Nínive. Henrietta Rose-Innes

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Nínive - Henrietta Rose-Innes

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puede ahogarse en cinco centímetros de agua. Nuevamente evoca la conciencia de abismo –de espacio subterráneo– que el agujero hediondo, del otro lado de la calzada, ha abierto en su interior. Honduras que la ciudad oculta en virtud del ajetreo en su epidermis. Uno olvida lo que existe debajo. Surge una visión repentina de las profundidades de la urbe, orgánicas, con millones de gusanos y objetos sepultados.

      Bajo el agua, Katya es capaz de oír ruidos que franquean la pared, indistintos pero febriles y sonoros. ¿Es posible que se trate de Derek y su pandilla en el callejón, que envían señales a través de las tuberías?

      El pobre y viejo Derek. Siempre habitó los baños públicos del parque –antes de su destrucción– en compañía de un excéntrico clan de figuras con diversos grados de quebranto y abandono. En su mayoría eran pacientes ambulatorios o sobrevivientes aturdidos del psiquiátrico que se erigía en una dirección o del Hospital Groote Schuur, que se alzaba en la otra: pacientes que no lograron hallar el camino de regreso a casa. Katya los conoció a todos de vista y a varios también por su nombre. El hombre alto y ciego a quien su camarada –bajito, regordete y de mirada inquisitiva– conducía por las calles a gran velocidad. La mujer delgada cuyos rasgos alguna vez fueron delicados y que siempre vestía ropas limpias y de calidad, prendas que cambiaban día tras día. No obstante, sus ojos inyectados de sangre y su mendicidad famélica disipaban con rapidez, tan pronto como uno se acercaba, cualquier aire de elegancia. Flora y Johan y su bebé desaparecido/reaparecido. Mzi el vociferante, que llevaba rastas en el pelo. Una cuadrilla predominantemente benévola. Aquí no solemos ver a chicos de la calle, más astutos y fieros; ellos se mueven en otros ámbitos de la ciudad. El único incordio fueron las estrafalarias sesiones nocturnas de canto y rencillas. El nido de colchones y mantas y lonas impermeables siempre se escondía con disimulo en los arbustos, detrás de los baños. A veces había una pequeña fogata. El campamento era, de alguna forma, una escena reconfortante, casi pastoril. Después de todo, nadie iba a ese parque: habría resultado extraño que auténticas madres trajeran a sus auténticos hijos a jugar.

      La tasa de rotación de personas fue muy alta. Los residentes del parque fueron y vinieron, siguieron adelante o murieron, para ser sustituidos por otros. Todos menos Derek. Derek, cuya cabeza y miembros siempre están envueltos, de manera asimétrica, en andrajos estampados. Derek, que deja pequeñas e intrincadas esculturas, confeccionadas con palillos y cajetillas de cigarros, sobre la acera, junto a la puerta de entrada de Katya. Su rostro no posee demasiadas arrugas: más bien exhibe una coraza de láminas de piel curtidas por el clima. Derek ha sobrevivido a todos. Su edad es indefinida pero a todas luces avanzada.

      Katya piensa vestirse, reunir mantas y comida, preparar café... Jamás, desde que vive en esta casa, lo ha hecho. Jamás le ha llevado nada a Derek y sus amigos, jamás ha intentado hablar con ellos, jamás les ha dado más que una botella de Coca-Cola vacía y retornable. Sus vidas son áridas. Se trata de personajes que arañan su ventana como ramas.

      Emerge, salpicando agua, en la orilla de la tina. Enardecida, así se siente. Con dolor de cabeza y ligera náusea, nerviosa, fuera de toda sincronía, incapaz de serenarse en consonancia con el anochecer. ¿Será el hoyo pestilente allá fuera, la sensación de que las cosas se reorganizan en torno suyo? ¿O será la alusión a su padre, el hecho de que el viejo irrumpiera sin advertencia después de tanto tiempo? Siete años sin rastro de Len y ahora se presenta de nuevo y orina en su territorio.

      Quizá sólo sea la maldita puerta de la cochera lo que la está exaltando. La decadencia y la rotura, la podredumbre y la desintegración, la pavorosa entropía de las cosas construidas.

      Katya no sabía mucho acerca de casas antes de llegar a este sitio. Es culpa de su padre. Tras la pérdida de su madre, cuando Alma tenía seis años y ella escasos tres, nunca habitaron una casa, o al menos no durante un lapso prolongado. Len hacía que se mudaran continuamente; iba de empleo en empleo y de lugar en lugar. Pasaban delante de los vecinos de cada barrio con el desdén inmanente a los nómadas. Una decena de escuelas. Innumerables noches en la parte trasera de la vetusta camioneta pickup, que apestaba a mierda de pájaro, pesticida y, en ocasiones, a sangre. Jamás se irguieron sobre tierra firme. Pero Katya siempre imaginó que, una vez arraigada, una vez que poseyera un montón de ladrillos y argamasa, el suelo bajo sus pies se volvería consistente. No se había percatado de que los ladrillos y la argamasa son trepidantes, y de que se requiere un enorme esfuerzo para evitar que colapsen, se desvíen o disgreguen en la dirección errónea.

      Esta casa, por ejemplo, la rentó amueblada –¿de qué otro modo podría haberlo hecho?–, y desde entonces no la ha transformado en absoluto; apenas ha agregado o sustraído ciertos artículos. Ni siquiera ha movido los muebles de su ubicación, pese a que algunos la sacan de quicio. Por ejemplo, hay un viejo casillero para guardar archivos que bloquea el paso entre la cocina y el hueco de la escalera. La cama matrimonial es, por lejos, demasiado grande para el pequeño dormitorio, y excede sus necesidades. Pero si empezara a cambiar de sitio libreros y camas, tendría la sensación de que la casa entera podría averiarse, tan sólo dejaría de funcionar y se vería obligada a tratar de reensamblar un complejo artilugio que desmanteló de forma atropellada. Lo haría todo con desatino. Y, por lo demás, le gusta el hecho de que estos muebles posean una historia: un nombre rayado en el envés de la mesa, la calcomanía de un arcoíris –que formaba parte de la iconografía de los años setenta– adherida a la ventana del dormitorio. Tales elementos hacen que su propia existencia aquí se antoje más plausible: otra persona, en algún momento, se las arregló para edificar una vida en este mismo espacio.

      Resulta desalentador, entonces, advertir que una desatención respetuosa no es suficiente. Lograr que las cosas permanezcan justo como están requiere un mantenimiento arduo, del mismo modo que el césped debe cortarse o el cuerpo nutrirse de alimento. Se trata de la labor incesante que es imperioso emprender para apuntalar al mundo.

      –Qué no daría... –dice Katya en voz alta–. Qué no daría por...

      ¿Por qué? Por un poco, no precisamente de opulencia, sino de holgura, de inmutabilidad. Transitar sin fatiga de una acción a la siguiente, como imagina que hace cierta gente: la tierra discurriendo por debajo igual que una cinta transportadora, el mundo auspiciando la travesía.

      El hombre que conoció hoy... El tipo vive en un mundo semejante. Prados bien recortados serpentean bajo sus onerosos zapatos. Recuerda el aroma de su whisky. La dimensión de su cuerpo. Su apretón de manos. Ella es, prácticamente, una experta en apretones de manos masculinos, y aquel fue pertinente: seco, no como el de alguien que quiebra los huesos y tampoco el de quien ofrece un manojo endeble de falanges.

      En general, a Katya no le gusta que la toquen, pero cuando alguien lo hace, debe proceder con firmeza. Las manos del hombre la remitieron a aquellas que aparecían en los viejos anuncios publicitarios de cigarros Rothmans, presentes en las revistas de su infancia: pertenecían a pilotos de aviación, a almirantes... Eran sólidas, francas y generaban tranquilidad. Esas muñecas angulosas asomando de las mangas de uniformes navales, con uñas impecables y un tenue rocío de vello en el dorso de las manos, le extendían una cajetilla de cigarros al espectador.

      Katya saca un brazo empapado de la tina y extrae del bolsillo superior de su overol la tarjeta del hombre. Una tarjeta sofisticada, con relieves, color crema. La da vuelta. “Martin Brand, Propiedades Brand”, se lee bajo el logotipo, un dibujo de bloques de construcción. Cuando hablaron por teléfono, la señora Brand pronunció su apellido en inglés; Katya prefiere su significado en lengua afrikáans. Le gusta el modo en que el sonido rotundo del vocablo encierra una conflagración secreta. Palpa el filo de la tarjeta y se la lleva a los labios.

      Detecta una grieta nueva y escabrosa que atraviesa el revoque del techo del baño. Tiene una forma acusatoria: de devastación, de relámpago. El tipo de cosas que se envían desde arriba como castigo por algún crimen perspicuo. El tipo de cosas que uno invoca para sí mismo.

      III.

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