La Comedia de Dante. Dante Alighieri

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La Comedia de Dante - Dante Alighieri

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he de llevarte por lugar eterno,

      donde oirás el aullar desesperado,

      verás, dolientes, las antiguas sombras,

      gritando todas la segunda muerte.

      Me quedé mirándolo, perplejo. Luego, me armé de valor y le pregunté:

      —Maestro, ¿por qué hablas en rima?

      Ahora fue él quien bajó la cabeza, casi avergonzado.

      —Pues llevas razón, me pasa de vez en cuando; sobre todo, cuando me distraigo. Es que soy muy despistado, ¿sabes? Además, he pasado toda mi vida componiendo versos y de vez en cuando se me escapan las rimas sin darme cuenta.

      —¡Anda, como a mí! —exclamé, feliz.

      «Él también sufre de distracciones poéticas», pensé. Y, solo porque se pareciera tanto a mí, ya me cayó bien. De repente, me pareció mucho más accesible, más simpático y humano.

      Pero a mí me seguían preocupando dos cosas. La primera, que entre que me distraje yo y luego él, al final, allí seguíamos. No habíamos logrado escapar. Él, por su parte, ya estaba muerto, así que no le iba a afectar nada de lo que sucedería porque no se puede morir dos veces. Lo mío, en cambio, era otro cantar.

      Y luego estaban las palabras que Virgilio había pronunciado en verso. ¿Qué querían decir? Me había pedido que lo siguiera, luego había mencionado un lugar eterno, repleto de espíritus y no se qué gritos sobre una segunda muerte. ¿Adónde quería llegar a parar? ¡Tal y como lo pintó, aquel lugar parecía el Infierno!

      —No quiero entretenerte más de la cuenta —dije con toda la amabilidad del mundo—. Con que me ayudes a salir de esta selva, me basta. Necesito encontrar el camino exacto para volver a mi hogar, en Florencia.

      —Para eso he venido, ya te lo he dicho. Eso sí: ¡me temo que solo se puede salir por un sitio!

      —¿Por qué dices «me temo»?

      —Porque es muy largo...

      —Bueno, tampoco pasa nada. No me importa un kilómetro más o uno menos.

      —Creo que no me he explicado bien. Como no puedes subir la colina porque la loba se interpone en tu camino, solo te queda atravesar el mundo de los muertos.

      Estuve a punto de decir que tampoco me daban miedo los cementerios, pero menos mal que no abrí la boca, porque Virgilio, que me había leído el pensamiento, añadió:

      —¡Y no me refiero al cementerio, sino al Infierno, al Purgatorio y al Paraíso! De momento, vayamos a lo primero.

      —Disculpa, maestro, pero... ¿¡adónde!?

      —Al Infierno. No te apures, no queda lejos.

      Entonces se volvió y empezó a caminar a paso tranquilo, como si me acabara de invitar a su casa para charlar un rato. Vamos, que me había salvado de las fieras, pero no me libraba de un encuentro con Satanás.

      La puerta del Infierno

      El sol se estaba poniendo y las sombras del atardecer me hicieron sentir de todo menos seguro. ¡Virgilio había dicho que nos dirigíamos hacia el Infierno! Y seguro que luego querrá que hagamos una visita al Purgatorio y otra al Paraíso, lo veo venir. Claro, como para él pasar de un mundo a otro era como darse un paseo fuera de las murallas de la ciudad para respirar un poco de aire puro... ¡Nada, nada! Tenía que creerle. A estas alturas, ya se había acostumbrado al mundo de los muertos.

      Sin embargo, yo no dejaba de darle vueltas a una pregunta: si al Infierno, al Purgatorio y al Paraíso se llega cuando uno muere y nadie puede entrar antes, ¿por qué a mí se me permitía visitar los reinos de ultratumba en vida? ¿Por qué se me reservaban tantos honores?

      —No puedo responderte a esa pregunta —me dijo Virgilio.

      Me quedé mirándolo, perplejo.

      —¿A cuál?

      —A la que no deja de rondarte la mente, la de por qué se te ha reservado el honor de entrar en los reinos de ultratumba antes de tiempo.

      Negué con la cabeza. No entendía nada.

      —Maestro, ¡yo no te he preguntado nada!

      —¡Pero lo has pensado!

      —¿Cómo lo sabes?

      —¡Porque puedo leerte el pensamiento!

      Me entraron escalofríos. O sea, que iba a descender a los reinos de ultratumba acompañado de un espíritu que me leía el pensamiento. Si a eso le añadimos que Virgilio tampoco podía desvelarme el objetivo de mi viaje, os podréis imaginar el panorama.

      —Disculpa mi atrevimiento, pero... ¿de verdad no puedes decirme la razón de este viaje tan extraño? ¿A qué viene tanto secreto?

      Virgilio negó con la cabeza.

      —Lo siento, pero no. Aunque prometo que te lo revelaré más adelante. Ahora tenemos que irnos, que se nos hace tarde.

      Se puso en marcha y yo le seguí, pero muy poco convencido.

      ***

      Llegados a este punto, creo que ha llegado el momento de que os hable un poco sobre mí. Me perdí en la selva oscura la noche del jueves 7 de abril del año 1300, y me encontré a Virgilio el viernes por la mañana. Dos días más tarde sería el domingo de Pascua.

      Yo no pasaba por mi mejor momento. De hecho, si os digo la verdad, estaba pasando por una crisis bastante grande. No lograba pegar ojo por las noches, las pasaba en vela y se me hacían eternas. ¿Que qué me atormentaba? Pues muchas cosas...

      Hasta aquel momento, mi vida había sido un completo desastre. Me había enamorado de Beatriz, que solo tenía nueve años, e intenté volver a verla de todas las formas posibles, pero solo lo conseguí nueve años después y en una iglesia, lo que intensificó aún más mi amor por ella, y estoy seguro de que me correspondía...

      Pero nuestro amor atrajo todas las miradas, porque en mis tiempos, una muchacha joven no podía verse con un chico, ni tampoco uno se podía casar con quien amara. De hecho, Beatriz ya estaba casada; su familia la obligó a casarse con un tal Simone dei Bardi, y ella murió pocos años después. Yo, por mi parte, me había casado con Gemma Donati por expreso deseo de mi padre, y ella también había muerto.

      Tras el estrepitoso fracaso de mi vida sentimental, me metí en política, un campo que siempre me había apasionado. No se me dio nada mal y ocupé altos cargos de gobierno en el municipio de mi ciudad, Florencia. Llegué a prior, una especie de ministro, para que nos entendamos. Mi partido, el de los güelfos, había ganado al de los gibelinos, pero no mediante unas elecciones populares, ¡no, señor!, sino mediante guerras, traiciones y terribles desencuentros. Y tanto esfuerzo para nada, porque los güelfos, pese a ser los patrones de la ciudad, comenzaron a disentir entre ellos y se dividieron en dos facciones: la blanca y la negra.

      Sé que es normal que un partido se divida (ocurrió en el pasado y, probablemente, también ocurra en los siglos venideros), pero,

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