Intriga en Los Laureles. Francisco José Nesbitt Almeida
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—Pero don Luis, ¿no cree que es una responsabilidad muy grande? Realmente no conozco todo el manejo de la hacienda.
—Ya aprenderás. Por lo pronto tú eres el único a quien le tengo confianza. Ya ves, el hombre a quien consideré mi mano derecha por años acabó robándome y hoy no puedo contar ni con mi propia familia. Espero que tú no me vayas a fallar. Mañana a primera hora quiero que me lleves a la ciudad, porque tengo que tomar un avión y sirve que en el camino platicamos y te hago algunas indicaciones. Por lo pronto quiero que juntes a todos los trabajadores para informarles que tú estarás a cargo de la hacienda a partir de hoy y es a ti a quien deberán dirigirse como el Caporal. ¡Felicidades, hijo!
El muchacho ya no supo si saltar de alegría o llorar ante el compromiso que le acababa de dar su patrón, solo recibió el abrazo de don Luis y salió de la biblioteca a hacer el llamado de los trabajadores para que recibieran el aviso. La noticia fue recibida con sorpresa por casi todos los empleados de la hacienda, excepto por doña Lupe, quien no podía evitar mostrar la alegría que sentía al ver lo que su nieto había logrado con tan solo dieciocho años.
Don Luis arribó a la capital casi al anochecer y tomó un taxi que lo llevó hasta la casa de su hija. Ella lo recibió con sorpresa pues su padre no le había anunciado su visita.
—Pero papá, ¿qué haces aquí?
—¿Qué no puedo venir a visitar a mi hija y a mi nieta?
—Claro que sí, pero siempre me avisas con anticipación, ¿pasa algo?
—Nada que tú puedas solucionar; lo que me trae por aquí son negocios; vengo a hablar con tu esposo, ¿a qué hora llega?
—No debe de tardar, pero yo no estaba enterada de que tú y Jean Claude tuvieran negocios en común. Él me comentó algo hace unos meses, pero no le di importancia.
—De cierta manera yo tampoco sabía que él y yo tuviéramos negocios .
—No entiendo nada, papá.
—No te preocupes hija, hablo con él y me regreso en el primer vuelo de mañana. Manuel renunció y tengo que estar allá lo antes posible.
—Pues por lo que veo no se trata de algo sin importancia, papá, ¿qué es eso de que llegues solo a hablar con mi marido y te regreses de inmediato? Y eso de que Manuel renunció me parece extraño; tenía toda una vida trabajando en la hacienda. ¿Qué es lo que pasa realmente, papá?
—No quiero alarmarte hija, mejor hablemos de otra cosa. ¿Qué tal esta mi nieta?, ya quiero verla…
—Papá.
Minutos más tarde, Jean Claude Dumont entró a su casa y lo recibió Ana Karen en la puerta diciendo.
—Alguien te espera en tu despacho; creo que algo no anda muy bien.
—¿Quién es? ¿Qué pasa?
—Pues averígualo tú mismo.
Jean Claude entró a su despacho y lo primero que vio fue a su suegro sentado en su escritorio con cara de muy pocos amigos.
—Suegro, ¿qué lo trae por acá?
—Ana Karen, déjanos solos por favor. ¡Ah! Y no quiero que escuches tras la puerta como acostumbras, dijo Don Luis en tono enérgico.
Ana Karen se retiró cerrando la puerta de cristal del despacho y, superando las ganas de quedarse a escuchar, subió a su recámara llena de preguntas.
—Tú debes saber qué me trae por aquí, yernito.
—Ni la más remota idea, señor.
—Y si te digo que un camión propiedad de tu empresa ha estado sacando ganado de mi hacienda y transportándolo a la ciudad, ¿crees que tendría sentido mi visita?
—Pero… don Luis… ese camión yo se lo vendí a Manuel en diciembre pasado, solo que no se ha hecho el cambio de propietario, por esto sigue a nombre de mi empresa. Yo no sé qué arreglos tienen usted y Manuel con respecto al movimiento de su ganado
—Mira, Jean Claude, desde que te conocí supe que eras un imbécil y hoy lo corroboro, ni siquiera sabes mentir. Te he dado todo lo que me has pedido. Materialmente he mantenido a flote, durante años, la empresa que con tanto trabajo creó tu padre; mantengo a tu familia, porque ni para eso sirves, y hoy me robas mi ganado. Ganado con el cual he mantenido tus excentricidades y he soportado tus pésimos manejos. Lo he hecho solo por amor a mi hija y a mi nieta, ¡pero esto ya se acabó! Vengo a que me pagues todo lo que me debes y lo vas a hacer ya.
—Don Luis, usted sabe que yo no tengo dinero.
—Lo sé perfectamente, pero tienes una enorme casa.
—Es el patrimonio de mi familia, don Luis.
—Patrimonio que deberán vender para vivir mientras tú estés en la cárcel, ¿no crees? Además esta casa vale la mitad de lo que me has pedido prestado, sin contar el ganado que ahora me has robado —dijo el viejo—. Mi propuesta es la siguiente —continuó el hacendado—: Mañana a primera hora vamos con un notario y pondremos la casa a mi nombre a cambio de que yo retire la denuncia por robo de ganado y a cambio de mi silencio, para que ni tu mujer ni tu hija se enteren de la clase de hombre que eres. Es muy fácil, mañana mismo arreglamos todo y me regreso a mi hacienda, para no volverte a ver la cara en mi vida.
—Le contesto mañana, don Luis, ¿le parece?
—A primera hora te veo en este despacho; de aquí nos vamos a la notaría o de lo contrario, aquí mismo hablo con mi hija y mi nieta de la porquería que eres.
Al salir del despacho, don Luis escuchó la voz de su nieta que provenía de la cocina y se dirigió hacia allá para saludarla. Por su parte, Jean Claude se dirigió a su recamara, sabiendo que ahora tendría que encarar a su mujer. La encontró con los brazos en jarras en la parte alta de la escalera. Al verlo subir, la mujer lo interpeló de inmediato:
—Ahora mismo me vas a decir qué es lo que tiene a mi papá tan molesto que lo hizo venir hasta aquí.
—Tranquila, amor, son cuestiones de negocios. Hay algunas pérdidas en la hacienda.
—Y tú, ¿qué tienes que ver con la hacienda de mi padre?
—Pues mira, no he querido preocuparte, pero desde hace tiempo decidí invertir con tu papá en algunos animales y al parecer alguien nos ha estado robando; será necesario inyectar algo de dinero para sostener el negocio, pero tanto tu padre como yo no estamos en posibilidades de hacerlo en este momento, ya que tenemos diversas inversiones hechas en otros negocios. Por esta razón es muy probable que haya que solicitar un préstamo al banco y esto requerirá la firma de ambos. A eso vino tu papá. Eso es todo…
—Jean Claude, esta vez no te creo nada. Mañana hablaré con mi padre, pues me parece imposible que no tenga liquidez. Los dos sabemos muy bien que lo que le sobra es dinero y a ti también; no me suena lógica tu explicación, por lo que voy a averiguar qué pasa y…
En ese momento, Paulina tocó a la puerta de la recámara para avisarles que su abuelo la había invitado a cenar a un