Nínive. Henrietta Rose-Innes

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Nínive - Henrietta Rose-Innes

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del pasillo, justo antes de que se ramifique a partir de otra intersección, una encargada de limpieza se inclina sobre su sigilosa aspiradora y mira a través de una ventana similar. Katya se pregunta qué representan las calles de la ciudad para esta mujer, qué vestigios de humillaciones, curiosidades y placeres percibe en ellas. Ambas, únicas sobrevivientes de cualquiera que sea la plaga misteriosa que ha expulsado a todos del decimoquinto piso, otean la sórdida cúspide de la urbe.

      La mujer le echa un vistazo rápido y anodino, y se concentra en acelerar su aspiradora. Se trata de un recordatorio. No está aquí merodeando; está haciendo su labor. Katya también se encuentra en plena faena. Pasa junto a ella sin importunarla con otra mirada.

      En lo que se aproxima a la siguiente esquina, descubre indicios de vida. No es el señor Brand, sino otra figura sólida y potente, lóbrega en contraste con la luminosidad del corredor. Se dirige a ella con la mano extendida y una sonrisa centelleante.

      La mujer tiene aspecto esmerilado y es algo rolliza y fragante, cual un confite navideño. Usa un lápiz labial color manzana acaramelada y un escote profundo pero elevado. Sus piernas, al parecer carentes de rodillas, se estrechan con suavidad desde los muslos, envueltos en nailon, hasta los tacones de aguja. Su corte de pelo ovalado fulgura como seda negra y –presume Katya– posee refinadas extensiones de cabello.

      Katya la reconoce de inmediato: a ella pertenecía la voz tersa en el teléfono. En raras ocasiones, una voz concuerda tanto con la persona física que la emite. Sus labios son extravagantes, en forma de moño, perfectamente redondeados, y revelan dientes blancos y húmedos. No hay nada seco o frío o brusco en esta dama. Es todo arcos y curvas, un contorno esbozado con bolígrafo para caligrafía y relleno de intensos colores. Ofrece una mano, y Katya siente que las puntas de sus uñas esmaltadas le rozan la palma de la mano.

      –¿Señorita Grubbs? Soy Zintle.

      De pronto, Katya se convierte en una niña con las rodillas raspadas en carne viva, y ranas en los bolsillos. Con rabos de cachorros. No debió haberse puesto el uniforme: sus poderes son limitados en determinados escenarios y con determinada gente. Por si fuera poco, Zintle es alta. Vivir a escasa distancia del suelo tiene sus ventajas en lo que concierne a su oficio (agilidad, destreza para penetrar en espacios pequeños), pero ahora se siente inhibida ante esta mujer sustanciosa. Extraña la presencia de Toby, aunque el chico sea maleable y quebradizo.

      –Señorita Grubbs –dice Zintle, hallando honduras resonantes en el nombre, que Katya no sabía que existían–. Estamos muy contentos de que haya venido. El señor Brand está muy entusiasmado con su labor.

      Los ojos de Zintle, dispuestos en marcos forjados de manera delicada con sombra cobriza, se ensartan en el semblante de Katya, al acecho de datos. Sujeta su brazo y la conduce hacia una oficina: una escolta gentil y a la vez acuciante.

      –Ya ha trabajado antes para el señor Brand, según entiendo.

      –Sí –Katya desea hablar más, incluso inventar algo. La mujer parece tan solícita...

      Pero Zintle la compele a darse prisa, de manera abrupta.

      –Estupendo –dice, mientras gira sobre uno de sus tacones, bate una puerta y cautelosamente introduce a Katya en el interior. Sus movimientos se asemejan a una coreografía.

      En la oficina todo es luz y cielo. Al fondo hay un muro de cristal. Más allá, Katya puede ver la fragosa ladera de Signal Hill, las mezquitas y la frente de la montaña. El cielo se presenta inmaculado pero teñido de ese gris triste, plomizo, que se percibe a través de las ventanas de doble acristalamiento.

      –Tome asiento –dice Zintle, instalándola con pericia en un sofá de cuero. Ella también se sienta y cruza una pierna aterciopelada sobre la otra.

      –Y bien, ¿conoce el esquema del proyecto?

      –Bueno, en realidad no. No sé mucho sobre el tema. Acaso el señor Brand...

      –Está en Singapur. Aparentemente –Zintle se reclina y pasa la mano por su cabello, cuya forma se restablece a cabalidad.

      El cuero del sofá es rígido y resbaloso, y Katya siente que sus nalgas, enfundadas en el overol, se deslizan hacia el borde. Descubre que cruzar las piernas no sólo es signo de feminidad, sino que también ayuda a mantener la posición.

      –Usted se dedica... Se dedica a la exterminación, ¿no es cierto? –Zintle entrecierra los ojos y sonríe con mordacidad.

      Katya aprecia el estilo de la mujer. Tiene una manera de hablar lúdica, teatral, como si ambas estuvieran interpretando cierto papel en una obra un poco insinuante. Katya comete pifias en las líneas del libreto que corresponden, pero eso parece ser parte del juego. Zintle aún no le ha guiñado el ojo; no obstante, hay una suerte de oscilación, de parpadeo de mariposa en cada sílaba.

      Aun así, las respuestas de Katya siguen siendo entrecortadas. ¿De qué otro modo podría conversar con una persona tal, que no sea jugando a ser la piedra para su papel, la roca para las cuchillas plateadas de su tijera?

      –Así es –contesta–. Bueno, de hecho se trata de reubicación.

      –Precisamente. Entonces... –Zintle se inclina hacia delante; su postura indica que va a exponer información confidencial–. Tenemos un proyecto residencial que ha experimentado algunos problemas.

      –¿Qué tipo de problemas?

      –Diversos. No muy agradables, para ser honesta.

      –¿Cucarachas, ratas, ácaros?

      –Bueno... Digamos que es una situación de plagas integral.

      Zintle está de pie otra vez. Es veloz cuando camina. Señala con la mano:

      –Aquí nos encontramos.

      Hay algo desplegado sobre una mesa, junto a una pared, bajo un reflector. Se trata de un modelo arquitectónico de varios edificios y sus inmediaciones. Todo es blanco, excepto los prototipos de vértices y sombras.

      En un principio, resulta difícil decodificar la escala. Katya observa un complejo de cuatro o cinco edificios de techo plano, escalonados –como zigurats– y distribuidos en diferentes ángulos alrededor de una plaza central. Se conectan mediante intrincadas vías peatonales y arcos y patios. Marañas de lo que supone que son plantas ornamentales tapizan los bordes de los techos llanos. Hacen pensar en mechones de cabello blanco extraídos de un cepillo. En el núcleo de la plaza se erige una fuente rodeada de bancos diminutos. Una larga senda para vehículos, decorada con dos hileras de palmeras en miniatura, se extiende hasta el margen del modelo, y el conjunto está circundado por muros.

      –Esto es Nínive.

      Los oscuros dedos de Zintle, con sus puntas color escarlata, se desplazan, vivaces, por la maqueta. Una giganta espléndida asoma desde las nubes.

      –¿Nínive?

      Zintle se encoge de hombros.

      –Sólo es un nombre –dice–. Una especie de eje temático. Uno de los primeros inversionistas era de Medio Oriente, creo.

      Katya se toma un momento para gozar la apacibilidad de la escena en miniatura. Contempla personas hechas a escala, también incoloras, congeladas en actitudes de incontrovertible placer: pasean a

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