El maestro y Margarita. Mijaíl Bulgákov

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El maestro y Margarita - Mijaíl Bulgákov

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a cuadros tan arriba, que se le veían las sucias medias blancas.

      Mijaíl Aleksándrovich retrocedió, pero se consoló pensando que se trataba de una simple coincidencia y que no había tiempo para reflexionar en ello.

      —¿Busca el molinete, camarada? —preguntó el sujeto de a cuadros con voz desafinada—. ¡Por aquí, por favor! Siga derecho y llegará bien. Debería cobrarle un cuarto de litro por la indicación…, un trago para recuperarme…, soy exchantre… —Y se quitó la gorra haciendo gestos burlones.

      Berlioz no quiso seguir escuchando al pedigüeño y visajero chantre; se acercó corriendo al molinete y apoyó una mano sobre él. Lo hizo girar; se disponía ya a pisar las vías cuando una luz blanca y roja bañó su rostro: se encendió la señal “¡Cuidado con el tranvía!”. Dicho tranvía enseguida apareció: venía doblando por la vía recién construida del pasaje Iermoláievski a la Brónnaia. Tras superar la curva y salir en línea recta, se iluminó por dentro, dio un alarido y aceleró.

      El prudente Berlioz, aunque estaba fuera de peligro, decidió volver detrás de la barrera; puso una mano en el molinete y dio un paso hacia atrás. De repente, su mano resbaló y se soltó, su pie patinó como sobre hielo por los adoquines que descendían hasta las vías, el otro pie se elevó por los aires y Berlioz salió despedido hacia ellas.

      Tratando de aferrarse a algo, Berlioz cayó boca arriba y se golpeó ligeramente la nuca contra los adoquines; alcanzó a vislumbrar en lo alto —ya sin saber si a la izquierda o a la derecha— una luna áurea. Se volvió de costado y, con un movimiento desesperado, llevó las piernas hacia el abdomen; al girar la cabeza, se encontró con la cara blanca de terror y el pañuelo rojo de la conductora, que se le acercaba inexorablemente. Berlioz no gritó, pero de pronto toda la calle a su alrededor empezó a chillar con voces de mujer. La conductora accionó el freno eléctrico, el vagón clavó la delantera en el suelo, dio un brinco y los vidrios saltaron de las ventanas con estrépito. En ese momento, en el cerebro de Berlioz alguien gritó con desesperación: “¿Será posible?”. Otra vez —por última vez—, apareció la luna, pero quebrándose ya en pedazos. Luego vino la oscuridad.

      El tranvía cubrió a Berlioz. Un objeto redondo y oscuro saltó contra la reja de los Patriarshie, rodó por la pendiente y comenzó a dar brincos por los adoquines de la Brónnaia.

      Era la cabeza de Berlioz.

      1 El Metropol es un célebre hotel de primera clase en el centro de Moscú, construido en 1907, que se encuentra aún hoy en funcionamiento. [N. de la T.]

      Capítulo 4

      La persecución

      Se calmaron los histéricos gritos de las mujeres y dejaron de sonar los silbatos de la policía; llegaron dos ambulancias: una de ellas se llevó el cuerpo decapitado y la cabeza a la morgue, y la otra, a la bella conductora, herida con trozos de vidrio; los barrenderos, de delantales blancos, limpiaron los restos de vidrio y cubrieron con arena los charcos de sangre; Iván Nikoláievich, que se había dejado caer en un banco antes de llegar al molinete, permaneció inmóvil sobre él.

      Varias veces había intentado levantarse, pero sus piernas no le respondían: Bezdomni sufría una especie de parálisis.

      El poeta se había echado a correr hacia el molinete al oír el primer grito y había visto la cabeza brincando por el bulevar. Ese espectáculo lo trastornó de tal manera que, al caer sobre el banco, se mordió una mano hasta hacerla sangrar. Naturalmente, había olvidado al alemán loco y sólo trataba de entender una cosa: ¿cómo era posible que recién estuviera hablando con Berlioz y un minuto más tarde su cabeza…?

      La gente, perturbada, pasaba a su lado corriendo y gritando por la alameda, pero Iván Nikoláievich no percibía sus palabras.

      Sin embargo, dos mujeres chocaron de golpe junto a él y una de ellas, de nariz afilada y cabeza descubierta, le gritó a la otra sobre la oreja misma del poeta:

      —¡Ánnushka, nuestra Ánnushka! ¡De la Sadóvaia! ¡Fue ella! ¡Compró en el almacén un litro de aceite, pero al pasar por el molinete va y rompe la botella entera! Se estropeó toda la falda… ¡Cómo se puso a maldecir! Y resulta que el pobrecito se resbaló y se patinó en las vías…

      De todo lo que había gritado la mujer, la mente perturbada de Iván Nikoláievich retuvo una sola palabra: “Ánnushka”…

      —Ánnushka… ¿Ánnushka? —balbuceó el poeta, mirando alarmado a su alrededor—. Disculpen…

      A la palabra “Ánnushka” se le sumaron las palabras “aceite” y luego, por alguna razón, “Poncio Pilatos”. El poeta desechó a Pilatos y comenzó a atar cabos, empezando por la palabra “Ánnushka”. Los cabos se unieron con rapidez y lo condujeron enseguida al profesor demente.

      ¡Claro! Si había dicho que la reunión no se celebraría porque Ánnushka ya había derramado el aceite… ¡Y vaya que no se celebraría la reunión! Es más: ¿no había dicho que a Berlioz le cortaría la cabeza una mujer? ¡Sí, sí, sí! ¿Y no era una mujer la que conducía el tranvía? ¿Qué es lo que está pasando aquí, eh?

      No quedaba la menor duda de que el misterioso consultor conocía de antemano y con exactitud el terrible cuadro de la muerte de Berlioz. En ese momento, dos pensamientos surcaron la mente del poeta. El primero fue: “¡No es ningún loco! ¡Patrañas!”, y el segundo: “¿No lo habrá tramado él mismo?”.

      Pero, permítame saber: ¿cómo?

      “¡Ah, no! ¡Ya lo averiguaremos!”

      Haciendo un gran esfuerzo, Iván Nikoláievich se levantó del banco y echó a correr hacia atrás, en dirección al lugar donde había estado hablando con el profesor. Por fortuna, este seguía allí.

      Ya se habían encendido los faroles en la Brónnaia, y encima de los Patriarshie resplandecía una luna dorada. Bajo su luz siempre engañosa, a Iván Nikoláievich le pareció que lo que el hombre tenía bajo el brazo no era un bastón, sino una espada.

      El entrometido exchantre estaba sentado en el mismo lugar que hacía poco había ocupado Iván Nikoláievich. Ahora el chantre se había colocado en la nariz unos quevedos a todas luces innecesarios: les faltaba uno de los cristales y el otro estaba partido. A causa de esto, el ciudadano a cuadros parecía aún más repugnante que cuando le señalara a Berlioz el camino a las vías.

      Con el corazón encogido, Iván se acercó al profesor y, mirándole el rostro, se convenció de que no había en él ahora, ni había habido nunca, el menor indicio de locura.

      —Confiéselo: ¿quién es usted? —preguntó Iván con voz sorda.

      El extranjero frunció el entrecejo, miró al poeta como si lo viera por primera vez y contestó con hostilidad:

      —No entender… ruso hablar…

      —¡Es que Su Majestad no entiende! —intervino el chantre desde su banco, aunque nadie le había pedido que explicara las palabras del extranjero.

      —¡No se haga el tonto! —dijo Iván en tono amenazador y sintió frío en el estómago—. Hace un rato usted hablaba un ruso perfecto. ¡Usted no es ni alemán ni profesor! ¡Es un asesino y un espía! ¡Sus documentos! —gritó Iván con furia.

      El

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