Reyes de la tierra salvaje (versión española). Nicholas Eames

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Reyes de la tierra salvaje (versión española) - Nicholas Eames La banda

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que fueran más fieros y salvajes. Pero las criaturas habían resultado ser demasiado indómitas para controlarlas, y eso había dado lugar a las primeras grandes Hordas: enormes multitudes que recorrieron desenfrenadas el Antiguo Dominio y lo redujeron a cenizas.

      Un exarca llamado Contha creó un ejército de enormes gólems esculpidos en piedra que luego esclavizó con unas runas que... Bueno, lo cierto era que Clay no tenía ni idea de cómo funcionaban las runas, y la mayoría de los gólems con los que se había topado en sus viajes no tenían amo y no eran más que unos gigantes violentos. En cualquier caso, los ejércitos de gólems de Contha quedaron reducidos a escombros por las devastadoras Hordas y el exarca tuvo que abandonar su fortaleza y refugiarse bajo tierra. Nunca volvió a saberse nada de él.

      Algunos dicen que Contha el inmortal ha vuelto a la superficie para deambular entre las murallas derruidas de su ciudadela y lamentarse por la caída de su querido Dominio, mientras que otros sugieren que el druin sigue bajo tierra, reducido a un troglodita balbuceante que recorre solo la agobiante oscuridad.

      Clay suponía que había muerto y ya está. Los druin eran tan longevos que parecían inmortales, pero también podían ser asesinados (él mismo había visto cómo mataban a uno), y en las tinieblas habitaban cosas muy desagradables.

      Las ruinas de la fortaleza de Contha habían servido como punto de convergencia durante la Guerra de la Recuperación. A la sombra de sus murallas, la Comitiva de Reyes había conseguido repeler hasta la Tierra Salvaje Primigenia a los supervivientes de la última Horda. Después había empezado a formarse poco a poco un asentamiento, un lugar en el que los que fuesen lo bastante valientes para entrar en la Tierra Salvaje podrían reunirse y hacerse con provisiones, y también uno para los que quisieran gastar o beberse sus recién encontradas riquezas y olvidar los horrores de los que habían escapado por los pelos.

      El Campamento de Contha no tardó mucho en convertirse en un pueblo. Algunos levantaron una muralla, y cuando ese pueblo dio lugar a una ciudad desmesurada, otros levantaron una muralla aún mayor. El nombre terminó por reducirse a Conthas, aunque también la llamaban la Ciudad Libre. Técnicamente se encontraba dentro de las fronteras de Agria, pero el rey (que en estos momentos era Matrick, su antiguo compañero de banda) no había querido reclamar para sí unas tierras tan cercanas a esa frontera salvaje. Allí no había impuestos ni tampoco aduanas para los productos con los que se comerciaba. Conthas era un bastión para el emprendimiento y las oportunidades: uno de los últimos lugares salvajes dentro de un mundo mucho más civilizado.

      Dicho esto, Conthas también era un lugar de mala muerte, y Clay quería salir de allí tan pronto como fuese posible.

      Acababa de atardecer, y era el tercer día desde que Gabe y él habían salido de Vegabrupta. Estaban cansados de caminar, con las ropas llenas de tierra y tan hambrientos que a Clay la boca se le hizo agua cuando un hombre que había en la puerta de la ciudad le ofreció lo que parecía una rata chamuscada y clavada en un palo.

      Había comido por última vez hacía dos días, cuando un granjero viejo y sádico les prometió que les daría una manzana si se ponían a hacer flexiones en mitad del camino. El día anterior, Clay había encontrado una tortuga afanándose por subir la cuesta llena de barro de la ribera de un arroyo, pero cuando empezó a preparar el fuego, Gabe se ausentó con la tortuga y terminó por liberarla. Aplacó la rabia de Clay diciéndole que Kallorek los alimentaría como reyes una vez llegasen a la ciudad, y Clay comunicó la información a su estómago, que no había dejado de rugir. Por desgracia, su panza no se dejaba engañar tan fácilmente como su cabeza.

      Conthas tenía el mismo aspecto de circo abandonado que recordaba. No había rey, por lo que tampoco había ley. No contaba con guardias que aseguraran la paz ni desalentaran la violencia antes de que se fuera de madre. Tampoco había impuestos, por lo que no contaba con nadie que limpiase las alcantarillas ni adoquinara los caminos. Clay y Gabriel avanzaron entre chapoteos por lo que esperaban que fuese barro y cruzaron las amplias puertas abiertas de la ciudad, una ciudad que bien parecía un niño cuyos padres hubieran contratado a una prostituta como niñera y nunca hubieran vuelto.

      El camino principal recorría el desfiladero entre dos colinas. La ciudad crecía a ambos lados de él como moho, envuelta en un denso manto de humo gris. Clay vio arder varios fuegos descontrolados, pero no vio a nadie que pareciese preocupado, y eso que tenía muy claro que no habría bomberos dispuestos a apagarlos. Al norte se erigía la fortaleza cerrada de Conthas, una punta de flecha recortada contra el sol resplandeciente. En la colina meridional se estaba terminando de construir una especie de templo que aún estaba lleno de andamios.

      Se decía que la Ciudad Libre atraía a todo tipo de personas, pero lo cierto era que más bien llamaba la atención de todo tipo de personas de dudosa moralidad. Los aventureros que venían de todo Grandual a Conthas con la ilusión de apuntarse a una banda e ir de gira por toda la Tierra Salvaje veían sus sueños truncados de manera inevitable, como el reflejo en un espejo de mala calidad. O como si se rompieran dicho espejo contra la cabeza directamente.

      En ese lugar uno no podía levantar una piedra sin encontrar debajo un aventurero, un ladrón, un cazador de ladrones, un cazarrecompensas, un mago de la niebla, un bardo errante, un buhonero de monstruos, una bruja de la tormenta, un mercenario... Y también todos los que se aprovechaban de este tipo de personas, como armeros, quincalleros, prostitutas, arúspices o crupieres. Vendedores ambulantes de todo tipo se apiñaban en las entradas de los callejones, donde adictos a cualquier cosa con una sonrisa embobada en su rostro demacrado se encorvaban entre el barro con cuchillos en las manos y gubias ensangrentadas clavadas en el brazo. En cada esquina había un mercader que vendía espadas mágicas y armaduras impenetrables, o un alquimista que despachaba pociones para respirar bajo el agua o adquirir la invisibilidad. Clay hasta llegó a ver una con una etiqueta que rezaba: inmortalidad.

      —¿Cuánto cuesta esa? —preguntó a la anciana que la vendía.

      —Ciento una marcoronas —respondió la mujer—. Y no se puede devolver.

      Clay miró el vial con el ceño fruncido.

      —Parece agua y aceite.

      La mujer lo fulminó con la mirada hasta que se marchó.

      En la Calle de las Capillas pasaron junto a templos dedicados a la Santísima Tetranidad. Clay oyó gritos que surgían de las ventanas cerradas del austero refugio de la Reina del Invierno y gemidos de placer que venían de detrás de la cortina de seda del santuario de la Doncella de la Primavera. Había cola por fuera del templo de Vail el Hereje. Supuso que se trataba de granjeros que habían ido a rezar para tener una buena cosecha. Muchos llevaban terneros que no dejaban de retorcerse o corderos gimoteantes con los que pretendían realizar una ofrenda de sangre al Vástago del Otoño. Un hombre de gesto desesperado aferraba entre las manos un gato sarnoso. Al parecer, el animal había sido capaz de columbrar su destino, porque los brazos y la cara del granjero estaban cubiertos por una red de arañazos enrojecidos.

      Unos sacerdotes ataviados con las vestiduras rojas y doradas del Señor del Estío echaban a un vagabundo de las escaleras de su iglesia. El pobre despojo humano llevaba una túnica gris llena de mugre, y Clay casi se quedó sin aliento al ver las manos ennegrecidas del mendigo, una de las cuales había quedado reducida a poco más que un muñón.

      Un podrido. Hizo un mohín y fue incapaz de reprimir un estremecimiento. Aparte de los horrores más tangibles que acechaban en los ponzoñosos rincones de la Tierra Salvaje Primigenia, todo aquel que entrase en el bosque silvestre corría el riesgo de contagiarse con el Roce del Hereje, también conocido como la podredumbre. Empezaba con una mancha oscura en la piel, para luego endurecerse y formar una costra negra que se quedaba colgando del cuerpo como los percebes del casco de un navío. Era imposible arrancársela sin llevarse también un pedazo de carne y tampoco servía

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