La Comedia de Dante. Dante Alighieri

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу La Comedia de Dante - Dante Alighieri страница 4

La Comedia de Dante - Dante Alighieri

Скачать книгу

verdad es que nadie sabía cómo acabaría aquello.

      Corrían tiempos difíciles, para qué nos vamos a engañar. Además, a cierta edad, uno hace balance de su propia vida, y cuando pienso en la mía, siento que he fracasado en todos los aspectos, tanto en mi carrera política como en mi vida personal. Solo me quedaba la poesía.

      La verdad es que, como poeta, destacaba bastante. Mis maestros y mis amigos decían que me desenvolvía muy bien con los versos. Sin embargo, en aquel momento me sentía tan decaído que hasta me costaba escribir.

      Y ahora, de repente, se me aparecía Virgilio y me decía que nos íbamos al Infierno. No me soltaba de la mano, como para infundirme valor. Pensé que, si podía leerme el pensamiento, también notaría que estaba muerto de miedo, y no me gustaba nada la idea.

      Atravesamos la selva y salimos a un claro donde había una puerta con una inscripción en el dintel. Las letras eran de color oscuro, como si las hubieran grabado a fuego. Comencé a leerlas:

      Por mí se va hasta la ciudad doliente,

      por mí se va al eterno sufrimiento,

      por mí se va a la gente condenada.

      Pues vaya cómo lo pintaban, ¡empezábamos bien! Aquella era la puerta que daba al Infierno, sin duda alguna. Pero la inscripción no terminaba ahí, sino que continuaba con una explicación muy complicada, donde se indicaba que aquel lugar había sido creado por Dios en un primer momento, al igual que todo lo que existe.

      La justicia movió a mi Alto Arquitecto.

      Hízome la Divina Potestad,

      el saber sumo y el amor primero.

      Antes de mí no fue cosa creada

      sino lo eterno y duro eternamente.

      «Dejad, los que aquí entráis, toda esperanza».

      ¡Ese final no me dejaba muy tranquilo, qué queréis que os diga! Con lo educado que habría quedado un simple «Bienvenidos», ¡como pone sobre las puertas de todas las ciudades civilizadas! Un lugar precioso, vaya. No invitaba mucho a entrar que digamos.

      Virgilio, para animarme, añadió:

      Debes aquí dejar todo recelo;

      debes dar muerte aquí a tu cobardía.

      Hemos llegado al sitio que te he dicho

      en que verás las gentes doloridas,

      que perdieron el bien del intelecto.

      —Maestro... —lo interrumpí, tirándole de la túnica. Quería recordarle que dejara de hablar en verso, y, además, prefería que cambiara de tema.

      Funcionó. Virgilio se dio un golpecito en la frente, como diciendo: «¡Qué despistado soy!», y se quedó en silencio.

      —¿De verdad que no hay otro camino para salir de la selva? —murmuré—. ¿Por qué hemos de pasar por aquí sí o sí? Lo pregunto más que nada porque, si por casualidad hubiera algún atajo más... normalito, pues mejor darse la vuelta, ¿no?

      Virgilio me tiró del brazo como si yo no hubiera comentado nada, o más bien como si le hubiera dicho: «¡Qué contento estoy de entrar en el Infierno!». No quería resistirme mucho ni oponerme a los deseos de mi maestro, pero dadas las circunstancias, tampoco me apetecía mucho obedecer, así que, en vez de seguirlo, me dejé arrastrar.

      Mientras tanto, pensaba en lo que me dijo antes Virgilio, lo de que, para salir de la selva, debía atravesar el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso. ¡Menuda exageración! ¿No podía limitarse a acompañarme hasta encontrar el camino que había perdido de vista? ¡Cómo no se me ocurrió preguntarle antes! ¡Si me hacía ese favor, seguro que sabría regresar a casa solo!

      —Maestro —comencé, tanteando un poco el terreno—. ¿No podrías contarme el secretillo y explicarme por qué se me ha concedido, eh..., el honor de entrar aquí? Porque verás, si uno se para a pensarlo, yo lo que quiero es encontrar una salida, no una entrada...

      Virgilio me soltó el brazo. ¡Menos mal, porque se me estaba quedando dormido!

      —Está bien —aceptó, y se resignó con un suspiro—. Verás: tu viaje es voluntad del Cielo. La Virgen María, que se compadece de los cristianos que se hallan en dificultades, te vio en la selva y se apiadó de ti. Entonces habló con santa Lucía para que te concediera la gracia de iluminarte, y ella, a su vez, apeló a Beatriz, que acudió a mí y me pidió que te ayudara a salir de allí. Yo te acompañaré solo un tramo; después, la propia Beatriz se encargará de ti. Ella te guiará en tu viaje...

      A ver si lo había entendido bien: primero se había preocupado por mí la Virgen; luego, santa Lucía; luego, Beatriz y, finalmente, Virgilio. Entonces en el otro mundo se seguía una jerarquía, como en la vida militar o en las administraciones públicas. Cualquiera, en mi lugar, se habría sentido en la gloria con tantos honores, pero mira por dónde: ¡me hallaba a las puertas del Infierno!

      —Bueno, vale —respondí, poco convencido—. ¿Pero por qué tengo que atravesar el reino de ultratumba? Algún objetivo tendrá este viaje...

      —¡Pues claro!

      —¿Cuál?

      Virgilio suspiró, como si quisiera contarme algo que no podía decir.

      —Ya te he contado lo que pasa y por qué estamos aquí. La razón de tu viaje es un misterio aún mayor, y de verdad que no puedo contártelo. ¡Lo sabrás a su debido tiempo!

      Comprendí que era inútil insistir. Eso sí, me quedé con un aspecto concreto de la historia: ¡volvería a ver a Beatriz! ¡Dios mío, cuánto me alegraba saberlo! ¡Casi me habían entrado ganas de emprender el viaje y todo! Me cambió el humor de repente.

      —¡Vamos! —apremié a Virgilio.

      Le tiré de la manga para que se apresurara. Un instante después, nos adentrábamos en el Infierno.

      De Caronte a Minos

      Allí resonaban lamentos, gritos y blasfemias terribles; después, unos profundos gemidos, como si, después de tanto lamentarse, se resignaran a sucumbir al dolor. Reinaba una atmósfera oscura, grave y maloliente. Cuando la vista se me acostumbró a la negrura, comencé a distinguir lo que había allí..., y lo que vi me dejó sin respiración. Nunca pensé que encontraría tanta gente.

      —Maestro —le pregunté a Virgilio—. ¿Quiénes son?

      —Los cobardes, los espíritus de los que en vida jamás aceptaron compromisos ni responsabilidades porque anteponían sus intereses personales.

      —Los que van a lo suyo, entonces. ¿Pero qué pecado han cometido?

      Virgilio sacudió la cabeza.

      —No han cometido ningún pecado, pero pasaron por la vida sin pena ni gloria. Por eso llevan meses aquí, en el Anteinfierno: ni reciben la misericordia de Dios para perdonarlos, ni la condena del demonio...

      No tienen estos de muerte esperanza,

      y

Скачать книгу