El maestro y Margarita. Mijaíl Bulgákov

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El maestro y Margarita - Mijaíl Bulgákov

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cuenta de que no era ningún fantasma, sino el mismísimo Iván Nikoláievich Bezdomni, el famoso poeta.

      Estaba descalzo, vestía una andrajosa chaqueta blancuzca y calzoncillos blancos rayados, y tenía abrochado en su pecho un ícono de papel con la imagen borrosa de un santo desconocido. Iván Nikoláievich, además, llevaba en la mano una vela de bodas encendida. Su mejilla derecha lucía un desgarro reciente. Hubiera sido difícil medir la profundidad del silencio que se había instalado en la terraza. Incluso pudo verse a uno de los camareros derramar la cerveza de una jarra que llevaba inclinada.

      El poeta alzó la vela sobre su cabeza y dijo con voz estridente:

      —¡Saludos, amigos! —Luego miró debajo de la mesita más cercana y exclamó angustiado—: ¡No, tampoco está aquí!

      Se oyeron dos voces. Una voz de bajo dijo con crueldad:

      —Asunto terminado: delirium tremens.

      La segunda voz, de mujer y asustada, dijo:

      —¿Cómo es que la policía le permitió andar por la calle con ese aspecto?

      Iván Nikoláievich la oyó y replicó:

      —¡Dos veces me quisieron detener, en el Skátertni y aquí, en la Brónnaia, pero me escabullí a través de un portón y, ya ve, me corté la mejilla! —Iván Nikoláievich alzó la vela y exclamó—: ¡Hermanos en la literatura! —Su voz ronca se volvió más fuerte y ardorosa—. ¡Escúchenme todos! ¡Ha venido! ¡Atrápenlo de inmediato, de lo contrario causará un daño indescriptible!

      —¿Qué? ¿Qué dice? ¿Quién ha venido? —Se alzaron voces por todas partes.

      —¡El consultor! —respondió Iván—. El consultor ha venido, y acaba de matar a Misha Berlioz en los Patriarshie.

      En ese momento, desde la sala interior afluyó la gente a la terraza; la multitud se concentró alrededor de la llama de Iván.

      —Disculpe, hable con más precisión —dijo al oído de Iván Nikoláievich una voz suave y amable—. Diga, ¿cómo que lo ha matado? ¿Quién lo ha matado?

      —¡Un consultor extranjero, profesor y espía! —repuso Iván, mirando alrededor.

      —¿Y cómo es su apellido? —le preguntaron en voz queda al oído.

      —¡Ese es el problema! —gritó angustiado Iván—. ¡Si supiera su apellido! No alcancé a verlo en su tarjeta… Recuerdo sólo la primera letra: “W”. ¡El apellido empieza con “W”! ¿Pero qué apellido empieza con “W”? —se preguntó Iván, llevándose la mano a la frente, y empezó a balbucear—: We, we… Wa… Wo… ¿Washner? ¿Wagner? ¿Wayner? ¿Wegner? ¿Winter? —Los cabellos en la cabeza de Iván comenzaron a moverse por el esfuerzo.

      —¿Wulf? —sugirió con compasión una mujer.

      Iván se enfureció.

      —¡Estúpida! —gritó, buscándola con la vista—. ¿Qué tiene que ver Wulf con esto? ¡Wulf no tiene la culpa de nada! Wo… Wo… ¡No! ¡No puedo recordarlo! Bueno, esto es lo que hay que hacer, ciudadanos: llamen enseguida a la policía y que manden cinco motocicletas con ametralladoras para cazar al profesor. Y no olviden mencionar que lo acompañan otros dos: uno larguirucho, a cuadros…, los quevedos rotos…, y un gato negro y obeso. Yo, mientras tanto, me encargaré de registrar Griboiédov… ¡Presiento que está aquí!

      Iván se inquietó, apartó a empujones a las personas que lo rodeaban y se puso a agitar la vela, volcándose la cera encima, y a mirar por debajo de las mesas. En ese momento, se oyó a alguien decir: “¡Un médico!”, y ante Iván apareció un rostro con anteojos, amable, carnoso, afeitado y nutrido.

      —Camarada Bezdomni —habló el rostro con voz jubilosa—, ¡cálmese! Usted está perturbado por la muerte de nuestro querido Mijaíl Aleksándrovich… No, simplemente, Misha Berlioz. Todos lo comprendemos a la perfección. Usted necesita descansar. Ahora los camaradas lo acompañarán a la cama y usted podrá relajarse…

      —Pero —Lo interrumpió Iván, enseñando los dientes— ¿acaso no entiendes que hay que atrapar al profesor? ¡Y tú aquí molestándome con estupideces! ¡Cretino!

      —Disculpe, camarada Bezdomni —respondió el rostro, ruborizándose, y retrocedió arrepentido de haberse metido en el asunto.

      —No, ¡tú eres el último al que disculparía! —dijo Iván Nikoláievich con odio sereno.

      Un espasmo desfiguró su rostro y, pasando la vela con rapidez de la mano derecha a la izquierda, tomó un envión y golpeó el amable rostro en la oreja.

      En ese momento, todos cayeron en la cuenta de que era necesario sujetar a Iván y se arrojaron sobre él. La vela se apagó y los anteojos, que habían resbalado de su cara, quedaron aplastados. Iván soltó un terrible grito de guerra que, para regocijo de todos, fue oído hasta en el bulevar, y comenzó a defenderse. La vajilla comenzó a caer de las mesas y a tronar. Las mujeres gritaron.

      Mientras los camareros ataban a Iván con toallas, en el vestidor tuvo lugar una conversación entre el capitán del bergantín y el portero:

      —Pero ¿no has visto que estaba en calzoncillos? —preguntó el pirata con frialdad.

      —Sí, Archibald Archibáldovich, pero… —respondió el portero, amilanado— ¿cómo podía no dejarlo pasar si es miembro del massolit?

      —Pero ¿no has visto que estaba en calzoncillos? —repitió el pirata.

      —Disculpe, Archibald Archibáldovich —dijo el portero, poniéndose bordó—, pero ¿qué podía hacer? Yo entiendo que en la terraza hay damas, pero…

      —Las damas aquí no tienen nada que ver; a las damas les da lo mismo —replicó el pirata, fulminando al portero con la mirada—. ¡Pero a la policía no le da lo mismo! ¡Una persona en ropa interior puede transitar por las calles de Moscú sólo si está acompañada por la policía, y puede ir sólo a un lugar: a la comisaría! Como portero, deberías saber que, al hallar a una persona en ese estado, tu deber es ponerte a silbar de inmediato. ¿Me oyes?

      El portero, paralizado, oyó el estrépito de los platos rotos y los gritos de las mujeres.

      —¿Ahora qué hago contigo por esto? —preguntó el filibustero.

      El cutis del portero adquirió un matiz tísico y sus ojos eran los de un muerto. Le pareció que los cabellos negros de su jefe, antes peinados con raya, se cubrían de una seda rojo ardiente. Desaparecieron el plastrón y el frac, y por detrás del cinturón de cuero se asomó una culata de pistola.

      El portero se imaginó colgado de un mástil. Vio su propia lengua saliéndosele de la boca y su cabeza exánime caída sobre el hombro. Incluso llegó a oír el sonido de las olas por fuera de la borda. Se le doblaban las piernas. Pero entonces el filibustero se apiadó de él y apagó su aguda mirada.

      —Mira, Nikolái, ¡que sea la última vez! Ni regalados necesitamos porteros como tú. Ponte de portero en una iglesia —Luego de estas palabras, el comandante le dio unas órdenes claras, precisas y rápidas—: Llamar a Panteléi del bufete. A un policía. El acta. Un coche. Al psiquiátrico —y agregó—: ¡Silba!

      Un

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