Nínive. Henrietta Rose-Innes
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Rastros de gruesos neumáticos trazan una curva que desemboca en la calzada; la curva pasa bajo la puerta de la valla, cerrada con candado, y a través del borde de la acera. Se ha cavado una zanja; yacen expuestos viejos cimientos, estratos de concreto y tuberías metálicas retorcidas. Pozos de agua turbia en el fondo de la excavación. El agua estancada huele a monedas enterradas durante mucho tiempo. Apoyada en la cerca de alambre, Katya escruta el agua color peltre y mira los bosquejos oscilantes de edificios y farolas, una ciudad sumergida que quizá aún podría erigirse, intacta. Pero la superficie del agua es opaca, y ella, un reflejo borroso en la leche sucia.
Por supuesto, la destrucción del parque no representa ninguna sorpresa. Katya ha atestiguado el deterioro desde una ventana del piso superior de su casa, paso a paso. Primero el pasamanos, los toboganes, el tiovivo, los columpios y el subibaja: arrancados de raíz y tumbados, revueltos como los juguetes de un bebé gigante y vil. Ahora la estructura para trepar está de cabeza en un rincón de la parcela: pintura despostillada, pies zambos de hormigón en el aire. La demolición trajo consigo una cantidad sorprendente de algarabía y polvo, considerando que, por principio de cuentas, allí no había prácticamente nada: algunos árboles; unos cuantos bancos de diseño urbano ordinario; baños públicos construidos con ladrillos amarillos. Casa de la mierda hecha de ladrillos, solía decirse Katya a sí misma por las mañanas, cuando vislumbraba los baños desde la ventana del piso superior. Le gustaba el sonido de tales palabras en su mente. Ahora el ínfimo chiste carece de sentido. Un eucalipto azul elevado, escultural y de piel demacrada; una belleza demodé e inclinada, en cuyas ramas cantaron e hicieron nido multitudes de aves: ahora constituye una pérdida. Una brigada de hombres con motosierras lo descuartizó y se llevó a rastras los fragmentos como si fueran trozos de carne.
Cierto día, un grupo de guardias uniformados expulsó, también, a los habitantes humanos del parque. Derek y su pandilla salieron confundidos, dando traspiés y parpadeando, como viejos soldados a quienes se saca de las trincheras a punta de pistola. Sus carritos de supermercado tirados en el pavimento; sus mantas y colchones, semejantes a hongos deformes que alguien extirpara del suelo. Y luego ingresaron las máquinas, metiendo sus hocicos en la tierra. Cada etapa trajo sus propios gemidos de dolor e indignación. Ahora las fieras excavadoras se han puesto una mordaza en las fauces, y sus mentones, barbados con mantillo, descansan sobre el terreno. Algo nuevo se alzará aquí muy pronto.
Esto es lo que ocurre cuando no estás atenta, piensa Katya. Las cosas cambian; las piezas se mueven sin cesar. No le agrada un ápice. Los cambios la conflictúan. La presencia de Toby, por ejemplo. Fue imposible rechazar a su propio sobrino cuando vino a pedirle trabajo. No, se siente contenta de tenerlo. Sin embargo, ha vivido y trabajado sola durante mucho tiempo y la distrae el hecho de que alguien la siga a todas partes. Su ímpetu le resulta inquietante, la premura de su crecimiento. Es una nueva planta que irrumpe de la tierra y la empuja a un costado: sus propias raíces son tan superficiales...
Katya se aleja de la alambrada haciéndola vibrar y da la media vuelta para ir a su casa. Detrás de ella, el agua chapotea en su agujero: una lengua de barro percutiendo en una boca gélida.
Las cinco casas de la hilera son victorianas y de dos pisos, prominentes pero angostas, hermosas pero decrépitas, con un muro bajo frente a lo que en otro tiempo debieron haber sido cinco jardines delanteros pequeños e idénticos: hoy están cubiertos de cemento. Katya no conoce realmente a sus vecinos. Hay una pareja de ancianos en la esquina y una familia con una adolescente que acaba de mudarse unos metros más abajo. Las otras dos casas se utilizan como residencias para estudiantes. Katya vive al final de la hilera. Su cochera está ubicada justo al lado de un callejón. Busca sus llaves mientras cruza la calzada.
Detesta la puerta de su cochera por varios motivos: el revestimiento de madera descascarado; el perverso filo del picaporte de acero que le muerde hasta las falanges; el plañido, similar al de un cerdo, que emite cuando por fin decide abrirse. Siempre se aproxima a ella como un luchador a punto de entablar una pelea reñida, haciendo crujir sus nudillos.
Irascible, Katya acciona el picaporte herrumbroso. La madera se ha inflamado y la puerta está más atascada que nunca. Con el corazón lleno de encono se apoya en la superficie para girar con violencia el pestillo, usando todo el peso de su cuerpo. Esta vez, el metal sale disparado de la madera podrida y la puerta rasga sus nudillos. Katya se tambalea hacia atrás, empuñando el picaporte suelto.
–¡Carajo!
Examina su mano, que tiene una mancha de madera podrida y de óxido –parece mierda–, y sí, sangre: la piel se ha desgarrado. Las astillas mojadas en su palma, la contusión en su hombro, el lío que supone todo aquello... Arroja el picaporte a los contenedores de basura municipales, negros y con ruedas, dispuestos en fila en la boca del callejón. El objeto rebota débilmente en la tapa más cercana y resbala por detrás.
–¡Ey! –brama una voz ronca.
–Joder, ¿y ahora qué pasa?
Katya husmea la esquina y se asoma a la oscuridad del callejón. Hay un par de figuras grises guarecidas en el extremo opuesto. Distingue un colchón, un revoltijo de mantas y una radio negra de plástico cuyas piezas se mantienen unidas con cinta adhesiva. Una de las figuras levanta una mano harapienta y ella reconoce el vendaje colgante.
–¡Derek! Dios mío, perdón, hombre. Perdón.
Se oye un gruñido en la penumbra.
–¿Tienes algo de tabaco?
–Hoy nada. Lo lamento.
–Uy, te hiciste daño, chica –señala Derek.
La sangre gotea de los nudillos de Katya.
–Un arañazo. Sobreviviré.
Ella se seca la sangre en el overol y le dice adiós con la mano herida.
–Buenas noches.
Al diablo con la cochera. Si alguien quiere la camioneta esta noche, bienvenido sea.
Una vez en su casa, se quita los zapatos a puntapiés y atraviesa la pequeña sala para llegar al área de la cocina, que carece de divisiones interiores. El desplazamiento de pared a pared le toma unos seis pasos: la casa es chica; apenas tiene espacio para unas pocas bocanadas de aire húmedo y sofocante. La alfombra se siente áspera bajo los pies. Katya deja correr agua sobre el rasguño. La inmundicia del hoyo cavado se mezcló con el óxido de la puerta de la cochera y ambos han contaminado su sangre. Tétanos, trismo. Un baño, eso es lo que necesita. Sube por las estrechas escaleras. ¡Son tan escarpadas! Hoy, en mayor medida que otros días, siente que las escaleras se han incrustado, como con un calzador, entre los muros.
Preparar el baño es un ritual menor. Le gusta muy caliente y siempre usa una gran cantidad de burbujas o de aceite caliginoso: mejor no ver su propia piel a través del cristal de agua. Sólo las pálidas curvas de sus senos sobresalen en la superficie. Se hunde en la espuma perfumada, cierra los ojos y repasa el día, vaciando sus bolsillos mentales, ordenando en diferentes acervos lo que ha cambiado. Pero el foso hondo del perímetro de construcción sigue inmiscuyéndose en sus pensamientos. Sus flancos viscosos, su base llena de líquido. El lodo, semejante a carne sudorosa. Al fin y al cabo, las raíces de la ciudad no son muy profundas. Unos cuantos metros hacia abajo y ahí se encuentra todo: la tierra cruda, lo elemental.