Nínive. Henrietta Rose-Innes

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Nínive - Henrietta Rose-Innes

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Pero Katya no se estremece. Nunca. Es capaz de colgarse una serpiente alrededor del cuello, cual si fuera una bufanda, y sentir las escamas áridas, fluidas como el agua, en sus palmas envueltas en látex: no hay problema.

      Tal es su tarea: auxiliar a esos pequeños residentes temporales en una tierra ajena. Llevar la naturaleza de regreso a la naturaleza, mantener amansada a la mansedumbre. Patrullar las fronteras. En ocasiones, una parte de sí misma quisiera revertir la circulación, enmarañarla. Tomar esta caja de orugas, por ejemplo, y vaciarla en aquel palacio de Constantia que acaban de abandonar, aun cuando eso signifique caos, alaridos, vestidos arruinados y cuerpos esponjosos estrujados contra el césped.

      Pero he ahí la voz de su padre. Su sentido del humor iracundo.

      Len Grubbs: hombre dedicado a la fumigación de plagas durante toda su vida. Un exterminador. Jamás se molestó demasiado en hacer las cosas de forma correcta o en volver a situar las cosas en el lugar debido.

      Trampas y veneno: sólo sabía de eso. Con frecuencia recibía mordeduras. Una vez lo mordió una víbora bufadora. E incluso mientras padecía esa agonía, se aseguró de moler a palos a la bestia hasta matarla. Un combate cuerpo a cuerpo: así es como Len Grubbs desempeñaba su oficio.

      En contraste, el trabajo de Katya se funda en un procedimiento relativamente amable, centrado en el rescate y la limpieza. Con todo, saca a la luz su temple malicioso, inicuo. Quizá por la clase de animales a los que tiene que enfrentarse, y que su padre enfrentó antes que ella: los indeseados. Los indeseables.

      En el Bosque de Newlands, Katya y Toby ascienden a través de los pinos y transportan las cajas hasta un sector de árboles autóctonos. Ella está contenta de recorrer este tramo desolado en compañía de Toby. Internarse sola en el bosque puede resultar angustiante, aunque le gusta pensar que una mujer con una caja de aborrecibles orugas presionada contra su pecho se encuentra a salvo de la mayoría de los posibles embates.

      Se hallan en una zona distante del itinerario habitual, en un territorio que Katya no visita a menudo. Ha sido idea de Toby. El chico divisó un árbol que parece inmejorable para las orugas. Ella advierte, con interés, otro aspecto de su sobrino que desconocía: su predisposición a vagar por los bosques.

      Toby se quitó los zapatos en la camioneta y sus enormes pies, que han tomado la delantera, franquean con confianza el lecho de agujas de pino. En tanto Katya lo observa moviéndose contra las ramas –algunas resplandecen, blanquecinas, en la incipiente oscuridad del aire–, piensa de nuevo que es como un joven árbol. Pese a su complexión delgada, su cabello liso y frágil, y sus ojos líquidos, Toby no es un chico mustio. De hecho, posee una suerte de resistencia elástica, semejante a la de la madera recién cortada. Y he ahí el verdor vegetal que corre por sus venas, bajo la piel, y el aroma de su cuerpo, ligeramente parecido al de la savia. “Ahora soy vegano”, le contó hace poco. Quizá por eso esté creciendo con tanta rapidez: fotosíntesis.

      A lo largo de los años, Katya ha visto su transformación de un niño robusto y rubio en un adolescente espigado. No es guapo. Su rostro es demasiado amplio a la altura de la frente y puntiagudo en el mentón; la nariz, prolongada en exceso. Pero tiene esos ojos luminosos en las profundidades, tras extensas pestañas, y la delgadez de los labios se compensa en virtud de su encanto, del modo en que los junta y los presiona entre cada sonrisa, mientras reprime pensamientos indefinidos. ¿No es cierto que las chicas desearían algo así? Además, una vez que haya ganado volumen, tendrá la estatura a su favor. Hombros anchos. Piernas interminables. Dedos estilizados, idóneos para rasgar las cuerdas de una guitarra en torno a fogatas. Sin duda, alto como su padre, piensa Katya. Al contrario que nosotros. El pelo también atestigua la herencia de ese hombre: el padre lívido a quien ella jamás conoció, pero que parece revelarse a sí mismo, en diversas etapas, a través del cuerpo de su hijo, a partir de desplegar las extremidades del adolescente, de flexionar sus dedos esbeltos, disímiles a los de los Grubbs.

      Los Grubbs son bajos pero con músculos bien desarrollados, de piernas cortas y brazos demasiado largos. Gente análoga a los monos. Rostros simiescos, narices chatas. A su hermana Alma, de cabello largo y claro, dichos rasgos la hacen verse bonita. Katya siempre usó el pelo corto y es más oscuro, como el de papá. Todos tienen el mismo porte: se conducen con celeridad y la espalda recta.

      Las orejas de Katya, misteriosamente pequeñas, deben provenir de su madre, igual que sus senos grandes. Pero en todos los demás aspectos, la influencia de Sylvie, como su memoria, es difusa y va atenuándose de manera paulatina. Hay muchas otras partes del cuerpo en las que Katya puede identificar, sin asomo de duda, la vigorosa estirpe de su padre. Las manos, por ejemplo. En los viejos tiempos, cuando solían comer juntos, se descubría analizando los dedos ínfimos de Len, unidos a unas palmas cuadrangulares, útiles. Al dirigir la mirada hacia la mesa, ahí estaban las mismas manos, si bien más pequeñas y en una versión menos deteriorada, asidas a sus propios cuchillo y tenedor. Siempre temió desarrollar los nudillos protuberantes de Len, nudillos que hacía restallar en los oídos de sus hijas para despertarlas cada mañana.

      Alma también había heredado esas manos, aunque ella las usaba con delicadeza, manipulando los cubiertos con precisión neurótica. Las puntas de sus dedos índices oprimían el acero de modo inofensivo, en tanto diseccionaba la comida en bocados más y más diminutos. En respuesta, Katya emitía ruidos al comer y masticaba con la boca abierta –igual que papá–, mostrándole a Alma sus dientes y su desprecio.

      Katya se pregunta cómo habrá cambiado Len con la edad. Acaso esté calvo. La última vez que lo vio, su cabello empezaba a volverse ralo. Su semblante parecía menos simétrico, las facciones más acentuadas; los ojos y la nariz destacaban en la cabeza pequeña y redonda. No obstante, su expresión, en esencia, seguía siendo la misma: imperturbable, despectivamente risueña. Con frecuencia atisba esa expresión, pese a que no se ha encontrado con su padre en años. La percibe en el espejo casi todas las mañanas.

      Toby se detiene, de súbito, en un pequeño claro bajo un árbol ensortijado. Alrededor de la base del tronco hay algunas tablas y rocas homogéneas, dispuestas en círculo. Sobre las rocas, cera derretida de velas.

      –¿Cómo hallaste este lugar, sea lo que sea?

      Él se encoge de hombros: un movimiento desorbitado, dada su incipiente amplitud.

      –A veces vengo aquí con amigos –dice.

      –¿Eh? –se desconcierta Katya– Vaya, pues.

      Se trata, sin discusión, de un sitio al que uno acudiría para fumar mariguana; ella también fue adolescente en alguna época. Otra cosa que ignoraba acerca de Toby.

      Katya toca un tegumento duro y velloso. Le pertenece a un almendro salvaje, la especie que Jan van Riebeeck utilizó en su famoso seto vivo, destinado a mantener a los khoisan fuera del antiguo asentamiento holandés. ¿Podría ser este uno de los árboles originales?

      Seguro papá me enseñó eso, reflexiona.

      Las ramas gruñen y tiemblan. Toby está en las alturas, por encima de su cabeza; sus grandes pies se aferran al tronco.

      –Oye, baja de ahí. No hay tiempo para travesuras.

      El chico cae al suelo, a su lado, en medio de un alboroto de vástagos que se dispersan.

      Niño insolente. Niño de caricatura. Siempre ha experimentado instantes repentinos de energía y extenuación. Retoza durante un minuto y al siguiente se desmorona y toma una siesta, esté donde esté. Galopa u holgazanea o se pasea sin rumbo; baila, zumba y da brincos. Katya lo imagina levantándose de la cama durante una bella mañana y saltando con ambas piernas para introducirse en sus jeans. Cuando descansa, yace inerte; en estado

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