Intriga en Los Laureles. Francisco José Nesbitt Almeida
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Fabián se sentía extraño y ridículo al estar en la puerta de llegada de pasajeros del aeropuerto sosteniendo un letrero que decía Paulina Dumont; situación que olvidó de inmediato al ver a una aeromoza que acompañaba a una joven de unos diecisiete años buscando entre la gente y que al acercarse lo dejó sin habla. Quedó impresionado por la belleza de Paulina, de cabello rizado castaño claro, delgada, con sus ojos azul turquesa, vestida con un conjunto blanco y amarillo, cargando un libro que, rápidamente descubrió, estaba escrito en inglés; la aeromoza preguntó:
—¿El señor Manuel Licón?
—Soy yo, señorita —se identificó Manuel, mientras Fabián extendía su mano a Paulina, quien con una sonrisa le dijo:
—¡Hola! Paulina Dumont.
—Fabián, mucho gusto, nos mandó tu abuelo a recogerte porque él está muy ocupado en la hacienda con lo de la exportación del ganado de este año.
Fabián se dio cuenta de que Paulina lo veía de arriba abajo y se arrepintió de no haber hecho caso a su abuela, dándose cuenta de que tenía el pantalón de mezclilla roto de una rodilla, las botas vaqueras llenas de estiércol, se había olvidado de quitarse las espuelas y el sombrero dejaba ya mucho que desear por lo viejo y arrugado que estaba con el uso de casi cinco años, desde que don Luis se lo regalara una navidad.
—Perdón —dijo—, no tuvimos tiempo ni de alistarnos para venir —mintió.
—Jajaja, no te preocupes, he visto cosas peores en el negocio de mi papá, sé que es parte del trabajo; ¿nos vamos? Muero de ganas de ver a mi abuelo.
Durante el regreso a la hacienda, Paulina y Fabián platicaron como si se conocieran de años; Paulina supo que él vivía en la hacienda desde niño, aunque no lo recordaba de sus anteriores visitas, que era nieto de la cocinera, y lo que más le agradó es que Fabián se expresara de su abuelo como lo hacía, con tanta admiración y respeto. Por su parte Fabián se enteró de que Paulina en unos meses terminaría la preparatoria y se iría a estudiar a Francia pasando el verano, que venía por una temporada a ver a su abuelo y que para la navidad vendrían sus papás después de tantos años. Platicaron del gusto de ambos por la lectura, de lo grande y completa que era la biblioteca de la hacienda, ya que mes a mes llegaban libros nuevos. Al llegar los esperaba don Luis frente a la casa grande, quien personalmente abrió la puerta trasera de la camioneta para que bajara su nieta, que al momento saltó a sus brazos plantándole no menos de cinco besos en el rostro y, provocando que cayera al suelo la fina texana del viejo.
—Jajaja, perdón abuelo, es la emoción de verte después de tantos meses
—Sabes que a ti te perdono todo; incluso que me tires el sombrero… Te quiero, niña. Pero pasa, cuéntame qué ha sido de ti desde la última vez que te vi, porque no me has escrito; qué grande y bella estás…
Todo esto mientras caminaban hacia adentro, dejando junto al vehículo a Manuel y Fabián, quienes se limitaron a cargar las maletas de Paulina para ponerlas en una de las más de diez habitaciones con que cuenta la casa grande de la hacienda. Después de encender la chimenea de la habitación asignada, se fueron a la cocina a tomar una taza de café de olla hecho por doña Lupe, pues ya el frío de la tarde comenzaba a sentirse.
Fabián salió después a continuar con sus labores con los animales que estaban a su cargo, no dejando de pensar en Paulina, lo bella que era y sobre todo que no era como le habían contado que eran las niñas de ciudad; estaba concentrado en su trabajo cuanto oyó una vocecilla desde el otro lado del corral y, al voltear se dio cuenta de que era Paulina que le decía:
—¿Te puedo ayudar?
Fabián nuevamente se quedó sin habla al verla con sus jeans de mezclilla metidos dentro de sus botas, blusa a cuadros, chamarra de piel y una cachucha que la hacía ver simplemente hermosa. Paulina ayudó a Fabián a alimentar a los animales próximos a exportar y a los animales de granja que se utilizan para el consumo de la hacienda; limpiaron los establos. Mientras trabajaban tenían una cerrada plática y Fabián se daba cuenta de que Paulina sabía mucho de caballos, contrario a lo que hubiera imaginado, por lo que le preguntó en dónde había aprendido sobre ellos y se enteró de que ella tenía un potro en la capital, regalo de su abuelo y que practicaba la equitación, lo cual lo cautivo aún más. Al terminar se sentaron sobre los tubos de los corrales hasta ya entrada la noche y don Luis con una linterna llegó hasta el lugar y le dijo a Paulina:
—Deja que Fabián se vaya a dormir ya, mañana es un día muy pesado porque hay que trabajar desde la madrugada y tú te irás conmigo a la frontera; no creerás que te dejaré sola aquí con este mentecato.
Y soltaron los tres una carcajada, a forma de despedida.
—Buenas noches, don Luis, adiós Paulina —se escuchó decir a Fabián.
DOS
Jean Claude Dumont estaba sentado frente al escritorio de su despacho en la mansión que había heredado de sus padres en la capital del país; junto a él una copa de coñac y un habano; su vista fija en la notificación judicial que se le había hecho llegar esa misma mañana, en la que el banco requería, en ejecución de una sentencia judicial, el pago del último préstamo hipotecario solicitado, sus intereses y gastos de juicio. Jean Claude sabía perfectamente que sería imposible cubrir las cantidades a las que había sido sentenciado, por lo que las oficinas del negocio, sus bodegas y camiones, a corto plazo pasarían a ser propiedad del banco. Solo tenía dos salidas, la primera hipotecar la mansión y la segunda acudir a su suegro en el norte, lo cual ya tenía planeado y por eso le había dicho a su mujer que ese año sería bueno pasar la navidad con su padre en la Hacienda Los Laureles, lo cual de inicio sorprendió a Ana Karen, pues la relación entre su esposo y su padre nunca había sido buena, pues don Luis como una persona conservadora jamás había aceptado que su hija se casara sin haber concluido sus estudios universitarios, debido a un embarazo no planeado, que impidió a su vez que Jean Claude concluyera su educación superior. Escuchó abrirse la puerta del despacho y vio entrar a su esposa con una taza de té en la mano.
—Solo hace unas horas que se fue Paulina y ya la extraño tanto; se siente la casa tan vacía sin su ir y venir; ¿no ha llamado?
—No, a mí no me ha llamado —respondió Jean Claude, creo que sería conveniente que llames a tu padre para estar seguros que llegó bien a la Hacienda.
Diciendo esto mientras guardaba en el cajón del escritorio los documentos para evitar que su esposa se percatara de su situación financiera.
Después de que Ana Karen realizara la llamada a su padre, hablara con su hija y se enterara de que la muchacha estaba bien y muy contenta al lado de su abuelo en la Hacienda, en espera de la llegada de sus padres veinte días después, enfrentó a su marido.
—Me enteré de que despediste al jardinero y al chofer de Paulina sin consultármelo; ¿qué fue lo que pasó para que tomaras tal decisión?
—Son un par de mal agradecidos, a ese tipo de gente no les puedes ayudar porque se sienten superiores y te pierden el respeto. No quisiera hablar de eso ahora.
—Si