Reyes de la tierra salvaje (versión española). Nicholas Eames

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Reyes de la tierra salvaje (versión española) - Nicholas Eames La banda

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no tenía muy claro qué iba a decir. Quizá explicarle que lo sentía (otra vez). Que no podía arriesgarse a perder a Ginny ni dejar a Tally sin padre si partían hacia el oeste y ocurría lo peor (y tenía muy claro que iba a ocurrir lo peor). Que estaba cómodo en Vegabrupta. Satisfecho después de tantos años sin descanso. Y que pensar en cruzar la Tierra Salvaje Primigenia y acercarse a Castia y a la Horda que la rodeaba le daba un miedo de los de cagarse por la pata abajo.

      “Tengo miedo”, le dieron ganas de decir, pero fue incapaz.

      Por suerte, Gabriel siguió hablando.

      —Dile a Ginny que el estofado estaba delicioso —dijo—. Y saluda a tu hija de parte del tío Gabe. O despídete de ella de mi parte, lo que consideres oportuno.

      “Ofrécele unas botas o al menos una capa —discurrió una parte de Clay—. Agua o vino para el camino que tiene por delante”.

      Pero no dijo nada, se quedó allí sentado mientras Gabriel abría la puerta. Sintió la brisa helada y oyó el agitar de las ramas de los árboles del exterior, el eco de los cientos de grillos que poblaban la hierba alta.

      Griff alzó la vista desde su alfombra y, después de comprobar que Gabe se marchaba, volvió a quedarse dormido al instante.

      Gabriel titubeó en el umbral de la puerta y miró hacia atrás.

      “Ha llegado el momento —pensó Clay—. La súplica final. El comentario mordaz con el que querrá dejar claro que él sí se habría sacrificado en caso de encontrarse en su situación”.

      Vellichor aparte, las palabras siempre habían sido el arma más poderosa de Gabe. En el pasado había sido el líder de la banda. La voz del grupo.

      —Eres un buen hombre, Clay Cooper —fue lo único que dijo antes de atravesar el umbral y cerrar la puerta tras de sí.

      Fueron palabras simples y amables, no el puñal ni la estocada que esperaba. Pero también palabras muy dolorosas.

      Su hija insistió en enseñarle las ranas nada más entrar por la puerta. Las soltó sobre la mesa antes de que su madre pudiese impedírselo. Una de las cuatro, un bicharraco enorme y amarillo que tenía unos bultos que parecían alas que no habían empezado a crecer, intentó escapar. Saltó al suelo, pero se quedó muy quieta cuando Griff se acercó a ella entre ladridos. Tally la cogió y la riñó con un golpecito en la cabeza antes de volver a colocarla junto a las demás. En esta ocasión se quedó en el sitio, demasiado aturdida y asustada para moverse.

      —Limpia la mesa antes de acostarte, jovencita —advirtió Ginny.

      Su hija se encogió de hombros.

      —Claro. Papá, ¿a que no sabes cuántas ranas he encontrado?

      —¿Cuántas? —preguntó Clay.

      —¡No! ¡Adivina!

      Miró las cuatro ranas que había sobre la mesa.

      —Pues... ¿una?

      —¡No! ¡Más de una!

      —Mmm... ¿Cincuenta?

      Tally soltó una carcajada y empujó con la mano a una de las ranas que se empezaba a acercar al borde de la mesa.

      —¡Cincuenta no! Cuatro, tonto. ¿Es que no sabes contar?

      Luego se dedicó a presentarle a sus prisioneros anfibios uno a uno, con el orgullo propio de un vendedor que enseña sementales premiados. Le dijo el nombre que les había puesto y las particularidades de cada uno. Cogió la rana enorme y amarilla con dos manos y se la acercó para que la viese mejor.

      —Esta se llama Blas. Es amarilla y mamá dice que tendrá alas cuando crezca. La cogí para el tío Gabriel. —Tally miró a su alrededor, como si acabara de darse cuenta de que el tío Gabriel ya no estaba en la estancia—. ¿Dónde está? ¿Se ha ido a dormir?

      Clay miró a Ginny de reojo por un instante.

      —Se ha ido. Te manda saludos.

      Su hija frunció el ceño.

      —¿Va a volver?

      “Lo más seguro es que no vuelva nunca”, pensó.

      —Espero que sí —respondió.

      Tally se quedó pensando un rato sin quitarle el ojo de encima a la rana que tenía en las manos. Luego le dedicó una amplia sonrisa.

      —¡Seguro que Blas ya tendrá alas! —anunció, y las gibas del lomo de Blas se agitaron como respuesta.

      Ginny se acercó a ambos y acarició el pelo de Tally y el de Clay al mismo tiempo.

      —Venga, dragoncilla, hora de irse a la cama. Tus amigas te esperarán fuera mientras duermes.

      —Pero, mamá, así me quedaré sin ellas.

      —Y no me cabe duda de que mañana volverás a salir a buscarlas —dijo su madre—. Algo me dice que se alegrarán mucho de verte.

      Clay rio, y Ginny miró a la niña con una sonrisa en el rostro.

      —Sí que se alegrarán —aseguró la niña. Cogió las ranas una a una y las llevó fuera, para luego despedirse de ellas con un beso en la cabeza antes de soltarlas. Ginny arrugó el gesto con cada beso, y Clay se alegró de que ninguna se convirtiera en príncipe. Ya había tenido suficiente compañía y se había acabado el estofado.

      Tally se marchó para lavarse después de limpiar a fondo la mesa. Griff se escabulló detrás de ella. Ginny se sentó a la mesa y estrechó una de las manazas de Clay con las suyas.

      —Cuéntame —dijo.

      Y él se lo contó.

      Tally dormía. El farol que había junto a su cama estaba cubierto por una plancha de metal en la que había agujeros hechos con forma de estrellas, por lo que proyectaba una constelación por todas las paredes de la estancia. El pelo que resplandecía a la luz tenue era una mezcla de las hebras doradas heredadas de su madre y del castaño oscuro y anodino que había sacado de su padre. Había insistido en que su padre le contase un cuento antes de dormir. Quería uno de dragones, pero los dragones estaban prohibidos porque le daban pesadillas. Tally se lo pidió de igual manera. Era una niña valiente. Clay le ofreció uno de sirenas y un hidraco, y mientras lo contaba se dio cuenta de que aquella criatura era tan temible que en realidad era lo mismo que hablarle de siete dragones al mismo tiempo. Esperó que su pequeña no se despertara entre gritos.

      La historia que le contó era cierta en su mayor parte, aunque la adornó un poco (le dijo que había sido él quien asestó el golpe definitivo al hidraco, cuando lo cierto era que había sido Ganelon) y también obvió algunos detalles que su hija de nueve años y, por consiguiente, su madre, no tenían por qué saber. Huelga decir que las sirenas habían quedado muy agradecidas después de la batalla, lo que explicaba por qué Clay conocía tan a fondo su misteriosa y deseada anatomía. Aunque lo cierto era que nunca había llegado a comprenderla a pesar de todo.

      Dejó de contar el cuento al sentir que la respiración de Tally se volvía más regular, indicativo de que había empezado

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