La Comedia de Dante. Dante Alighieri

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La Comedia de Dante - Dante Alighieri

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hablar, me pareció que había llegado el fin del mundo: la tierra tembló, se levantó un viento huracanado y un relámpago cegador iluminó por completo aquella atmósfera oscura. Primero sentí un escalofrío, después una especie de remolino en la cabeza. Las piernas, que de repente me temblaban como un flan, me fallaron, y entonces perdí el conocimiento.

      ***

      Desperté al escuchar un trueno tan violento que me estremecí de pies a cabeza. Aunque prefería seguir durmiendo, me levanté y miré a mi alrededor. Ya no estaba en la orilla del río Aqueronte. ¿Dónde había aparecido? ¿Cómo había llegado hasta allí?

      Jamás hallé respuesta para la segunda pregunta, pero en cuanto a la primera, constaté que me hallaba al borde del abismo; es decir: del Infierno tal y como lo conocemos. Me sorprendió ver que allí los espíritus no se lamentaban ni eran castigados, sino que vagaban sin ningún objetivo concreto, sin molestar a nadie y sin que los atormentaran. Hasta parecían aburridos.

      Virgilio, que, por supuesto, me había leído la mente, me explicó:

      —Estamos en el primer círculo del Infierno, en el Limbo. Aquí habitan los espíritus de aquellos que no pecaron, pero a los que nunca bautizaron porque vivieron antes de Jesucristo, o bien porque son bebés y murieron antes de recibir el bautismo. Como te he dicho, ellos no han cometido ningún pecado; su único sufrimiento es no poder ver a Dios.

      En el Limbo vimos a personajes conocidos, como el gran poeta Homero, y también a poetas latinos, como Ovidio, Horacio o Lucano, pero lo que más me sorprendió fue un hermoso e iluminado castillo, el único rincón del Infierno en el que brillaba la luz, donde residían los grandes héroes y filósofos de la Antigüedad. Allí, en el Limbo, casi olvidé que me hallaba en el Infierno, donde se infligían tormentos inimaginables.

      —Vamos —me apremió Virgilio—. Nos queda un largo viaje por recorrer. Ahora vamos a descender al resto de los círculos, que cada vez se irán estrechando más. ¡Verás que el Infierno es tan profundo que termina en el centro de la Tierra!

      Así, descendimos un nivel y nos adentramos en el segundo círculo. No había puesto ni un pie allí cuando me topé con el demonio Minos, un monstruo horrible con cabeza de toro y cuerpo de humano, pezuñas en lugar de pies y una cola de vaca larguísima. Frente a él, los espíritus de los condenados formaban una fila y esperaban su turno para confesar todos sus pecados.

      Era como una especie de examen: Minos llevaba a cabo un interrogatorio, y los condenados debían responder y enumerar sus pecados con orden y precisión. El demonio, para dárselas de profesor serio y estricto, gruñía de rabia y se dirigía así a los condenados:

      —¡Venga, empieza! Y no te trabes...

      Cuanto peores eran los pecados que confesaban, más se alegraba Minos; de hecho, mostraba una profunda antipatía hacia los que se limitaban a pecados más leves.

      —He robado, he estafado, he engañado... —comenzó uno de los condenados. Y entonces se explayó, detalló todos los robos y todas las estafas, y las exaltaba como si se trataran de hazañas heroicas.

      —¡Magnífico! ¡Qué bien! —exclamó Minos. Después, hizo alguna que otra pregunta más y finalmente concluyó—: Como premio, te mando de patitas al octavo círculo, donde habitan los ladrones.

      El diablillo se puso más contento que unas castañuelas, dio ocho vueltas a la cola y, de buenas a primeras, arrojó al espíritu, que gritaba de puro terror, por el abismo.

      —¡Siguiente!

      Ahora le tocaba a un hombrecillo huesudo.

      —He sido un avaro terrible. En mi casa se comía poco y mal para ahorrar, y dormíamos con sábanas remendadas con parches. Todos los miembros de mi familia eran tan delgados que los obesos de la ciudad se morían de envidia. Yo, sin embargo, me morí de pena al descubrir que mi hijo pequeño estaba despilfarrando mi dinero. Espero no volver a ver a ese desgraciado nunca más...

      —¡Ya te digo yo que sí! Los avaros y los pródigos conviven en el cuarto círculo del Infierno.

      Sin mediar más palabra, Minos se enrolló la cola cuatro veces y, al igual que con el anterior, lo arrojó al abismo, al cuarto círculo.

      —¡Siguiente!

      Cuando me tocó a mí, Minos me miró fijamente, sacudió la enorme y cornuda cabeza y bramó:

      —¿¡Qué!? ¿¡Sigues vivo!? ¿Qué haces tú aquí? El Infierno tiene forma de embudo y, como ahora ves la parte más ancha, te impresiona, pero te lo advierto: cuanto más desciendas, más se estrechará y más empeorarán los castigos. No sé si has venido solo o si te han enviado, pero te doy un consejo: ¡vigila cómo entras y de quién te fías!

      Y Virgilio, para evitar más discusiones, le replicó:

      ¿Por qué le gritas tanto?

      No le entorpezcas su fatal camino;

      así se quiso allí donde se puede

      lo que se quiere, y más no me preguntes.

      Francesca de Rímini

      —Maestro...

      —Dime.

      —Me gustaría...

      —¿Por qué no hablas claro?

      —Maestro... Es que verás, el hecho de que me puedas leer la mente me bloquea de vez en cuando...

      —¿Por qué?

      —Porque... ¿de qué sirve hablar entonces si me lees la mente y te antepones a lo que voy a decir?

      —Entiendo tu postura, pero no por ello debes dejar de hablar. Es importante que te expreses.

      —También me ocurre algo más: de vez en cuando, se me pasan por la cabeza ideas que pienso que no te gustarán y entonces no sé qué hacer, porque si las digo, temo ofenderte, y si me las callo, lo mismo me consideras un hipócrita...

      Habíamos llegado al segundo círculo del Infierno, donde cumplían condena los lujuriosos; es decir, los que caían en las pasiones del amor. Aquí, se condena a dichos espíritus, que en vida perdieron la razón y se dejaron llevar por todo tipo de sentimientos profundos, a que los azote continuamente una terrible tempestad infernal. Los contemplé: salían volando por los aires como bandadas de pájaros arrastradas por el viento, y cuando el torbellino los envolvía, gritaban más fuerte y maldecían del dolor. El ambiente del Infierno era oscuro y recargado, y también el horizonte se veía negro, como cuando un temporal arrasa la Tierra. Aun así, en el aire que nos rodeaba me parecía ver una especie de velo rosa que daba un toque de dulzura y ligereza al paisaje.

      —Perdóname, maestro. ¡Estoy confuso y digo tonterías!

      —¡No te preocupes, no hay nada que perdonar! Y no dudes en expresar tus deseos. Entiendo que quieras ser educado, pero te aseguro que mi intención es ayudarte todo lo posible.

      Tenía un estado de ánimo muy particular, sentí que el afecto enardecía mi espíritu hasta tal punto que me preocupaba. Virgilio me infundía respeto, pero no tenía ninguna necesidad de mostrarme especialmente cariñoso con él. Me percaté de que él también estaba un poco sensible,

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