Llegamos a Creer. Anonimo

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Llegamos a Creer - Anonimo

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dijo ella.

      “Me tiemblan las manos demasiado para marcar cualquier número. ¡Vete al diablo!”

      No puedo explicarme por qué no colgué. Me quedé sentado en el suelo con el teléfono pegado al oído. Las siguientes palabras que oí, fueron: “Buenas tardes. Alcohólicos Anónimos. ¿En qué podemos servirle?”

      Cuando llevaba cuatro meses sobrio en A.A., mi esposa y yo nos reconciliamos. Yo había dicho siempre que era culpa suya que yo bebiera tanto — oír a los niños llorar y a ella quejarse serían motivos suficientes para hacer que una persona bebiera. Pero, después de vivir juntos tres meses, me di cuenta de lo maravillosa que era como esposa y como madre. Por primera vez supe lo que significaba tenerle amor a ella, en vez de utilizarla.

      Yo siempre había tenido miedo de amar. Para mí, amar significaba perder. Creía que ese era el castigo que Dios me daba por los pecados que había cometido. Mi esposa se puso muy enferma y hubo que llevarla urgentemente al hospital. Tenía cáncer, me dijo finalmente el médico. Puede que no sobreviva la operación, me dijo él; y aun si lo hiciera, en pocas horas moriría.

      Me di la vuelta y corrí por el pasillo. Lo único que podía pensar era conseguirme una botella. Sabía que si salía por la puerta, eso era lo que iba a hacer. Pero un Poder superior a mí mismo hizo que me parara y gritara, “¡Por Dios, enfermera, llame a A.A.!”

      Me metí corriendo en los lavabos y me quedé allí llorando y suplicando a Dios que me llevara a mí en vez de a ella. De nuevo, el temor se apoderó de mí, y con lástima de mí mismo, dije: “¿Es esto lo que se me da por tratar de practicar esos malditos Pasos?”

      Levanté la mirada y vi el cuarto lleno de hombres que me estaban mirando. Me pareció que todos al mismo tiempo me estrechaban la mano y me dijeron su nombre. “Somos de A.A.”

      “Llora hasta que se te agoten las lágrimas”, dijo uno de ellos. “Te sentirás mejor. Y nosotros lo entendemos”.

      Les pregunté, “¿Por qué Dios me está haciendo esto? Me he esforzado tanto, y esa pobre mujer…”

      Uno de ellos me interrumpió y me dijo, “¿Cómo rezas?” Le dije que había pedido a Dios que no se la llevara a ella sino que me llevara a mí. Entonces él me dijo: “¿Por qué no le pides a Dios que te dé la fortaleza y el valor para aceptar Su voluntad? Di, ‘Hágase Tu voluntad, no la mía’”.

      Sí, esa fue la primera vez en mi vida que recé a Dios para que se hiciera Su voluntad. Al pensarlo, veo que siempre había pedido a Dios que hiciera las cosas a mi manera.

      Estaba sentado en el vestíbulo con los hombres de A.A. cuando se me acercaron dos cirujanos. Uno de ellos me preguntó, “¿Podemos hablar contigo en privado?”

      Me oí a mí mismo responder: “Cualquier cosa que tengan que decir, pueden decirla en presencia de ellos. Son de los míos”.

      Entonces dijo el médico, “Hemos hecho por ella todo lo que hemos podido. Aun está viva, y no podemos decir más”.

      Uno de los A.A. me puso el brazo en el hombro y me dijo: “¿Por qué no la pones al cuidado del mejor Cirujano de todos? Pídele que te dé el valor para aceptar”. Todos nos cogimos de la mano y rezamos juntos la Oración de la Serenidad.

      No sé cuánto tiempo pasó. Lo siguiente que oí fue a una enfermera decir mi nombre. Me dijo en tono suave, “Ahora puede pasar a ver a su esposa, pero sólo un par de minutos”.

      Al subir corriendo a la habitación, di gracias a Dios por esta oportunidad de decirle a mi esposa que la quería y me arrepentía de mi pasado. Creía que iba a ver a una mujer moribunda. Para mi sorpresa, mi esposa estaba sonriendo y con los ojos llenos de lágrimas de alegría. Intentó abrazarme y con voz débil, dijo: “No me dejaste sola para ir a emborracharte”.

      Esto ocurrió hace tres años y cuatro meses. Hoy todavía estamos juntos. Ella practica su programa, Al-Anon, y yo, el mío; y los dos vivimos en el día de hoy, un día a la vez.

      Dios respondió a mis súplicas, por medio de la gente de A.A.

      Huntington Beach, California

      DIOS ME ENCONTRÓ

      Creo que sería más exacto decir que Dios me encontró a mí y no que yo Lo encontré a Él. Era algo parecido a ver andar a un niño: se cae una y otra vez, pero es mejor no tratar de ayudarlo hasta que se da cuenta de que no puede hacerlo solo — y extiende la mano. Me había metido en una situación, en la que no tenía a quién recurrir; casi había llegado a la desesperación total. Entonces, y sólo entonces, le pedí sincera y sencillamente a Dios que me ayudara. Vino en mi ayuda instantáneamente, y pude sentir Su presencia, tal como la siento en este momento.

      Nashville, Tennessee

      UNA PEQUEÑA TARJETA BLANCA

      Cuando llegué a A.A. ya me había ordenado a mí misma de atea, era una agnóstica temporal y una antagonista de plena dedicación — antagonista con todo el mundo, con todo en general y con Dios en particular. (Supongo que esto se debía a mis tentativas de seguir con mi concepto infantil de Dios.) Nunca había existido una mujer más perpleja, confusa e impotente. Parece que para empezar había perdido la fe en mí misma, luego en los demás, y finalmente en Dios. Lo único que había de bueno en mi negativa a creer que yo tenía un Creador era que, sin duda alguna, le libraba a Dios de una responsabilidad embarazosa.

      Sin embargo, la noche que llamé a A.A., tuve una experiencia espiritual, aunque no me di cuenta hasta más tarde. Vinieron dos ángeles con un mensaje de auténtica esperanza y me hablaron de A.A. Mi padrino se rió cuando insistí en no haber rezado para pedir ayuda. Le dije que la única vez que había mencionado a Dios fue cuando, desesperada por no poder emborracharme ni ponerme sobria, grité, “Dios mío, ¿qué voy a hacer?”

      Mi padrino me respondió: “Creo que esa era una buena oración para ser la primera de una atea. Y además tuvo su respuesta”. Y así fue.

      En una condición más parecida al rigor mortis que a una grave resaca, me llevaron a mi primera reunión de A.A., en un pueblo a unas 65 millas del mío. En el camino, paramos en la casa de un miembro para hacerle una visita y allí vi por primera vez la Oración de la Serenidad, en una placa en la pared. ¡Qué gran impresión me hizo! Me dije a mí misma, “como de costumbre, me las he arreglado para meterme en un buen lío por mi forma de beber. Por amor del cielo, espero que esta oración no tenga nada que ver con A.A.” Y me esforcé por no mirar en esa dirección en toda la tarde.

      Poco podía imaginarme que, veinticuatro horas más tarde, la Oración de la Serenidad empezaría a ser mi compañera, mi esperanza y mi salvación durante cinco horrorosos días y noches.

      Esa tarde, después de llegar a la reunión cerrada de A.A., mi actitud empezó a cambiar a pesar de mí misma. Esa gente tenía algo que a mí me faltaba. ¡Y yo lo quería! (Más tarde descubrí que lo que tenían era un Poder que les impulsaba y les guiaba y la fuente de ese poder era un Dios amoroso tal como ellos Lo concebían.) Me recibieron como si yo hubiera llegado en respuesta a sus oraciones y realmente me querían allí. (Con el tiempo, la fe que esos A.A. tenían en mí me llevó a tener fe en ellos, luego, de nuevo en mí misma, y finalmente en Dios.)

      Una de las mujeres me dio una pequeña tarjeta blanca que llevaba impresa la Oración de la Serenidad. “¿Y qué pasa si yo no creo en Dios?” pregunté.

      Se

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