El maestro y Margarita. Mijaíl Bulgákov

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El maestro y Margarita - Mijaíl Bulgákov

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por eso!

      Mientras tanto, el sospechoso profesor, con expresión arrogante, le dio la espalda a Iván y se alejó. Iván se desconcertó. Sofocado, se dirigió al chantre:

      —¡Ey, ciudadano, ayúdeme a detener a un delincuente! Es su deber hacerlo.

      El chantre se animó sobremanera, se levantó de un salto y empezó a gritar:

      —¿Quién es el delincuente? ¿Dónde está? ¿Un delincuente extranjero? —Sus ojitos bailaban de alegría—. ¿Aquel? Si es un delincuente, lo primero que hay que hacer es gritar: “¡Guardia!”. Si no, se va a ir. A ver, ¡gritemos juntos! ¡Vamos! —Y el chantre abrió el hocico.

      Iván, desconcertado, le hizo caso a aquel bromista y gritó, pero el otro no dijo nada: le había tomado el pelo.

      El grito ronco y solitario de Iván no trajo buenos resultados. Dos señoritas se apartaron de un salto y se oyó la palabra: “¡Borracho!”.

      —¿Ah, conque tú y él son cómplices? —gritó Iván, montando en cólera—. ¿Acaso te estás burlando de mí? ¡Déjame pasar!

      Iván se lanzó hacia la derecha, y el chantre también; Iván a la izquierda, ¡y el muy bribón también!

      —¿Te pones a propósito en mi camino? —gritó Iván con ferocidad—. ¡A ti también te voy a entregar a la policía!

      Iván intentó agarrar al granuja por la manga, pero no pudo agarrar nada. Parecía como si la tierra se hubiera tragado al chantre.

      Iván lanzó un “¡ah!”, miró a lo lejos y vio al odioso desconocido, que ya estaba en la salida que daba al pasaje Patriarshi, y además no estaba solo. El más que sospechoso chantre lo había alcanzado. Pero eso no era todo: había un tercero en el grupo, que resultó ser un gato, surgido de no se sabe dónde. Era enorme como un puerco, negro como el hollín o como un grajo, y tenía unos bigotes desafiantes, como los de un militar de caballería. El trío avanzó hacia el pasaje Patriarshi. Por cierto, el gato marchaba sobre sus patas traseras.

      Iván se lanzó tras los maleantes y enseguida se dio cuenta de que iba a ser muy difícil alcanzarlos.

      El trío cruzó rápidamente el callejón y salió a la Spiridónovka. Por mucho que Iván apurara el paso, la distancia entre él y los perseguidos no se acortaba. Antes de que el poeta pudiera reaccionar, ya había atravesado la tranquila Spiridónovka y salido al bulevar Nikitski, donde su situación empeoró. Allí había una multitud: Iván tropezó con un peatón y recibió un insulto. Además, los maleantes decidieron aplicar el truco favorito de los bandidos y huir por separado.

      El chantre logró introducirse con gran ligereza en un autobús en marcha que volaba hacia la plaza Arbat. Tras perder a uno de los fugitivos, Iván concentró su atención en el gato; el extraño animal se acercó al estribo del tranvía “A” que se encontraba en la parada, empujó con insolencia a una mujer que soltó un chillido, se agarró de la baranda e incluso intentó darle a la cobradora una moneda a través de la ventanilla, abierta por el calor.

      La conducta del gato asombró de tal modo a Iván, que se quedó petrificado junto al almacén de la esquina; pero volvió a sorprenderse —y aún más— con la actitud de la cobradora. Esta, al ver al gato, le gritó temblando de furia:

      —¡Los gatos no pueden subir! ¡No se permite entrar con gatos! ¡Fuera! ¡Bájate o llamo a la policía!

      Ni la cobradora ni los pasajeros se sorprendieron por lo esencial del asunto: no ya que un gato se metiera en el tranvía, lo que no sería para tanto, ¡sino que se dispusiera a pagar!

      El gato resultó ser no sólo un animal solvente, sino también bastante disciplinado. Ante el primer grito de la cobradora, desistió de la intrusión, se bajó del estribo y se sentó en la parada, donde se frotó los bigotes con la moneda. Pero apenas la cobradora tiró de la cuerda y el tranvía se puso en marcha, el gato se comportó como lo haría cualquiera que, expulsado del tranvía, necesita de todos modos viajar. Dejó pasar los tres primeros vagones, saltó sobre el paragolpes del último, se aferró con una pata a una goma que allí colgaba y arrancó sin gastarse la moneda.

      A pesar de su frustración, no dejaba de asombrar a Iván la extraordinaria velocidad con la que se desarrollaba la persecución. No habían pasado ni veinte segundos cuando Iván Nikoláievich, tras abandonar el bulevar Nikitski, estaba ya cegado por las luces de la plaza Arbat. Un par de segundos más y salió a un oscuro callejón con veredas torcidas, donde tropezó y se lastimó la rodilla. Otra calle iluminada, la Kropótkina, y luego un callejón; después la Ostózhenka y otro callejón, deprimente, sucio y mal iluminado. Y fue allí donde Iván perdió definitivamente a quien tanto quería alcanzar. El profesor había desaparecido.

      Iván Nikoláievich se desconcertó, pero no por mucho tiempo, porque enseguida se le ocurrió que el profesor sin duda debía de estar en el edificio número 13, con toda seguridad en el departamento 47.

      Iván Nikoláievich irrumpió en el edificio y subió volando hasta el segundo piso. Enseguida encontró el departamento y tocó el timbre con impaciencia. No tuvo que esperar mucho: le abrió una niña de unos cinco años que, sin preguntarle nada al visitante, desapareció de inmediato en el interior.

      Era un vestíbulo enorme, descuidado hasta el extremo, apenas iluminado por una pequeñísima bombilla de carbón que colgaba de un techo negro de mugre. De la pared colgaba una bicicleta sin llantas; en el suelo había un enorme baúl forrado de hierro y en el estante encima del perchero había un gorro de invierno con sus largas orejeras colgando.

      Detrás de una de las puertas, una voz masculina, sonora y enfadada, gritaba algo en verso desde la radio.

      La extraña situación no turbó en absoluto a Iván Nikoláievich, que se encaminó por el pasillo reflexionando: “Seguro se habrá escondido en el baño”. El pasillo estaba oscuro. Luego de chocarse varias veces con las paredes, Iván divisó una débil línea de luz debajo de una puerta, encontró a tientas el picaporte y tiró de él con suavidad. Saltó la cerradura e Iván se encontró precisamente en el baño, pensando que había tenido suerte.

      ¡Pero no tanta como la que hubiera necesitado! Lo envolvió un calor húmedo y, a la luz de los carbones que se consumían en el calentador, logró divisar unas palanganas colgadas de la pared y una bañera llena de horribles manchas negras por el esmalte descascarado. En la bañera, de pie, había una ciudadana desnuda, llena de jabón y con una esponja en las manos. Entornó sus ojos miopes para mirar a Iván, que acababa de irrumpir en el baño y, sin duda confundida bajo esa luz infernal, dijo alegre y en voz baja:

      —¡Kiriushka! ¡Basta de dar vueltas! ¿Se ha vuelto loco? Fiódor Ivánich está a punto de volver. ¡Váyase de aquí de inmediato! —Y salpicó a Iván con la esponja.

      El malentendido saltaba a la vista, y el culpable, desde luego, era Iván Nikoláievich. Pero no quiso reconocerlo y exclamó en tono de reproche: “¡Ah, pervertida!”, y enseguida, sin saber por qué, se encontró en la cocina. No había nadie allí; sobre la mesada, alineados en silencio, había cerca de una decena de hornillos de

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