El maestro y Margarita. Mijaíl Bulgákov

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El maestro y Margarita - Mijaíl Bulgákov

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debajo del ícono había otro, más pequeño y de papel, clavado con un alfiler.

      Nadie sabe qué idea se apoderó de Iván, pero antes de salir corriendo por la escalera de servicio, se apropió de una de las velas y del ícono de papel. Con esos objetos abandonó el departamento desconocido, balbuceando algo entre dientes, incómodo por lo que acababa de ver en el baño y tratando involuntariamente de adivinar quién sería ese insolente de Kiriushka y si no sería él el dueño del ridículo gorro con orejeras.

      En el callejón desierto y desolado, el poeta miró alrededor, buscando al fugitivo, pero no estaba por ningún lado. Entonces Iván se dijo con firmeza: “¡Pues claro, está en el río Moskvá! ¡Adelante!”.

      Tal vez alguien tendría que haberle preguntado a Iván Nikoláievich por qué suponía que el profesor estaba precisamente en el río Moskvá y no en cualquier otro sitio, pero, por desgracia, no había nadie allí para preguntárselo. El repugnante callejón estaba desierto.

      Poco después podía verse a Iván Nikoláievich en los peldaños de granito de la escalinata del río Moskvá.

      Tras quitarse la ropa, Iván la dejó al cuidado de un simpático barbudo, que fumaba un cigarro armado junto a una chaqueta blanca y rotosa y unos gastados zapatos sin acordonar. Movió un poco los brazos para aclimatarse y se lanzó al río como una golondrina. El agua helada le cortó la respiración e incluso en su cabeza relampagueó por un momento la idea de que no lograría salir a la superficie. Pero salió, tomando aire y resoplando, con los ojos redondos de terror, y comenzó a nadar en esa agua que olía a petróleo, por entre el camino zigzagueante y quebradizo de luz que arrojaban los faroles de la orilla.

      Cuando Iván, empapado y saltando los escalones, llegó al lugar donde había quedado su ropa bajo la custodia del barbudo, descubrió que no sólo faltaba la primera, sino también el segundo, es decir, el mismo barbudo. En el lugar donde había dejado la pila de ropa quedaron unos calzoncillos largos rayados, una chaqueta rotosa, la vela, el ícono y una caja de fósforos. Iván, furioso de impotencia, amenazó con el puño a alguien en la lejanía y se puso lo que le habían dejado.

      En ese momento, comenzaron a preocuparle dos consideraciones. La primera consistía en que había desaparecido su credencial del massolit, de la cual jamás se separaba; y la segunda era si podría andar libremente por Moscú con esa facha. En calzoncillos… Aunque a quién le importaba, con tal que no hubiera ningún reclamo o detención.

      Iván arrancó los botones de la parte inferior de los calzoncillos, contando con que pudieran pasar por pantalones de verano, tomó el ícono, la vela y los fósforos y echó a andar mientras se decía: “¡A Griboiédov! Está allí, no cabe la menor duda”.

      La ciudad había entrado ya en la vida nocturna. Pasaban los camiones con su chirrido de cadenas y envueltos en nubes de polvo. En sus plataformas iban unos hombres tumbados panza arriba sobre unos sacos. Todas las ventanas estaban abiertas. En cada una de ellas brillaba una luz bajo una pantalla naranja y desde cada ventana, cada puerta, cada arco, cada techo y altillo, cada sótano y zaguán, salía el ronco rugido de la polonesa de la ópera Eugenio Oneguin.

      Los temores de Iván Nikoláievich estaban por completo justificados: los transeúntes lo miraban fijo y se daban vuelta. A consecuencia de esto, decidió abandonar las grandes calles y continuar por pasajes, donde la gente no era tan molesta y había menos posibilidades de que importunaran a un hombre descalzo, sacándolo de sus casillas con preguntas sobre sus calzoncillos, que se resistían obstinados a parecer pantalones.

      Y así lo hizo Iván: se sumergió en la misteriosa red de pasajes de la Arbat; transitaba pegado a los muros, volviéndose con temor y mirando furtivamente alrededor, escondiéndose de vez en cuando en los portales y evitando los cruces con semáforos y las lujosas puertas de los palacetes de las embajadas.

      Y durante todo ese arduo camino, la omnipresente orquesta, que acompañaba al grave bajo que cantaba su amor a Tatiana, por alguna razón, lo atormentaba de modo indecible.

      1 En tiempos soviéticos, la calle Gran Nikítskaia se denominaba Herzen, mientras que la Pequeña Nikítskaia se llamaba Kachálova. [N. de la T.]

      Capítulo 5

      Hubo un alboroto

      en Griboiédov

      En un bulevar circular, al fondo de un decrépito jardín, había una casa antigua de dos pisos, color crema, separada de la vereda por una reja labrada de hierro fundido. Ante la casa había una pequeña plazoleta asfaltada, que en invierno se cubría de un montón de nieve coronado por una pala clavada, y, en verano, bajo un toldo de lona, se convertía en un espléndido anexo del restaurante.

      Se llamaba La Casa de Griboiédov porque se suponía que, en otros tiempos, había sido propiedad de una tía del escritor Aleksandr Serguéievich Griboiédov. Bueno, si era o no era la propietaria, no lo sabemos con seguridad. Nos parece recordar que Griboiédov ni siquiera tenía una tía propietaria… Pero el asunto es que la casa fue llamada así. Es más, un fabulador moscovita llegó a asegurar que en el segundo piso, en la sala redonda con columnas, el famoso escritor recitaba a su tía, tendida en un sofá, partes de La desgracia de tener ingenio. Acaso fuera cierto, ¡quién diablos sabe!, pero eso no es lo importante.

      Lo importante es que en la actualidad la casa era propiedad de aquel massolit presidido por el desdichado Mijaíl Aleksándrovich Berlioz antes del episodio en los Estanques Patriarshie.

      El massolit no podía haberse instalado en Griboiédov mejor ni con más comodidades. Quienquiera que visitase Griboiédov se topaba antes que nada con los anuncios de diversas actividades deportivas y con fotografías grupales e individuales de los miembros del massolit, colgadas en las paredes de la escalera que llevaba al segundo piso.

      En la puerta de la primera habitación del piso superior podía verse una gran inscripción que decía: “Sección pesca-veraneo”, con un dibujo que representaba un pez carpa mordiendo el anzuelo.

      En la puerta de la habitación número 2 había una inscripción poco clara: “Excursión artística de un día. Dirigirse a M. V. Podlózhnaia”.

      La puerta siguiente llevaba una inscripción breve pero ya del todo ininteligible: “Perelíguino”. Luego el visitante casual de Griboiédov empezaba a sentirse mareado a causa del gran número de carteles que decoraban las puertas de nogal de la tía: “Por papel, anotarse en la lista de espera que lleva Poklióvkina”, “Caja”, “Cuentas personales de autores de sketches”…

      Después de recorrer una extensa cola que empezaba en la planta baja junto a la portería, se llegaba a una puerta, acometida a cada instante por la gente, en la que se leía la inscripción: “Cuestión vivienda”.

      Detrás de la cuestión de la vivienda se descubría un lujoso afiche que representaba una roca; en la parte superior podía verse un jinete que vestía una capa y llevaba un fusil al hombro. Debajo había unas palmeras y un balcón, y en este, mirando a lo alto con ojos muy espabilados, un joven con jopo y con una pluma estilográfica. Letrero: “Vacaciones artísticas completas desde dos semanas (relato-novela corta) hasta un año (novela, trilogía). Yalta,

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