El maestro y Margarita. Mijaíl Bulgákov

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El maestro y Margarita - Mijaíl Bulgákov

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y por supuesto no hallaron a nadie.

      —¡Podría haber llamado! —gritaban Deniskin, Glujariov y Kvant.

      Ay, sus gritos eran en vano: Mijaíl Aleksándrovich ya no podía llamar a nadie. Lejos, lejos de Griboiédov, en una enorme sala iluminada con potentes lámparas, yacía, sobre tres mesas de cinc, aquello que hasta hacía poco era Mijaíl Aleksándrovich.

      En la primera estaba el cuerpo desnudo, lleno de sangre seca, con un brazo roto y el tórax aplastado; en la segunda, la cabeza con los dientes delanteros rotos y los ojos abiertos y turbios, que ya no se asustaban de la luz hiriente; y en la tercera, un montón de trapos sucios.

      Al lado del decapitado se encontraban: un doctor en medicina forense, un especialista en patología anatómica y su ayudante, representantes de la Comisión Investigadora y el vicepresidente del massolit, el literato Zheldibin, quien tuvo que abandonar a su esposa enferma por haber sido convocado de urgencia.

      Un coche pasó a buscar a Zheldibin y lo llevó, junto con los investigadores (eso fue cerca de la medianoche), al departamento del difunto, donde fueron lacrados sus papeles. Luego se dirigieron a la morgue.

      Y ahora, quienes rodeaban los restos del difunto debatían sobre qué sería mejor: si coser la cabeza cortada al cuello o simplemente exhibir el cuerpo en la sala de Griboiédov, tapando al muerto hasta el mentón con un paño negro.

      No, Mijaíl Aleksándrovich no podía llamar a nadie y en vano gritaban indignados Deniskin, Glujariov y Kvant con Beskúdnikov. A la medianoche, los doce literatos abandonaron el piso superior y bajaron al restaurante. Allí otra vez maldijeron por dentro a Mijaíl Aleksándrovich: todas las mesitas de la terraza, como es natural, ya estaban ocupadas, de modo que hubo que quedarse a cenar en los bellos pero sofocantes salones.

      También a la medianoche, en el primero de esos salones, algo sonó, retumbó, se desparramó y comenzó a rebotar. Enseguida una fina voz de hombre gritó frenética, al ritmo de la música: “¡¡Aleluya!!”. Era el famoso jazz de Griboiédov, que rompió a tocar. Fue como si los rostros cubiertos de sudor se iluminaran; parecía que habían cobrado vida los caballos pintados en el techo; las lámparas aumentaron su luz y, de repente, como liberándose de sus cadenas, ambas salas se echaron a bailar, y tras ellas, la terraza.

      La voz aguda ya no cantaba, sino aullaba: “¡Aleluya!”. El estrépito de los platillos dorados del jazz llegaba por momentos a cubrir el de los platos que las camareras bajaban por una rampa a la cocina. En una palabra: un infierno.

      También a la medianoche hubo una aparición en aquel infierno. Salió a la terraza un hombre apuesto, de ojos negros y barba en forma de puñal, vestido con frac, que echó una mirada regia sobre sus posesiones. Dicen los místicos que en otros tiempos ese hombre apuesto no usaba frac, sino que llevaba un gran cinturón de cuero del que asomaban culatas de pistolas; sus cabellos, del color del ala de un cuervo, estaban atados con seda roja; y en el mar del Caribe, bajo su mando, navegaba un bergantín cuya bandera lucía una calavera y dos huesos cruzados.

      ¡Pero no, no! Mienten esos místicos seductores: no existe ningún mar del Caribe, y no navegan por él intrépidos filibusteros, ni los persigue una corveta, ni el humo de los cañones se extiende sobre las olas. ¡Nada de eso existe ni ha existido jamás! Lo que hay es un tilo marchito, una reja de hierro fundido y, tras ella, el bulevar… Y el hielo que se derrite en una copa, y unos ojos de buey llenos de sangre en la mesita de al lado, ¡horror, horror…! ¡Oh, dioses, dioses míos, veneno, veneno es lo que necesito!…

      De pronto, desde una mesita, voló una palabra: “¡¡Berlioz!!”. El jazz se desarmó y enmudeció, como si alguien lo hubiera golpeado con el puño. “¡¿Qué?! ¡¿Cómo?!” Todos empezaron a sobresaltarse, a gritar…

      Sí, una ola de dolor se alzó ante la horrible noticia sobre Mijaíl Aleksándrovich. Alguien gritó, agitado, que era necesario componer un telegrama colectivo allí mismo y enviarlo sin pérdida de tiempo.

      Pero ¿qué telegrama?, nos preguntamos. ¿Y a quién? ¿Y para qué enviarlo? En verdad, ¿a quién? ¿Para qué querría un telegrama el que estaba ahora en poder de las manos enguantadas del ayudante, con la nuca aplastada y el cuello pinchado por las agujas torcidas del médico forense?

      Ha muerto y no necesita de ningún telegrama. Todo ha acabado, no sobrecarguemos ya el telégrafo.

      Sí, ha muerto, ha muerto… ¡Pero nosotros aún estamos vivos!

      Así pues, la ola de dolor se alzó, se mantuvo y luego comenzó a descender; algunos fueron regresando de a poco a sus mesitas y se pusieron a tomar, primero a hurtadillas y luego sin disimulo, algún que otro trago de vodka con bocaditos. No es para echar a perder las croquetas de pollo de volaille, ¿o sí? ¿Qué podemos hacer ya por Mijaíl Aleksándrovich? ¿Quedarnos con hambre? ¡Pero si nosotros estamos vivos!

      Como es natural, el piano fue cerrado con llave, el jazz se disipó y varios periodistas se fueron a sus redacciones a escribir notas necrológicas. Se supo que Zheldibin había llegado de la morgue. Se instaló arriba, en el despacho del difunto, y enseguida corrió el rumor de que sería el sucesor de Berlioz. Zheldibin convocó a los doce miembros de la dirección que se encontraban en el restaurante, y en la reunión de urgencia que se celebró en el despacho de Berlioz se debatió acerca de una serie de cuestiones impostergables, como la decoración de la sala con columnas de Griboiédov, el traslado del cuerpo desde la morgue a dicha sala, la apertura del acceso a ella y otros asuntos relacionados con el penoso suceso.

      El restaurante reanudó su vida nocturna habitual y hubiera continuado así hasta el cierre, es decir, hasta las cuatro de la mañana, si no hubiera acontecido algo tan fuera de lo común que impresionó a los comensales mucho más que la noticia de la muerte de Berlioz.

      Los primeros en inquietarse fueron los cocheros que aguardaban a las puertas de la casa de Griboiédov. Se escuchó a uno de ellos gritar, incorporándose en el pescante:

      —¡Ja! ¡Miren eso!

      De pronto, sin que se supiera de dónde había salido, una llamita apareció ante la reja de hierro fundido y comenzó a acercarse a la terraza. Los que estaban sentados en sus mesas empezaron a incorporarse, observando con atención, y vieron encaminarse hacia el restaurante, junto con la lucecita, a un fantasma blanco. Cuando llegó a la reja, todos parecieron petrificarse en sus mesas, con los ojos desorbitados y los pedazos de esturión clavados en los tenedores. El portero, que en ese momento se encontraba fumando en el patio, junto a la puerta del

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