El maestro y Margarita. Mijaíl Bulgákov

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El maestro y Margarita - Mijaíl Bulgákov

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se sucedían: “Dirección del massolit”, “Cajas 2, 3, 4, 5”, “Colegio de editores”, “Director del massolit”, “Sala de billar”, diversas dependencias y finalmente la sala con columnas en donde la tía se deleitaba con la comedia de su genial sobrino.

      Cualquier visitante —si no era un total estúpido—, al llegar a Griboiédov, se daba cuenta enseguida de lo bien que vivían los que tenían la dicha de ser miembros del massolit y comenzaba de inmediato a sentir que la negra envidia se apoderaba de él. Entonces comenzaba a formular amargos reproches al cielo por no haberle dotado de talento literario, sin el cual, por supuesto, no se podía ni soñar con poseer la credencial de miembro del massolit, una credencial color marrón que olía a cuero caro, con un lujoso ribete dorado, bien conocida en todo Moscú.

      ¿Quién se atrevería a decir algo en defensa de la envidia? Es un sentimiento de la peor categoría, pero hay que ponerse en la piel del visitante. Porque lo que había visto en el piso superior aún no era todo, ni mucho menos. Toda la planta baja de la casa de la tía estaba ocupada por un restaurante, ¡y qué restaurante! Con toda justicia se lo consideraba el mejor de Moscú. Y no sólo porque ocupara dos grandes salones con techos abovedados, decorados con pinturas de caballos lilas con crines asirias; no sólo porque en cada mesita hubiera una lámpara cubierta con un chal; no sólo porque allí no podía entrar cualquier persona de la calle; sino también porque la calidad de la comida de Griboiédov superaba por lejos a cualquier otro restaurante de Moscú, además de tener un costo muy accesible, nada exagerado.

      Por ello no hay nada de sorprendente en una charla como la que escuchó una vez el autor de estas veraces líneas junto a la reja de hierro fundido de Griboiédov:

      —¿Dónde cenas hoy, Ambrosi?

      —¡Pero qué pregunta! ¡Aquí, por supuesto, querido Foká! Archibald Archibáldovich me ha contado en secreto que hoy habrá porciones de lucio au naturel. ¡Todo un manjar!

      —¡Tú sí que sabes vivir, Ambrosi! —decía entre suspiros Foká, enjuto, descuidado y con un carbunclo en el cuello, al poeta Ambrosi, ese gigante de labios encarnados, cabellos dorados y mejillas relucientes.

      —No se trata de ningún saber —replicaba Ambrosi—, sino el simple deseo de llevar una vida digna. Tal vez estés pensando, Foká, que también se puede encontrar lucio en el Coliseo. Pero allí la porción cuesta trece rublos con quince, ¡y a nosotros nos cuesta cinco con cincuenta! Además, en el Coliseo el lucio es de tres días y no tienes ninguna garantía de que no te golpee con un racimo de uvas algún joven salido del pasaje Teatralni. No, estoy absolutamente en contra del Coliseo —rugía la voz del gastrónomo Ambrosi en todo el bulevar—. ¡No trates de convencerme, Foká!

      —No estoy tratando de convencerte, Ambrosi —chillaba Foká—. Se puede cenar en casa.

      —Mi fiel servidor —bramaba Ambrosi—, ¡me imagino a tu esposa intentando preparar en la cacerola de la cocina colectiva de tu casa unas porciones de lucio au naturel! ¡Ji, ji, ji! ¡Au revoir, Foká! —Y Ambrosi se dirigió canturreando a la terraza bajo el toldo.

      Oh, sí, sí ¡Vaya que sí!… ¡Todos los viejos moscovitas recuerdan al famoso Griboiédov! ¡Qué son los lucios hervidos a la carta! ¡Una ganga, querido Ambrosi! ¿Y el esturión, el esturión en una cacerolita plateada, el esturión en trozos, con capas de cuello de cangrejo y caviar fresco? ¿Y los huevos cocotte con puré de champiñones en tacitas? ¿Y no le gustan los filetitos de mirlo? ¿Con trufas? ¿Las codornices a la genovesa? ¡Diez con cincuenta! ¡Y el jazz, y la atención amable! ¿Y en julio, cuando toda la familia está en la casa de verano y a usted unos asuntos literarios impostergables lo retienen en la ciudad, en la terraza, a la sombra de una parra, y en una mancha dorada del mantel limpísimo un platito de sopa printempnière? ¿Lo recuerda, Ambrosi? ¡Pero ni hace falta preguntarlo! Leo en sus labios que lo recuerda. ¡Pero qué son sus tímalos y sus lucios! ¿Y los chorlitos de época, las chochas, las perdices, las estarnas y los pitorros? ¡¿Y el narzán que chisporrotea en la garganta?! ¡Pero ya es suficiente, lector, te estás distrayendo! ¡Sígueme!…

      A las diez y media de aquel mismo día, cuando Berlioz murió en los Patriarshie, en Griboiédov sólo una habitación de la planta alta estaba iluminada. Allí languidecían doce literatos ya reunidos y en espera de Mijaíl Aleksándrovich.

      Acomodados en las sillas, en las mesas y hasta en los alféizares de las ventanas de la Dirección del massolit, sufrían un calor sofocante. No corría ni un poco de aire fresco a través de las ventanas abiertas. Moscú irradiaba todo el calor que había acumulado el asfalto durante el día, y era evidente que la noche no traería alivio. Desde el sótano de la casona de la tía, donde se hallaba la cocina del restaurante, subía olor a cebolla; todos tenían sed, todos estaban nerviosos y enojados.

      El novelista Beskúdnikov, hombre calmo y bien vestido, de ojos atentos y a la vez elusivos, sacó su reloj. La aguja se arrastraba hacia las once. Beskúdnikov golpeó con el dedo la esfera del reloj y se lo mostró al vecino, el poeta Dvubratski, quien, sentado sobre la mesa, balanceaba aburrido sus pies, calzados con unos zapatos amarillos de suela de goma.

      —Caramba… —rezongó Dvubratski.

      —El muchacho seguramente se ha atascado en el río Kliazma —replicó con voz gruesa Nastasia Lukínishna Nepreménova, una moscovita huérfana de padres burgueses, que se había hecho escritora y se dedicaba a escribir cuentos de batallas navales bajo el seudónimo de Timonero George.

      —¡Permítame! —dijo con audacia Zagrívov, autor de sketches populares—. Yo también me tomaría gustoso un tecito en el balcón en vez de cocinarme aquí dentro. ¿Acaso la reunión no estaba acordada para las diez?

      —¡Qué bien se ha de estar ahora en el Kliazma! —Pinchó a los presentes Timonero George, sabiendo que Perelíguino, la aldea de verano de los literatos en el río Kliazma, era el punto débil de todos—. Ya deben de cantar allí los ruiseñores. Yo siempre trabajo mejor en las afueras de la ciudad, sobre todo en primavera.

      —Ya es el tercer año que invierto algún dinerillo para mandar a ese paraíso a mi mujer enferma de bocio, pero no hay caso —dijo con amargura y veneno el novelista Ierónim Poprijin.

      —Eso ya es cuestión de suerte —Retumbó desde el alféizar la voz del crítico Abábkov.

      La alegría brilló en los pequeños ojitos de Timonero George, quien, suavizando su contralto, dijo:

      —No hay que ser envidiosos, camaradas. Apenas hay veintidós casas de campo y se están construyendo sólo siete más, y somos tres mil en el massolit.

      —Tres mil ciento once personas —acotó alguien desde el rincón.

      —Ya ve —prosiguió Timonero—. ¿Qué se puede hacer? Es natural que les hayan dado esas casas a los más talentosos de entre nosotros…

      —Bah… ¡A los generales! —irrumpió sin rodeos Glujariov, el guionista.

      Beskúdnikov, fingiendo un bostezo, salió de la habitación.

      —Tiene cinco habitaciones para él solo en Perelíguino —dijo a sus espaldas Glujariov.

      —Lavrovich tiene seis —gritó Deniskin—, ¡y el comedor panelado de roble!

      —Eh, ahora no se trata de eso —añadió Abábkov con voz de bajo—, sino de que son las once y media.

      Se armó un barullo; maduraba algo parecido a un motín. Comenzaron por llamar al odiado Perelíguino,

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