Luz de luna en Manhattan. Sarah Morgan
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—No lo sé. ¿Tú crees que cuenta?
—Bailamos dos veces. Me gustó porque bailar implicaba que no tenía que hablar con él. Ya te he dicho que mi vida amorosa no es impresionante —Harriet miró a Glenys comer la tortilla, cada bocado más lento que el anterior. Sabía que, desde la muerte de Charlie, tenía que esforzarse por comer, por levantarse por la mañana y por vestirse—. ¿Tienes abrigo y guantes? Voy a sacar a Harvey a dar un paseo corto y tú te vienes conmigo. Sin discutir.
—Se supone que tienes que pasear a mi perro, no cuidar de mí.
—Me harías un favor. Es fácil hablar contigo y necesito compañía.
—Harriet Knight, eres una chica encantadora.
—No quiero ser una chica encantadora, quiero ser una cabrona.
Glenys se echó a reír.
—Eso suela fatal saliendo de tus labios.
—¿Qué quieres decir? El sábado pasado lancé un juramento malsonante cuando me caí y me torcí el tobillo. Lo dije alto y en público. Probablemente me oyeron hasta en Washington Square.
—Terrible, pero no es suficiente —Glenys sonrió con placidez y dejó el tenedor en el plato—. Si hubieras abrazado al doctor sexy y le hubieras dado un beso en la boca, eso sí habría mejorado tus credenciales de chica mala.
—Fliss me dijo lo mismo. ¿Estáis confabuladas? Te diré lo que le dije a ella. Me habría hecho detener por agresión —comentó Harriet. En realidad, sí que se había mostrado sorprendido por algunas de las cosas que había dicho ella. Como si esperara algo distinto.
Ella no podía ni imaginar lo que sería trabajar en Urgencias. En el poco tiempo que había pasado en la sala de espera, había oído a gente gritar insultos y varias personas estaban bebidas. Eso la había hecho sentirse incómoda. ¿Cómo tenía que ser lidiar con algo así día tras día? Era una de las cosas por las que le gustaba trabajar con perros. Siempre se alegraban mucho de verla. Nada mejor para levantar el ánimo que un perro moviendo la cola, nada que motivara tanto como un ladrido de alegría. El doctor E. Black no tenía eso cuando iba a trabajar. Harriet sospechaba que en su vida no había muchas colas moviéndose.
Observó a Glenys terminar la tortilla, deteniéndose en cada bocado. Luego preparó a Harvey para el paseo. Le puso su abriguito rojo, le colocó la correa y ayudó a Glenys a buscar su abrigo y sus guantes.
Era verdad que, si hubiera sacado a Harvey sola, habría terminado en la mitad de tiempo, pero, para ella, eso no era lo más importante de la vida.
Glenys necesitaba conservar su independencia y nadie más la iba a ayudar.
Caminaron despacio por la calle, admirando las decoraciones de los escaparates.
—Me encanta esta época del año —Harriet tomó el brazo de Glenys—. Es ruidosa y emocionante.
Glenys se concentraba en dónde ponía los pies.
—A mi edad, es solo un día más —dijo.
—¿Qué? No, no puedes pensar así. No te lo permitiré. Espero que le hayas escrito a Papá Noel.
—¿Trae caderas o maridos nuevos?
—Puede. Si no le escribes, nunca lo sabrás.
—Quizá debería probar citas en Internet.
—A mí no me ha funcionado, pero eso no significa que no te salga bien a ti. Hazlo, pero no me pidas ayuda con el perfil. Soy demasiado sincera. Tienes que hacerte pasar por una bailarina sexy de veinte años.
Glenys le apretó el brazo.
—La próxima vez te escribiré yo el perfil. Nada de niñita buena. ¿Cómo van tus aventuras? ¿Cuál era el reto de hoy? —preguntó.
Harriet le había contado su determinación de salir de su zona de confort.
—He llamado a una mujer que siempre es muy grosera conmigo —repuso Harriet, con cuidado de no dar nombres—. Normalmente habla Fliss con ella.
—Si es grosera, ¿por qué la mantienes como cliente?
—No he dicho que sea cliente.
—Tesoro, la vida es demasiado corta para aferrarse a amigos que son groseros contigo, así que tiene que ser cliente.
—Tiene dos perros y una gran red de amigos ricos. Fliss dice que no podemos permitirnos perderla —aunque si hubiera dependido de Harriet, habría prescindido de ella meses atrás. La vida también era demasiado corta para tener clientes groseros.
—¿Y dejáis que os diga cosas feas?
—No es que insulte ni nada de eso, es más bien una de esas personas que creen que nadie puede entender lo ajetreada y espantosa que es su vida. Así que le irrita que yo hable despacio. Pero tengo miedo de hablar deprisa por si tartamudeo —Harriet hizo una pausa mientras cruzaban una calle pequeña—. Me hace sentir pequeña. No en el sentido de bajita y atractiva, pequeña en el mal sentido. Me hace sentir incompetente, aunque sé que no lo soy. Me recuerda a la señora Dancer, mi profesora de cuarto curso.
—Asumo que eso no es bueno.
—Yo no hablaba mucho en clase, así que se cebaba conmigo. «Harriet Knight» —dijo la joven, imitando el sarcasmo de la señora Dancer—. «¿Debo asumir que tienes voz? Porque nos encantaría oírla».
—No entiendo por qué debería ser una desventaja no hablar continuamente —dijo Glenys.
Pero Harriet no la escuchaba. Miraba a un hombre apoyado en la pared al lado de un contenedor de basura. Miró sus hombros, hundidos contra el viento, y la expresión derrotada de su rostro.
—¿Billy? —comprobó que Glenys estaba firme sobre sus pies y cruzó hasta él—. Me ha parecido que eras tú. ¿Qué haces aquí? —se acuclilló y le puso una mano en el brazo.
—Intento no congelarme.
—Hace frío. Y esta noche será peor. ¿No puedes ir al albergue o a alguna parte? —Harriet metió la mano en el bolsillo y sacó dos barritas de cereales—. ¿Puedo comprarte un cacao caliente? ¿Té? —habló un rato con él y le llevó un té de un carrito de comida cercano.
Cuando por fin volvió con Glenys, esta tenía el ceño fruncido.
—¿Tu mamá no te enseñó a no hablar con desconocidos? —preguntó.
—Billy no es un desconocido. Lo veo siempre que paseo a Harvey. Era profesor universitario y luego tuvo un accidente y se hizo adicto a los analgésicos —respondió Harriet. ¿Sería por eso por lo que el doctor de Urgencias le había dicho que no le daría una receta? Seguramente sabía lo fácilmente que era hacerse adicto a ciertos analgésicos—. Perdió su trabajo y no pudo pagar sus facturas médicas.
—¿Cómo sabes todo eso?