La Comedia de Dante. Dante Alighieri

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La Comedia de Dante - Dante Alighieri

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el mundo de ellos,

      compasión y justicia les desdeña;

      de ellos no hablemos, sino mira y pasa.

      Pues sí, Virgilio tenía razón: como aquellos condenados no esperaban morir, envidiaban a los que habían recibido penas más duras que ellos. Aunque no merecían mucha atención, les eché un vistazo y me fijé en que corrían detrás de un extraño estandarte.

      De primeras me resultó curioso que justo ellos, que nunca habían querido identificarse con ningún grupo ni con ninguna bandera, ahora se desvivieran por perseguir un símbolo, pero enseguida me di cuenta de que la tarea era más complicada de lo que parecía, porque les ocurría algo muy repugnante que les dificultaba correr: aquellos espíritus iban completamente desnudos y una nube de avispas, tábanos y moscas los aguijoneaban por la cara y el cuerpo. Los pobrecillos intentaban apartar y aplastar los insectos con las manos, pero no lograban quitárselos de encima. De las picaduras brotaban ríos de sangre que se mezclaban con las lágrimas y el sudor y les caían hasta los pies... Uf, se me está revolviendo el estómago solo de recordarlo. ¡Encima había unos gusanos asquerosos, negros, blancos y amarillentos, que les mordían los pies para succionar la sangre o se abalanzaban sobre las gotas que caían al suelo!

      Preferí mirar hacia otro lado, y entonces vi a un montón de gente a la orilla de un río.

      —¿Quiénes son esos? —pregunté.

      —No te preocupes. Pase lo que pase, tranquilízate y confía en mí. Este es el río Aqueronte y, si prestas atención, comprenderás al instante lo que sucede.

      Vamos, en resumen: que dejara de hacer preguntas y me fijara bien. Pensé que Virgilio se estaba cansando de mis preguntas y de dar explicaciones, pero no podía evitarlo. ¡La curiosidad siempre ha sido una de mis debilidades!

      Nos acercamos a la orilla del río.

      Y he aquí que viene en bote hacia nosotros

      un viejo cano de cabello antiguo,

      gritando: «¡Ay de vosotras, almas pravas!

      No esperéis nunca contemplar el cielo;

      vengo a llevaros hasta la otra orilla,

      a la eterna tiniebla, al hielo, al fuego».

      Y entonces, de repente, apareció una barca que surcaba aquellas aguas cenagosas. Un anciano con barba, cabellos largos y canosos y manchas de hollín incrustadas comenzó a gritar mientras agitaba amenazadoramente uno de los remos.

      —¡Ay de vosotras, almas malvadas! ¿A qué viene tanta prisa por cruzar el río? ¿Qué pensáis, que veréis el Paraíso? Vengo para llevaros al Infierno, donde permaneceréis toda la eternidad sumidos en la oscuridad eterna, en el hielo y el fuego.

      «Pase lo que pase, tranquilízate», me dijo Virgilio, así que le hice caso. Miré hacia otro lado con indiferencia, como si aquello no tuviera nada que ver conmigo, pero el anciano me miró perplejo y gritó aún más fuerte:

      —¿¡Tú!? ¿Qué haces tú aquí? ¡Largo! ¡Estás vivo y no debes mezclarte con los muertos!

      Me puse a mirar la punta de mis zapatos y a silbar una alegre tonada florentina, pero el anciano insistía:

      —¿Te haces el sordo o qué? ¡Te he dicho que te apartes!

      Yo me rasqué la oreja, fingí distracción y miré hacia arriba.

      —Conque no me escuchas, ¿eh? —insistió—. Pues ya te puedes buscar otra barca para cruzar el río, porque aquí solo se montan los condenados. ¡Apártate y deja que salgan o te doy con el remo en la cabeza!

      Ya iba a frotarme también la nariz cuando empecé a sospechar que quizá Virgilio se había despistado y por eso tardaba en intervenir. Si seguía dando vueltas y más vueltas, el anciano me iba a terminar dando con el remo en la cabeza. ¿Y después qué? Como si lo viera. Virgilio me diría: «¡Venga, vámonos! Hazle caso si no quieres que te abra la cabeza con el remo».

      Así que decidí obedecer y apartarme, pero en ese momento Virgilio me detuvo, se giró hacia el anciano y gritó, decidido:

      ¡Caronte, no te irrites!

      Así se quiere allí donde se puede

      lo que se quiere, ¡y más no me preguntes!

      Me alegró tanto que Virgilio hablara por fin que me entraron ganas de gritarle: «¡Bravo, maestro! ¡Le has dejado las cosas bien claritas!», pero al final me callé para no provocar malentendidos. Además, mi maestro había vuelto a hablar en rima, pero esta vez no le tiré de la túnica. Seguro que se había emocionado tanto que se había vuelto a expresar de su forma preferida.

      Yo empezaba ya a atar cabos. Aquel viejo demoníaco se llamaba Caronte, y Virgilio le había dicho que mi viaje era voluntad del que todo lo puede; es decir, del Cielo, de Dios. ¡Así que él, que no era más que un demonio, tenía que quedarse calladito y hacer caso!

      Efectivamente, Caronte no replicó y acató la orden, pero se había enfadado tanto que empezó a torturar a las pobres almas para pagarlo con ellas. ¡Golpeaba a los que se demoraban y daba patadas e insultaba a los que se adelantaban a los demás! Los condenados temblaban de miedo, lloraban, gritaban que ojalá no hubieran nacido. Caronte los transportaba a través del río cenagoso y, antes de que la barca (que iba sobrecargada) llegara al otro lado, ya había un nuevo grupo esperando.

      —Vienen de todos los rincones del mundo —me explicó Virgilio—. Europa, Asia, África, América...

      —¿Qué es América, maestro?

      A Virgilio le cambió la cara. Primero se puso pálido, y luego verdoso. ¿Qué le pasaba?

      —Oye, Dante —explicó por fin—. Me he distraído y me he metido en un buen lío: te he revelado la existencia de un continente que aún no se ha descubierto y...

      —¡¿Un continente?! —exclamé. ¡Qué maravilla!

      —Sí, un continente. ¡Lo llamarán América!

      —¿Y cómo puedes saber eso, maestro? —pregunté, estupefacto.

      —¡Porque los muertos podemos ver el futuro!

      —¡Anda!

      —Pero prométeme algo, por favor: ¡cuando regreses a la Tierra, ni una palabra de lo que te he dicho! Como a alguien le dé por descubrir América antes de tiempo, se puede formar una buena.

      —¡Entendido! No te preocupes, maestro, te lo prometo. ¡Habla con libertad, no le contaré a nadie lo que me reveles del futuro!

      Lo decía con el corazón en la mano. Además, ni siquiera me creía del todo lo que había dicho sobre América, así que... ¿qué más daba? Seguro que se refería a alguna isla perdida y despoblada en mitad del océano cuyo descubrimiento no tendría ninguna relevancia para el mundo.

      Virgilio, que además de ver el futuro me leía la mente, me creyó y retomó su discurso.

      —Los espíritus provienen de todos los continentes del mundo. Son las ánimas negras,

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