Nínive. Henrietta Rose-Innes
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Nínive - Henrietta Rose-Innes страница 13
–¿En serio?
–Pareces sorprendida. ¿Sabes? He hecho mi pequeña parte por él a lo largo de los años.
–Sí, lo sé.
–He hecho más de lo que me correspondía –la voz de Alma comienza a elevarse.
La voz cotidiana de Alma es distante; siempre amenaza con titilar y apagarse por cansancio o falta de interés. Una voz desidiosa. Sonaba de ese modo desde la infancia. Sin embargo, cuando Alma se exalta, sube su registro vocal y se asemeja a una niña a punto de estallar en llanto: una niña indignada, atónita ante la vehemencia de sus propios sentimientos. Katya jamás ha visto sollozar a su hermana –sólo en una ocasión la vio casi aullando de dolor– y no puede tolerar siquiera imaginarlo.
–En cualquier caso, resulta escalofriante –espeta Katya–. Estar en sus zapatos, como quien dice.
–Bah. Te viene bien trabajar en el mismo negocio asqueroso.
–No es el mismo negocio.
–Ja, ja, reubicación y no exterminación. Ya lo he oído. Hazme un favor, ¿sí? Piensa en lo que le pasó a mamá. En lo que ese negocio le provocó.
Katya calla. No consigue formular la cruda interrogante: ¿qué le pasó, en efecto, a mamá? El desvanecimiento de Sylvie siempre fue descabellado en exceso, demasiado preponderante para abordarlo como si se tratara de un episodio más. Cierto día, cuando Katya tenía tres años, Sylvie arribó a un hospital y nunca regresó. Katya sabe que eso significa que murió, pero jamás se tocó el tema. Sin duda hubo un accidente, algo que supuso una mutilación, algo tan traumático que en un instante desterraron a Sylvie de la vida de sus hijas y no logró reaparecer. No hay escasez de posibilidades. Cualquier día, en compañía de Len –en especial un Len más joven, en el apogeo de sus caóticos poderes–, pudo haber ocurrido un deceso truculento.
Pero fue imposible preguntarle a su padre por Sylvie y, en el presente, un orgullo inescrutable le impide indagar el asunto con Alma. De cualquier forma, siempre comprendió que la pérdida de Sylvie le pertenecía fundamentalmente a Alma. En lo que concierne a su madre, Katya no posee ninguna autoridad. Alma le lleva tres años, tres años más de existencia con mamá. Así ha sido y así será. Katya sólo atesora sombras: recuerdos de una silueta desplazándose en alguna cocina, bajo una luz amarillenta; un sabor en la boca. Tales espectros no son prueba de nada, y tampoco armas para desenfundar en una discusión.
De manera que Katya sólo anuncia:
–Le diré a Tobes que te llame.
Alma emite un chasquido con la lengua y cuelga el teléfono. Katya no está segura de lo que eso significa. No sabe si su hermana truncó la conversación o si fue al revés.
Por encima de su cabeza el estaño rechina, mientras Toby da pasos firmes en el techo. Katya experimenta el estrépito en su propia dentadura. Muerde el tejido de la cicatriz que tiene en el pulgar. El pulgar continúa desgarrándose cada vez que fuerza la puerta de la cochera. Ese es el motivo por el cual Katya y Alma hablan poco. Sus charlas tienden a retorcerse sobre sí mismas y a morder como serpientes.
Frente a ella, sobre la mesa de la cocina, se encuentra el dossier de Zintle. Lo arrastra y abre la envoltura de la carpeta archivadora. En el interior hay un fajo de papeles engrapados: un folleto publicitario, números telefónicos, mapas, direcciones. También la fotocopia de un recorte de prensa. Katya distribuye los papeles sobre la mesa. La nota periodística, con fecha de junio del año pasado, aborda el fenómeno de un enjambre de insectos que proliferó en la península del sur. El texto no brinda mucha información: los jardines de alguna gente padecieron el ataque y un par de automovilistas se quejaron de tener que dar frenazos ante un aluvión de esos bichos atravesando la carretera. Un niño pequeño sufrió una mordedura en la mejilla. La embestida terminó en menos de una semana. Cierto zoólogo de la Universidad de Ciudad del Cabo concedió una entrevista y enfatizó que se trataba de un incidente natural; no había razones para alarmarse. Este escarabajo en particular, una “especie de la familia de los cerambícidos metálicos”, configura enjambres cada pocos años, a intervalos impredecibles, aunque en tiempos recientes quizá lo haya hecho de modo más flagrante que antes. No existe peligro alguno –afirmó–, pero los individuos inexpertos no deben intentar cazar a las criaturas, “aun cuando sean especímenes atractivos”.
Una borrosa fotografía en blanco y negro exhibe un único e insípido escarabajo en el fondo de un matraz de laboratorio.
El folleto publicitario es mucho más sugestivo. La portada muestra una representación artística de un destellante edificio de marfil, escalonado y rodeado, en la base, de césped de estilo impresionista. El cielo es exultante; las nubes, pinceladas exquisitas. Hay una línea azul oscuro en el horizonte: ¿el mar? “Nínive le da la bienvenida”, se lee en letras cursivas engalanadas. No reconoce la dirección, que incluye el nombre de un suburbio ignoto. Tendrá que investigarlo.
Apoya la imagen contra la tetera: un fragmento de color en el margen de su monótona cocina. Tiene el aroma de un lugar lejano, en otro país, que no pertenece al aquí o al ahora. Desearía encogerse, reducir su tamaño y descansar en una de esas terrazas en miniatura, disfrutar los rayos de un sol pequeño pero potente o, mejor aún, escabullirse en alguna habitación diminuta e inmaculada y cerrar la puerta tras de sí.
Es hora de empezar a escribir en un nuevo cuaderno. Elige uno flamante del cúmulo que se apila en el cajón inferior del casillero para guardar archivos. Se trata de un fino artículo de papelería, confeccionado a la vieja usanza, formato A5, con tapas duras color negro y lomo de tela roja. En los cajones medios y superiores del casillero conserva los cuadernos antiguos, repletos de apuntes de trabajo. Los agota con asombrosa rapidez: comienza uno nuevo cada tres o cuatro meses. En realidad no comprende para qué los preserva. Quizá algún día escriba sus memorias: Una vida entre plagas.
Len jamás garabateó una sola nota; la totalidad de las historias que protagonizó estaba en su mente. Pero a Katya le gusta hacerlo. Elaborar registros es una manera de mantener las cosas en orden.
Toma el lápiz que suele utilizar para esta faena –los lápices son mucho más prácticos que los bolígrafos cuando se trata de trabajar en el lugar de los hechos– y traza un encabezado pulcro: “NÍNIVE”.
Katya negocia sus honorarios con Zintle a fin de emprender una excursión de reconocimiento en Nínive. El señor Brand, al parecer, espera que ella se hospede dentro de la propiedad, en las “dependencias destinadas a los conserjes”. Normalmente, Katya no accedería, pero dada la magnitud del proyecto –y el generoso pago prometido–, decide hacer una excepción. Un par de jornadas deberá bastar para evaluar el tipo de procedimiento que aplicará.
Un día antes de la travesía, Katya empaca su equipaje. Se para sobre una silla para extraer la maleta de la parte superior del armario que se alza en su dormitorio. Han pasado siglos desde la última vez que viajó a algún lado, y ese vejestorio monumental está enterrado bajo un montículo de mantas de reserva y pedazos de una silla rota. La maleta es una de las pocas cosas que Len le dio alguna vez o, mejor dicho, que dejó a su paso.
Por aquel entonces, Katya tenía veinte años. Trabajó con su padre como auxiliar de tiempo completo, durante tres o cuatro años, después de abandonar la escuela. Se alojaban en un hotel de Durban verdaderamente calamitoso (con un retrete cascado, que goteaba, y materia reseca –acaso sangre–