Nínive. Henrietta Rose-Innes

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Nínive - Henrietta Rose-Innes

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se acuclilla junto a las cajas y la mira, expectante.

      –Hazlo, Tobes. Tú sabes cómo.

      Katya lo escudriña mientras descorre el pestillo de una de las tapas, saca una oruga con sus largos dedos y la coloca en la corteza del árbol. Toby ha adquirido confianza en su labor. Ella lo sabe por la manera en que suele acariciar o alzar en brazos a algún pequeño y triste viajero. Cierto gato sarnoso o cierta cucaracha desventurada. El toque familiar.

      –¿No es esto genial? –susurra al tiempo que las criaturas reanudan su marcha.

      Arrodillados uno junto al otro, Katya y Toby contemplan la tortuosa urdimbre de cuerpos de oruga. Él ha elegido bien el árbol; las bestias lo aprueban.

      –Ya está hecho –dice; su voz se ha suavizado y es más honda en el crepúsculo.

      Una visión memoriosa surge, de modo inexacto, a partir de la escena. Seguro fue aquí o cerca de aquí, años atrás y al anochecer... Katya había emprendido una caminata... No. Eso no es certero. Era una niña y no andaba por cuenta propia. Iban ambos. Ella y papá. Katya podía oler su tabaco liado. Habían tomado una senda durante el ocaso, cuando ya casi oscurecía. Los árboles se cerraban en un túnel sobre ellos. Estaban trabajando.

      Presta atención. Papá se hallaba agachado, resuelto; su cuerpo entero se dirigía hacia un punto en el terreno. Ella se postró junto a él, cautelosa y taciturna. Orgullosa de sus pasos sutiles, de sus acercamientos sigilosos.

      Una silueta negra se crispaba en la arena. Al principio, pensó que se trataba de cierto tipo de insecto, de una mariposa aletargada batiendo sus alas. Pero, al apoyarse en el suelo, vio que era un mamífero: una musaraña, del tamaño de la coyuntura de su dedo pulgar, absorta en alguna actividad vehemente. Tan absorta que hizo caso omiso de quienes la investigaban, aun cuando Katya aproximó el rostro. Su pelaje era algo más oscuro que el color de la hojarasca; sus garras, delicadas y virulentas. Katya comprendió por primera vez por qué las musarañas son emblemas de ferocidad: esta minúscula criatura estaba sumida en una carnicería. Sujetaba a una lombriz de tierra que intentaba huir hacia un hoyo. Arrastraba el cuerpo baboso, rosado y grisáceo fuera del suelo, con una mano sobre la otra –como un marinero que maniobra una soga gruesa–, y simultáneamente lo embutía entre sus fauces, abiertas de par en par a fin de dar cabida al tubo convulsionado. Un espectáculo ridículo, obsceno, imponente.

      Estuvieron allí sentados durante largo rato, curioseando aquel salvajismo en miniatura, hasta que la luz se desvaneció. Su padre se puso de pie sin necesidad de impulsarse con las manos. Ella admiraba su fuerza nervuda, su entendimiento instintivo del bosque. Imitó su movimiento, tambaleándose un poco para mantener el equilibrio. En otro momento, él habría concluido la aventura con un aullido o, peor aún, con un zapateo. Pero esa noche guardó silencio. No muy a menudo permanecía tan estático.

      El silencio de aquella noche lejana, los troncos de los árboles, ennegrecidos en oposición al cielo fulgurante... En su memoria, la escena entraña un sentimiento místico. ¿Es posible que Len la haya tomado de la mano para conducirla a través de los árboles? Seguro que no.

      –Ey –dice Toby–. No está funcionando.

      La luz es lánguida bajo el árbol en el que liberó a las orugas. Algunas se adhirieron a la corteza, otras cayeron a la tierra y otras más deambulan por la maleza. La disciplina militar se ha roto; el general ha perdido su dominio.

      –No se arremolinan en un enjambre, como lo hicieron antes.

      Katya se encoge de hombros. Es verdad. Se siente cansada.

      –Lo intentamos, Tobes. No podemos complacer a todas.

      Él se ve tan abatido que es mejor no añadir que pájaros, nutrias y serpientes devorarán a la mayoría. En la montaña se libran incontables y minúsculas batallas de esa índole. Es un territorio en disputa, de luchas yuxtapuestas, tridimensional, patrullado con fervor. Posee millones de reinos en miniatura, del tamaño de la palma de su mano, de la huella que deja su pisada, de su uña.

      Katya se incorpora y se sacude de las rodillas los restos de un mantillo de hojas.

      –Vámonos de aquí, Tobes. Estoy totalmente extraviada.

      En realidad no es posible perderse aquí en el bosque, con la montaña de un lado y la ciudad del otro.

      Toby indica la senda y emprende la marcha; sus piernas largas se desplazan sobre leños y se abren camino entre helechos secos. No es la dirección que ella hubiera elegido. Cierta cosa pequeña se escabulle, escapando de ellos, invisible en los matorrales. Se escucha un gorjeo, un murmullo, un aleteo. Katya imagina que las orugas descubren su rastro y se deslizan despacio tras ellos, hasta llegar a casa.

      Cuando salen de la frondosa arboleda, ambos suspenden el trayecto durante unos instantes, extasiados ante paisajes más vastos. El sendero zigzagueante establece aquí una pausa, en un arcén despojado, permitiéndoles gozar de una vista panorámica: hacia arriba, la faz expuesta de la montaña; hacia abajo, la perspectiva de la ciudad. Katya ha residido y trabajado en Ciudad del Cabo toda su vida; aun así, hay lugares de la urbe que jamás ha visitado. Trata, en vano, de columbrar su hogar entre determinados puntos de referencia, sitios familiares. Se estremece.

      –Vayamos a casa, Tobes. Antes de que oscurezca.

      Mientras se dirige a casa después de dejar a Toby en el domicilio de su madre, en Claremont, Katya se siente agotada y virtuosa. No siempre tiene tanto brío. En ocasiones, tan sólo ha descargado criaturas a un costado de la ruta o ha vertido a las de sangre fría en el Canal de Liesbeek. Sin embargo, eso le genera remordimiento. Los peces son un asunto peliagudo. Cuando era más joven, a veces iba a nadar a un lugar de la carretera Tafelberg donde los arroyos de la montaña se congregan en profundos tanques de concreto, antes de pasar bajo la ruta. Un día, alguien liberó sus carpas doradas en una de esas piscinas: se reprodujeron hasta el delirio y llenaron el agua de destellos estridentes. Los peces silvestres no duraron mucho; sin duda se comieron todos los renacuajos disponibles y luego murieron de hambre. Katya revisó el tanque en otra oportunidad y estaba desprovisto de cualquier forma de vida. No encontró peces ni anfibios. Un experimento de reubicación que había salido horriblemente mal.

      Enfrente de su casa solía existir un parque con juegos infantiles, pequeño pero muy arbolado, donde liberaba a las bestias cuando sentía pereza. A lo largo de los seis años transcurridos desde el inicio de su negocio, el parque asimiló, sin efectos nocivos, una cantidad asombrosa de bichos y amenazas menores, absorbiéndolos como una esponja. Durante cierto periodo, el acontecimiento se volvió objeto de una fascinación algo enfermiza: ¿cuánta biomasa podía contener aquel exiguo entorno? Era un pañuelo de mago, que envolvía y hacía desaparecer mil conejos. ¿Los animales se dedicaron a comerse unos a otros? Sin duda hubo alguna fuga, alguna filtración de ratones y jejenes que se precipitaron hacia las calles y los drenajes circundantes, pero ella no puede afirmar que lo haya notado, y los moradores humanos del parque –los cinco o seis vagabundos que vivían detrás de los baños públicos, es decir, Derek y sus amigos– nunca se quejaron.

      Ahora, el parque es una zona vedada. A decir verdad, apenas perdura: lo han derribado. La demolición finalizó hace una semana, pero Katya aún no se acostumbra al cambio. Maneja el vehículo de RIP, dobla en la esquina de su casa y su corazón da un vuelco al ver la calle tan desfigurada. Tiene un aspecto inestable, como si la vía entera se inclinara, no hacia su hogar, sino hacia el hueco perturbador hendido del otro lado. Hay más cielo que antes. Incluso puede otear un fragmento de la montaña por encima de los techos, fragmento que hoy es azul pizarra y viste una caperuza de nubes.

      Estaciona

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