Intriga en Los Laureles. Francisco José Nesbitt Almeida
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—Es una puta de carretera, dijo el caporal despectivamente.
La mañana de Navidad, Jean Claude no salió de su habitación para el desayuno, por lo que a la mesa solo se sentaron Ana Karen, Paulina y don Luis. Doña Lupe había preparado un delicioso desayuno que Paulina apresuró casi sin platicar con su madre y su abuelo, pues tenía prisa por salir a montar con Fabián, como habían acordado la noche anterior. Los jóvenes se alejaron de la Hacienda montados en sus caballos con rumbo a la sierra que estaba totalmente cubierta por la nieve. Jean Claude los vio alejarse desde la ventana de su habitación, notando que entre risas se tomaban de la mano.
Más tarde, al terminar el desayuno, Ana Karen salió del comedor y encontró a su esposo en la estancia de la casa con los ojos vidriosos por la resaca.
—Me pareció una falta de respeto tu comportamiento de anoche, manifestó Ana Karen a manera de saludo.
—¿Falta de respeto de mi parte? ¿Hacia quién? ¿Hacia ese hijo de puta…?
—¿A qué te refieres?
—A que no voy a tolerar que el hijo de una prostituta se siente a la misma mesa que mi familia.
—No sé qué quieres decir.
—Quiero decir que ese muchacho, el protegido de tu padre, es el hijo de una puta de carretera.
—Te prohíbo que te expreses así de Fabián —intervino don Luis, que en ese momento salía del comedor.
—Papá, ¿es cierto lo que dice Jean Claude?
—Vengan los dos a la biblioteca, tenemos que hablar.
Entraron los tres en la biblioteca, don Luis y Ana Karen tomaron asiento y Jean Claude se quedó de pie como retando a su suegro, quien comenzó diciendo:
—No sé de dónde sacaste eso, aunque sí sospecho de alguien que te pudo haber contado esa historia; a nadie le consta nada de lo que estás diciendo, pero lo que sí deben saber ustedes dos es que ese muchacho y su abuela son para mí como mi propia familia y lo que se diga de ellos es como si se dijera de mí. Efectivamente el muchacho es el hijo de Ángela, quien al parecer no supo llevar muy bien su vida en su juventud; se enamoró de un muchacho que no le correspondió al saber de su embarazo y decidió mejor abandonar la hacienda ante el rechazo de su padre, y poco después doña Lupe decidió hacerse cargo de su nieto, a petición de la muchacha, para que pudiera llegar a ser un hombre de bien. Con la ayuda y el apoyo de mi difunta esposa, Fabián logró terminar su educación secundaria y hoy, aun sin contar con un maestro, estoy seguro que podría aprobar cualquier examen de colocación, en cualquier escuela de nivel medio superior. Trabaja de sol a sol y hasta la fecha no tengo ni una sola queja de él, es por eso que lo estoy enseñando poco a poco, para que en el futuro pueda hacerse cargo de esta Hacienda en su totalidad; creo que es un muchacho que tiene mucha facilidad para los negocios y el día que yo falte, será necesario una persona responsable que cuide mis intereses que en su momento serán tuyos, Ana Karen, por lo que más vale que lo vayas viendo con buenos ojos. Y tú, Jean Claude, recuerda que en días pasados ya te había advertido que soy yo y únicamente yo quien manda en esta Hacienda, quien decide quién se sienta a la mesa conmigo, y si yo decidí festejar la Navidad con ese muchacho y su abuela, solo demuestra el cariño y agradecimiento que les tengo, cosa que tú deberías intentar ganarte algún día, mas con desplantes como el de ayer, lo único que lograrás será que decida que seas tú quien no se siente a mi mesa; así que deja ya de buscar excusas para no convivir con las personas, que además de mi hija y mi nieta, forman mi familia. Te guste o no, Fabián se quedará en esta Hacienda hasta que él mismo decida irse y yo espero que eso nunca suceda, incluso cuando yo ya no esté aquí.
Jean Claude Dumont guardó silencio mientras el hacendado hablaba; sabía bien que no era conveniente contradecir a su suegro y generar un conflicto aún mayor que pudiese ocasionar en que sus planes se fueran por la borda, ya que en esos momentos el futuro de su empresa y su familia dependía totalmente de don Luis Rodríguez, aunque el viejo no lo sabía a ciencia cierta.
—Don Luis, le ofrezco una disculpa por mi forma de expresarme; comprendo que se haya molestado y comprendo también el profundo cariño y agradecimiento que le tiene a esas personas. Me tranquiliza saber que el muchacho es educado y que estuvo, en su momento, al cuidado de mi querida suegra. Con todo esto, puedo incluso ver con buenos ojos la amistad que han ya formado él y Paulina.
Ana Karen frunció el ceño y miró a su marido. Sabía perfectamente que Jean Claude jamás cambiaba de opinión tan repentinamente y que era muy difícil para él ofrecer una disculpa, por lo que se dio clara cuenta de que las palabras de su esposo eran solo para evitar más conflictos con su padre, a quien jamás se había ganado del todo. Don Luis se disculpó diciendo que tenía asuntos que atender, situación que tampoco convenció a Ana Karen ya que era el día de Navidad. Don Luis salió de la habitación comentando que los vería en el comedor a las dos de la tarde para comer. En cuanto el hacendado los dejó solos, Jean Claude señaló:
—Ese chico es un oportunista, caza fortunas, que tiene a tu papá cegado, y por si eso fuera poco, ahora está cortejando a nuestra hija. Seguramente lo que pretende es quedarse con la fortuna de don Luis y de paso lo que nos pertenece a ti y a mí, utilizando a Paulina; no sé cómo tu padre puede ser tan ciego…
—Mi papá no es ningún tonto para no darse cuenta si una persona lo está engañando. Con todos sus años de experiencia en la hacienda, siendo abogado y un excelente hombre de negocios, no creo que un muchacho de tan corta edad lo pueda manipular. Creo que estás viendo moros con tranchete, Jean Claude. Además, ¿por qué dices que está cortejando a Paulina?
—Se nota a leguas, su mirada, sus sonrisas hacia ella y al salir esta mañana a cabalgar, la tomó de la mano como si fueran ya una pareja de novios.
—Son unos niños aún, Jean Claude, cálmate y disfruta de estos días de descanso fuera de la gran ciudad y de tu oficina.
—Lo intentaré solo para no tener problemas con don Luis, pero no te prometo nada.
Salió de la biblioteca, pero no se dirigió a su habitación, sino que salió de la casa.
Manuel Licón estaba sentado frente al fuego de la chimenea de la casa del caporal, con una lata de cerveza en la mano intentando sobrellevar la resaca que lo agobiaba, cuando escuchó que llamaban a la puerta.
—Adelante —gritó, y un momento después vio entrar a Jean Claude Dumont, botella en mano.
—¿Gustas, Manuel? —dijo mostrándole la botella de fino licor.
—Creo que es justo lo que me hace falta, pase usted.
Jean Claude tomó asiento frente al fuego, sirvió dos vasos de licor y sin más dijo:
—Tienes que ponerte muy listo, Manuel, o este muchacho Fabián te dejará sin trabajo muy pronto.
—Pues si el patrón decide correrme, yo ya tengo algo ahorrado y puedo comenzar mi propio negocio de ganado lejos de esta hacienda.
—¿Tan bien te paga don Luis?
—Mire, don, a usted le tengo confianza y le puedo decir que la paga es buena, pero es mayor la ganancia que obtengo de la venta de becerros al rastro de la ciudad.
—Entonces, ¿ya tienes tu propio ganado, Manuel?
—Sí,