Reyes de la tierra salvaje (versión española). Nicholas Eames
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En las historias se hablaba de caminatas, pero nunca se nombraban las dolorosas llagas de los pies; también de duelos a espada, sin tener en cuenta las heridas infectadas que terminaban por matar a los héroes mientras dormían. En las historias, cuando se asesinaba a un gigante, este se derrumbaba y caía formando un gran estruendo, pero lo cierto era que un gigante moría como cualquier otra criatura: gritando mucho y cagándose encima.
Una parte de Clay siempre había sospechado que el mundo que había fuera de Vegabrupta empeoraba día a día, pero como había planeado no tener mucho contacto con el exterior, tampoco era que le preocupase demasiado. El único contacto que pretendía tener era servir bebidas y alquilar camas a todo el que viniese de fuera para quedarse en su posada, pero ahora había vuelto a lanzarse de cabeza al exterior y... Bueno. Le daba la sensación de que las cosas habían empeorado mucho más de lo que creía.
Gabriel siguió hablando, pero cambió de tema.
—Lo que quiero decir es que si eres tú quien les dice a los demás que vamos cruzar la Tierra Salvaje Primigenia y a rescatar a Rosa, te creerán.
—Si tú lo dices —dijo Clay. Vio con el rabillo del ojo que un pájaro o que algo brillante revoloteaba entre los árboles, pero cuando se giró para verlo bien, ya había desaparecido—. ¿Sabes a qué dedican su vida los demás? —preguntó, ansioso también por cambiar de tema—. Menos Matrick, claro, que supongo que seguirá siendo rey de Agria.
Antes de que Gabe pudiese responder, vieron que una mujer empezaba a acercarse a ellos por el camino. Tenía el pelo largo y castaño, enmarañado y recogido en unas trenzas sueltas que más bien parecían nudos encrespados. Sus ropas tenían mejor aspecto, pero lo que les faltaba de calidad lo suplían en cantidad: iba vestida con capas y capas de prendas sin orden ni concierto. Llevaba un arco largo al hombro, y de su mano colgaba suelta una única flecha.
—¿Qué tal, chicos? —dijo—. Un día genial para dar un paseo, ¿verdad?
—O para robar —murmuró Clay al tiempo que echaba un vistazo a los árboles que había a ambos lados del camino. Le había dado la impresión de ver al menos a media docena de personas ocultas entre ellos. Todas mujeres, vestidas con el mismo gusto que la que ahora les bloqueaba el paso y todas armadas hasta las tetas, por decirlo de alguna manera.
—¿Tú crees? —preguntó la mujer con el típico deje de una carteana de las llanuras—. A mí me gusta robar más cuando llueve. No en plan chaparrón, sino cuando está más bien chispeando. Me pega más. En mi opinión, no merece la pena arruinar un buen día como este con algo tan chabacano como un insignificante robo. —Hizo un gesto de indiferencia y luego levantó la flecha que llevaba en la mano hasta la altura del pecho de Clay—. Pero, bueno, es lo que toca. Robos insignificantes.
—No tenemos nada que os interese —dijo Gabriel al tiempo que extendía las manos.
La forajida les dedicó una sonrisa.
—Bueno, eso lo decidiremos nosotras. Ahora, si fueseis tan amables de soltar vuestras armas en el camino y enseñarme lo que lleváis en los morrales, os lo agradecería.
Clay obedeció. Tiró la espada de la guardia al suelo al tiempo que le daba la vuelta al morral para sacar su contenido.
La mujer silbó y se acercó para examinarlo.
—Vaya. ¡Calcetines y bocadillos! ¡Es nuestro día de suerte, chicas! ¡Venid a coger lo que queráis!
Un coro de aullidos y carcajadas surgió de los árboles, y las mujeres salieron al camino como si de una heterogénea manada de coyotes se tratara. Rodearon a ambos y les hicieron gestos amenazadores con cuchillos, lanzas y arcos a medio levantar. Gabriel se estremeció con cada ademán y terminó por darle la vuelta también a su morral.
Para sorpresa de Clay, no estaba vacío. Para sorpresa de las demás, solo tenía un puñado de rocas que repiquetearon contra las del camino a sus pies.
El júbilo se apagó casi al instante, y por primera vez les dio la impresión de que la líder de las bandidas estaba disgustada de verdad.
—¡Por los huevos pelados del Hereje! —exclamó al tiempo que le daba un puntapié a una de las piedras hacia la hierba que había a un lado del camino. Gabriel hizo un amago de lanzarse a recuperarla, pero la mirada que le lanzó la mujer lo dejó clavado en el sitio—. ¿Rocas? ¿En serio, joder? No podrían ser zafiros, rubíes o enormes lingatos de plata, no.
—Lingotes —murmuró Clay, pero la mujer lo ignoró.
—Los dioses no querían que abordáramos a unos imbéciles con unas bolsas llenas de diamantes, no. ¡Tenían que ser rocas! ¡Y calcetines! Y... ¿de qué son los bocadillos?
—De jamón.
—De jamón —gruñó la mujer como si pronunciase el nombre de su peor enemigo. Los nudillos se le pusieron blancos de la fuerza con la que apretó la empuñadura del arco.
—¿Y ese escudo que tienes ahí? —preguntó una de las forajidas al tiempo que señalaba Corazón Tiznado con la punta de la lanza.
—Tiene pinta de ser caro —dijo otra—. Puede que le podamos sacar una marcorona o dos.
Clay ni se molestó en prestarles atención. En lugar de ello, fijó la mirada en la líder.
—El escudo no va a ninguna parte —dijo.
La mujer parpadeó.
—¿Estás seguro de eso? —La forajida lo rodeó mientras usaba el arco como bastón y dedicaba una mirada aún más desdeñosa a la patética montaña de piedras de Gabriel— No creo que estéis en condiciones de... de... —Se quedó en silencio—. Por el piercing genital de un kobold, ¿eso es lo que creo que es?
—Depende de lo que creas que es —respondió Clay.
—Diría que es el escudo que pertenece a ese que llaman Mano Lenta, también conocido como Clay Cooper —dijo— ¡Es Corazón Tiznado, joder!
—Bueno, en ese caso sí que tienes razón —dijo Clay. Hacía años que nadie lo llamaba Mano Lenta, un apodo que se había ganado por su inclinación a recibir el primer golpe en casi todos los enfrentamientos.
—Pues sí que tiene que ser caro entonces —exclamó la forajida que lo había insinuado antes—. Nos lo llevamos.
Extendió la mano para cogerlo, y Clay rezó en silencio al dios de Grandual que se encargase de perdonar a los hombres que les rompen las muñecas a las mujeres antes de darles un golpe en el cuello.
—Déjalo —ordenó la líder.
Las dos forajidas se miraron como depredadoras frente a una presa fácil, pero la líder consiguió imponerse y las obligó a apartarse de mala gana.
—Este