogió