Nínive. Henrietta Rose-Innes

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Nínive - Henrietta Rose-Innes

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mañana, días más tarde, mientras Katya se frota el pelo después del baño y observa a Derek por la ventana del piso superior. Derek se encuentra en la acera opuesta, de espaldas a ella, entretejiendo algo –un pedazo de cinta adhesiva o un lazo– en los orificios de la valla que rodea el perímetro de construcción. La imagen es fascinante y el teléfono la sobresalta.

      La voz en el auricular es pomposa. Katya casi puede oler el almizcle en el aliento de la mujer y percibir la textura de su lápiz labial. Ventas por teléfono, piensa, o alguien realizando el seguimiento de una factura impagada.

      –¿Señorita Grubbs?

      –¿Quién habla?

      –¿Reubicación Indolora de Plagas?

      Katya rectifica su tono.

      –Así es. ¿En qué podemos servirle?

      –Espere un momento, por favor. Hablará con usted el señor Brand.

      Silencio y un tecleo furtivo.

      –¡Grubbs!

      Rememora su voz, aunque ahora ya no es gutural, ya no arrastra las palabras por obra del alcohol. Se mira a sí misma –está envuelta en una toalla– y se toma unos instantes para deslizarse mentalmente dentro del overol y abotonarlo.

      –Así me llaman.

      –Entonces yo te llamaré de la misma manera. Creo que nos conocimos en nuestra recepción en el jardín. ¿Lo recuerdas, quizás? Usabas un color verde bastante atractivo.

      Su voz es tersa como el mármol, maciza pero pulida. Le sugiere esas esferas colosales de piedra que uno ve rodando en torno a su eje en torrentes de agua, en las explanadas de oficinas corporativas. Podría transmitir confianza si no fuera por su tono un poco cáustico.

      –Camisa blanca –dice Katya–. Demasiada bebida.

      –Y hubo más antes de que concluyera el día; muchísimo, me temo.

      En la calle, Derek ha continuado su camino. El lazo que dejó atrás configura un circuito zigzagueante en la alambrada, como redes que harían las arañas en un viaje de ácido.

      –La cuestión es que ahora –prosigue la voz del señor Brand– tengo un problema, un problema persistente, y quisiera contratar tus servicios. Si estás disponible.

      –Depende –apunta Katya–. ¿De qué clase de trabajo estamos hablando?

      –¿Qué clase de trabajo? Combatir a las orugas, por supuesto. ¿De qué otra cosa podría tratarse?

      Después de colgar la bocina, Katya se sienta en calma durante unos minutos, cavilando. Afuera, una colegiala –camisa blanca, pantalones grises, zapatillas– deambula y pasa junto a la manualidad de Derek sin reparar en ella. Probablemente pertenezca a la familia que acaba de mudarse a la misma calle. En su trayecto, la niña pizca con indiferencia el extremo del lazo y, conforme avanza, el zigzag se desenreda, dando latigazos contra el alambre hasta que la cerca vuelve a estar vacía. El lazo ondea detrás de ella como una cola.

      Una pluma cae en el hombro de Katya mientras algún ave bate las alas en lo alto. Ella mira hacia arriba, hacia la tubería: un puente peatonal ennegrecido. Le parece un buen augurio: las bestias están aquí. Palomas de ciudad en el sitio apropiado.

      Siempre le han gustado los estacionamientos, su sentido de intervalo. Poco importa cuán lustrosos sean los centros comerciales que yacen por encima o por debajo, los estacionamientos siempre asemejan rudimentarias mazmorras de hormigón crudo. No son espacios agrestes, pero tampoco civilizados. Las esquinas y fisuras umbrías logran que se agucen sus sensores de plagas urbanas. Aquí uno obtiene sus ratas, en ocasiones sus palomas. No se trata de una fauna enormemente diversa, pero sí de animales tenaces, adaptados a la oscuridad.

      Este estacionamiento no posee nada peculiar, sino el habitual concreto sucio y columnas inacabadas. La vieja camioneta de RIP se ve polvorienta y descastada entre los BMW y Mercedes. Mientras se pasea en dirección a la escalera, Katya desliza las yemas de los dedos sobre los flancos brillantes de los automóviles –conchas metálicas, similares a caparazones de escarabajos gigantes.

      Un breve tramo de escalera y luego una puerta batiente transforman la atmósfera de manera abrupta. Hay un lobby alfombrado y bien iluminado, y un custodio de uniforme color canela que anota su nombre y le toma una fotografía con una cámara web idéntica a una diminuta Estrella de la Muerte de La guerra de las galaxias. A continuación, debe presionar el pulgar contra una pantalla de cristal que irradia una luz azulada. El custodio y Katya no intercambian palabra. Él le señala algo detrás de su hombro derecho, en silencio, como si la expulsara del Edén con un gesto, y ella se da vuelta y divisa gran panel informativo que contiene nombres y números de pisos.

      “Propiedades Brand”, se lee en el panel: decimoquinto piso.

      –Gracias –murmura Katya.

      Cuando el ascensor alcanza el segundo piso, se le une un hombre joven y guapo, de piel satinada, que viste un elegante traje negro; en el cuarto piso se introduce una mujer escuálida con una bandeja de samosas. Nadie habla ni establece contacto visual. Katya, sin embargo, intenta emprender una breve escaramuza, un flirteo con el joven a través del metal bruñido de la pared. Trata de cruzar la mirada con él, pero el tipo es muy sagaz: no consigue descifrarlo. El sujeto tiene los ojos fijos en un rincón; no mira a nadie, ni siquiera a sí mismo. Eso parece antinatural pero también una habilidad: ¿quién, rodeado de espejos, puede no fisgar nada? Se retira en el octavo piso y la dama de las samosas en el décimo. Katya asciende sola. Imagina que es una cosmonauta en su traje de vuelo verde, recluida en una cápsula espacial. Si el artefacto continúa subiendo, podría acceder a la gravedad cero.

      Cuando las puertas lanzan un suspiro y se abren en el decimoquinto piso, se descubre en un corredor blanco, sobre una alfombra verde azulada con estampado de diamantes. Cada pocos metros dispositivos de iluminación en forma de discos, hechos de cristal ahumado, análogos a platillos voladores, penden del techo. Katya camina por el pasillo. Sólo se escucha el zumbido de algún sistema eléctrico (aire acondicionado, iluminación...). No hay ventanas; resulta imposible saber cuán lejos se halla del aire auténtico y de la luz del sol. Este panal de abejas guarda poca relación con la monolítica manzana de oficinas por la que dio vueltas previamente, buscando la entrada del estacionamiento.

      Cuenta los números de las puertas. Observa oficinas a derecha e izquierda, pero no hay rastro ostensible de sus ocupantes. ¿Es posible que los negocios vayan tan mal? Algunas muestran signos de actividad reciente y éxodo presuroso. A través de puertas entornadas columbra tarjetas postales humorísticas clavadas en pizarras de corcho, una torre de documentos impresos que se derrumbó y desperdigó en el suelo, una taza con cisuras abandonada en el fregadero de una minúscula cocineta. Es como si estuviera en el bergantín Marie Céleste.

      Al fondo del corredor, donde este se bifurca en una esquina, por fin hay una ventana. Desde allí se ven los techos de otros edificios. La banda costera: territorio usurpado al mar. Las azoteas se utilizan de diversos modos. Katya contempla jardines, sillas de plástico apiladas, montículos de chatarra metálica e incluso, en una de ellas, una glorieta y lo que parece ser un estanque. Puede distinguir peces koi en forma de gruesos torpedos, circulando por ahí, del tamaño de granos de arroz pero inconfundibles en virtud de su silueta. No tenía idea de que todo aquello ocurría en las alturas, de que todo aquello se suspendía sobre su realidad cotidiana. No obstante, la mayoría de las azoteas son cutres, emplazamientos que no deben

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