Intriga en Los Laureles. Francisco José Nesbitt Almeida
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—Está bien, si así ya me dejarás en paz para disfrutar de la estancia de mi papá en la ciudad.
Terminaron de comer y juntos se fueron a la notaría en donde ya los esperaba el abogado de Jean Claude, con el documento listo para que Ana Karen firmara. Era un poder general para pleitos, cobranzas, actos de administración y dominio, irrevocable incluso con la muerte. La mujer firmó lo necesario e inmediatamente después, se retiraron del lugar.
A la mañana siguiente, Jean Claude recibió una llamada de Manuel Licón, quien le comunicó que se encontraba en la capital y le exigía lo recibiera personalmente para dar solución al problema del robo de ganado en la hacienda Los Laureles. Fijaron como punto de reunión un restaurante en las afueras de la ciudad, pues no era conveniente que Licón acudiera a las oficinas de la transportadora. Se encontraron en el lugar y hora convenidos, y Jean Claude Dumont le informó a su ex socio que ya todo estaba arreglado, que su suegro ya no seguiría el proceso legal iniciado por el robo; pero Manuel Licón le exigió dinero debido, pues debido al negocio fallido, él había perdido su trabajo.
—Tranquilo Manuel —dijo Jean Claude—, solo necesito que esperes un par de meses y yo te voy a regresar tu trabajo en Los Laureles.
Le contó a detalle el plan que tenía con su abogado de eliminar a don Luis para apoderarse de todos los bienes del viejo mediante el documento, que ante notario público, le había entregado su esposa Ana Karen Rodríguez. Manuel Licón se sorprendió de la forma en que Jean Claude Dumont había logrado solucionar el problema y lo que más le gusto es que recuperaría su trabajo dentro de poco tiempo y mejor aún, su futuro patrón estaría muy lejos de la hacienda y él sería entonces quien dirigiera el lugar; incluso pensó que lo primero que haría sería despedir a Fabián y a su abuela, ya que por culpa de ese muchacho se había venido abajo su fructífero negocio.
Después de dejar en orden sus negocios en la capital del país y habiendo ya quedado debidamente escriturada a su nombre, la casa que Jean Claude Dumont había heredado de su padre, don Luis Rodríguez tomó un vuelo de regreso sin avisar a nadie de su llegada. Quería adquirir un nuevo vehículo para Fabián, ahora que era el nuevo caporal de Los Laureles, y pasar por la fiscalía para solicitar que el proceso iniciado por el robo de ganado quedara archivado, conforme al arreglo establecido con Jean Claude, por lo que no llegó a la hacienda hasta el día siguiente. Se le vio entrar en una flamante camioneta último modelo de doble tracción; bajó de ella y fue precisamente Fabián quien le interrogó:
—Don Luis, ¿por qué no aviso que regresaba para haber ido por usted?
—Espero que no te moleste que haya tomado prestada tu camioneta para viajar de la ciudad a la hacienda, muchacho; aquí la tienes, sana y salva.
—No le entiendo, don Luis —dijo Fabián con una risilla nerviosa.
—Pues esta es la nueva camioneta del caporal de Los Laureles, ¿te gusta?
—Está muy bonita, pero...
—Súbete y manéjala, es tuya.
El muchacho, sonriendo alegremente, dio un abrazo a su patrón y se subió al vehículo diciendo:
—Mil gracias, don Luis; quiero enseñársela a mi abuela
—Pues llámala. ¿Qué te parece si damos una vuelta por la hacienda para que la estrenes, sirve que me pones al tanto de lo que ha pasado en mi ausencia… Pero anda, ve por tu abuela y dile que nos acompañe, mientras yo meto el equipaje a la casa.
Hacendado, caporal y cocinera recorrieron la hacienda por un par de horas y mientras lo hacían Fabián informó a don Luis de los pormenores acontecidos en la hacienda durante su ausencia y sobre algunas ideas que tenía para mejorar el rendimiento de los pastizales y del agua de los pozos.
—Desde que se puso el internet en la hacienda he estado estudiando —señaló—. Creo que podemos implementar nuevas técnicas que nos ayudarán a producir más con menos; ya verá, don Luis, esta hacienda será la mejor de la región.
Lejos de ahí, por la carretera, Manuel Licón regresaba de la capital y decidió parar a comer en un lugar que a simple vista se notaba era frecuentado por choferes, pues había muchos camiones en el exterior. Entró al lugar y pidió la comida corrida y una cerveza fría. Momentos después escuchó a su espalda una voz femenina que decía:
—Mira nada más a quien tenemos por aquí…
Manuel volteó para descubrir que era Ángela, la madre de Fabián, que se dirigía a él con una sonrisa.
—Ángela, ¡qué gusto verte! ¿Qué haces aquí?
—Lo mismo te pregunto, Manuel; eres tú quien se encuentra muy lejos de casa.
—Pero siéntate, amiga, tómate algo conmigo.
Ángela tomó asiento junto a Manuel y también pidió una cerveza; después Manuel pidió otra y otra, dejando pasar el tiempo y también el sentido común, pues al anochecer el antiguo caporal de Los Laureles, ya estaba completamente borracho y se le soltó la lengua mucho más de la cuenta. Juntos salieron del lugar para dirigirse a un hotel de carretera cercano en donde recordaron las noches de pasión que pasaban en su juventud en la hacienda de don Luis Rodríguez. Por la mañana, al despertar, Ángela vio que Manuel ya había salido a comprar algo para desayunar y un poco de cerveza para quitarse la fuerte resaca. Continuaron con la plática iniciada el día anterior, a través de la cual la mujer se enteró de que Manuel y su socio tenían planes de eliminar a don Luis Rodríguez para apoderarse de la hacienda y de todos los negocios de su propiedad, utilizando a Ana Karen para lograr su objetivo. Manuel le aseguró a Ángela que en unos meses él sería millonario.
—Te llevaré conmigo, ya lo verás.
—¡Ay Manuel!, desde que te conocí hace ya unos veinte años me has prometido mil cosas, pero cuando surgieron los compromisos los evitaste y no te quisiste hacer responsable. ¿Sabes a lo que me refiero verdad?
—Otra vez con eso, Ángela…
—Además, la forma como pretendes obtener el dinero no me parece…
Ella se retiró del lugar sin decir más y minutos después, Manuel subió a su camioneta para seguir su viaje hacia el norte.
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