El maestro y Margarita. Mijaíl Bulgákov

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу El maestro y Margarita - Mijaíl Bulgákov страница 14

Автор:
Серия:
Издательство:
El maestro y Margarita - Mijaíl Bulgákov

Скачать книгу

Pilatos subió al estrado, apretando en el puño el broche innecesario y entornando los ojos. No lo hacía porque el sol lo quemara, ¡no! Por alguna razón, no quería ver al grupo de condenados que, como bien sabía, subirían ahora al estrado.

      Apenas el manto blanco forrado de rojo sangre apareció en lo alto del peñasco de piedra sobre el borde de ese mar humano, una ola sonora golpeó en los oídos del enceguecido Pilatos: “Ha-a-a…”. Había nacido a lo lejos, junto al hipódromo, en tono bajo; luego se volvió estruendosa y, tras sostenerse unos segundos, comenzó a decaer. “Me vieron”, pensó el procurador. La ola no se había replegado del todo cuando de nuevo empezó a crecer y, columpiándose, subió más que la primera; en esta segunda ola, como la espuma que bulle en el mar, bulleron los silbidos y unos aislados gemidos de mujer, perceptibles a través del trueno. “Los han subido al estrado… —Pensó Pilatos—, y los gemidos provienen de algunas mujeres que la multitud ha aplastado al echarse hacia adelante”.

      Esperó un tiempo, sabiendo que no existe fuerza que pueda acallar una multitud hasta que esta no exhale todo lo que tiene acumulado por dentro y calle por sí sola.

      Cuando ese momento llegó, el procurador alzó el brazo derecho y el último clamor se apagó.

      Entonces Pilatos llenó su pecho cuanto pudo de aire caliente, y su voz quebrada sobrevoló miles de cabezas.

      —¡En nombre del emperador César!

      Aquí sus oídos fueron golpeados varias veces por un grito férreo y penetrante: en las cohortes, alzando sus lanzas e insignias, los soldados gritaron con voces terribles:

      —¡Viva el César!

      Pilatos alzó la cabeza y la hundió en los rayos del sol. Bajo sus párpados flameó un fuego verde que hizo arder su cerebro; sobre la muchedumbre volaron unas roncas palabras arameas:

      —Cuatro delincuentes, detenidos en Yerushalaim por asesinatos, incitación a la rebelión, injurias a las leyes y la fe, han sido condenados a una ejecución vergonzosa: ¡serán colgados en postes! ¡Y esta ejecución se realizará ahora mismo en el monte Calvario! Los nombres de los criminales son: Dimas, Gestas, Bar-rabán y Ha-Notzri. ¡Aquí están ante ustedes!

      Pilatos señaló a la derecha, sin mirar a ninguno de los criminales, pero sabiendo que estaban allí, en su lugar, donde les correspondía estar.

      La multitud respondió con un extenso bullicio como de asombro o alivio. Cuando se apagó, Pilatos continuó:

      —Pero sólo tres de ellos serán ejecutados, porque, de acuerdo con la ley y la tradición, en honor a la fiesta de Pascua, a uno de los condenados, elegido por el Pequeño Sanedrín y aprobado por el poder romano, ¡el magnánimo emperador César le devuelve su despreciable vida!

      Pilatos gritaba las palabras y, al mismo tiempo, sentía cómo el bullicio era reemplazado por un profundo silencio. Ahora no llegaba a sus oídos ni un suspiro, ni un ruido, e incluso llegó un momento en que le pareció que todo a su alrededor había desaparecido. La odiada ciudad murió y sólo él quedó en pie, abrasado por los rayos que caían verticales, apoyando la cara contra el cielo.

      Pilatos aún mantuvo un momento de silencio, pero luego empezó a emitir gritos:

      —El nombre de aquel a quien ahora dejarán en libertad es…

      Hizo otra pausa, reteniendo el nombre y comprobando si ya lo había dicho todo, porque sabía que la ciudad muerta resucitaría luego de anunciar al afortunado y ninguna otra palabra sería escuchada después.

      “¿Es todo? —susurró Pilatos para sí—. Es todo. ¡El nombre!”

      Y haciendo rodar la letra “r” ante la ciudad callada, gritó:

      —¡Bar-rabán!

      Aquí le pareció que el sol, emitiendo un sonido metálico, había estallado encima de él, colmando de fuego sus oídos. En ese fuego se mezclaban rugidos, gemidos, carcajadas y silbidos.

      Pilatos dio la vuelta y empezó a caminar por el estrado hacia los escalones, sin mirar otra cosa que los coloridos mosaicos bajo sus pies, para no tropezar. Sabía que ahora a sus espaldas volaba hacia el estrado una lluvia de monedas de bronce y dátiles, y que, en la multitud que aullaba, la gente, aplastándose entre sí, trepaban unos sobre otros para ver con sus propios ojos el milagro: ¡cómo un hombre, que ya estaba en manos de la muerte, se había librado de esas manos! Cómo los legionarios le quitaban las sogas, causándole involuntariamente un dolor abrasador en las muñecas torcidas durante el interrogatorio; y cómo él, frunciendo el ceño y gimiendo, sin embargo sonreía con una sonrisa inexpresiva y demencial.

      Pilatos sabía que, al mismo tiempo, la escolta conducía a los tres maniatados hacia los escalones laterales para ponerlos en el camino que conducía al oeste, fuera de la ciudad, al monte Calvario. Sólo una vez, detrás del estrado, Pilatos abrió los ojos, sabiendo que ahora estaba fuera de peligro: ya no podía ver a los condenados.

      Con el gemido de la multitud, que ya empezaba a calmarse, se mezclaban y eran perceptibles ahora los estridentes gritos de los heraldos que repetían, algunos en arameo, otros en griego, todo lo que había gritado el procurador desde el estrado. Además, a su oído llegaba el repiqueteante redoble de una caballería que se acercaba y una trompeta que acababa de gritar algo breve y alegre. Respondió a esos sonidos un taladrante silbido de niños encaramados sobre los tejados de las casas de la calle que conducía del mercado a la plaza del hipódromo, y unos gritos: “¡Cuidado!”.

      Un soldado solitario que estaba parado en una zona despejada de la plaza alzó preocupado la mano con la insignia, y el procurador, el legado de la legión, el secretario y la escolta se detuvieron.

      El ala de caballería, acelerando cada vez más su trote, irrumpió en la plaza para atravesarla por un costado y así evitar a la multitud, y se dirigió por un callejón junto a un muro cubierto de vid, por el camino más corto hacia el monte Calvario.

      Un hombrecito pequeño como un niño y moreno como un mulato —el sirio que comandaba el ala— pasó al trote junto a Pilatos, gritó algo con voz aguda y desenvainó la espada. Su caballo moro, mojado e iracundo, se echó repentinamente hacia un costado y se encabritó. Guardando la espada en su vaina, el comandante sirio le propinó un latigazo en el cuello, lo enderezó y siguió su camino a trote hacia el callejón, pasando luego al galope. Los jinetes lo siguieron en filas de tres, envueltos en una nube de polvo; saltaron las puntas de las ligeras lanzas de bambú. El procurador vio pasar a su lado unos rostros que parecían aún más morenos bajo sus turbantes blancos, con los dientes relucientes descubiertos en alegres sonrisas.

      Levantando el polvo hasta el cielo, el ala irrumpió en el callejón y junto a Pilatos pasó el último soldado, que llevaba a sus espaldas una trompeta ardiente bajo el sol.

      Protegiéndose del polvo con la mano y con una mueca de disconformidad en su rostro, Pilatos continuó su camino en dirección a las puertas del jardín del palacio. Tras él marcharon el legado, el secretario y la escolta.

      Eran cerca de las diez de la mañana.

      Capítulo 3

      La séptima prueba

      —Sí, eran cerca de las diez de la mañana, estimado Iván Nikoláievich —dijo el profesor.

      El poeta se pasó la mano por el rostro, como una persona que se acaba de despertar,

Скачать книгу