Intriga en Los Laureles. Francisco José Nesbitt Almeida

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Intriga en Los Laureles - Francisco José Nesbitt Almeida

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es lo que te deja tanta ganancia? —quiso saber Jean Claude.

      —Sí… pues sí y no. —Apuró su trago para servirse otro vaso lleno.

      —No entiendo, Manuel, ¿sí o no es ese tu mayor ingreso?

      —La verdad es que, usted sabe, el patrón tiene miles de cabezas de ganado y claro, no puede contarlas y cuidarlas todas; si se pierden una o dos pues nadie se da cuenta y hay una persona de la ciudad que compra estas cabezas de ganado que se pierden, no pide factura ni nada, solo las paga y ya…

      —Una o dos cabezas. Ya entendí

      —Bueno, don; tal vez algunas más

      —Me interesa el negocio, Manuel…

      Por la tarde el único que faltó para comer en la casa grande fue Jean Claude, lo cual no fue preocupante para los que estaban ahí. Al terminar, Fabián y Paulina pasaron a la biblioteca para iniciar con las clases de computación prometidas y ahí estuvieron hasta entrada la noche, cuando don Luis sugirió al muchacho que se fuera a descansar, pues había que continuar con el trabajo al día siguiente.

      —Terminó la Navidad, muchacho —señaló.

      Los jóvenes se despidieron, no sin antes acordar que seguirían con las clases la noche siguiente, al terminar con los pendientes de la Hacienda.

      A la mañana siguiente don Luis estaba en la terraza con su taza de café de olla hecho por doña Lupe, cuando se le presentó Jean Claude.

      —Buen día, don Luis, hace frío por el deshielo de la nevada.

      —Sí, pero esta nevada es muy benéfica para la tierra.

      —Don Luis, quisiera pedirle si me puede facilitar un vehículo para ir a la ciudad, quiero saludar a un amigo que hace años no visito.

      —Claro, utiliza mi camioneta.

      —Otra cosa, don Luis, ¿podría pedirle a Manuel que me acompañe? Usted sabe, no conozco muy bien la zona.

      —Por supuesto, solo dile por favor que venga a la biblioteca antes de que se vayan, quiero hacerle algunos encargos, si no te incomoda.

      —¿Cómo cree, suegro? En este momento le llamo; y muchas gracias.

      Como ya se les había hecho costumbre, al terminar los pendientes en la Hacienda, Fabián buscaba a Paulina y salían a montar un buen rato y al oscurecer retomaban las clases de computación. La chica se dio cuenta muy pronto de que su alumno aprendía mucho más rápido de lo esperado. A los pocos días Fabián dominaba su nueva computadora y los programas necesarios para la administración de la hacienda a la perfección; solo le faltaba un poco de práctica en la forma de escribir, pues aún lo hacía con solo dos dedos, pero ambos sabían que eso era solo cuestión de práctica y algo de tiempo.

      Paulina había sugerido a su abuelo que trajera un técnico para que le instalara internet en la biblioteca, a lo cual don Luis accedió de buena gana, puesto que todo lo que fuera necesario para que Fabián aprendiera más y le ayudara con la administración de la hacienda, para él era de suma importancia.

      —Ahora que me vaya, nuestras pláticas serán solo por medio de la computadora, Fabián —dijo Paulina la noche anterior a su partida.

      —Lo sé. Tendrás que tener mucha paciencia, porque soy muy torpe para escribir aún.

      —Así comenzamos todos, ya verás que en poco tiempo escribirás más rápido que yo.

      —¿Te parece si salimos a caminar un rato? La luna está muy bonita y la noche muy iluminada.

      —Vamos, ponte la chamarra…

      Los jóvenes caminaron juntos hasta el estanque, precisamente hacia el lugar en que Fabián acostumbraba leer bajo el viejo sauce; ahí se sentaron y quedaron un buen rato en silencio. Se sentía la melancolía de ambos ante la partida de Paulina a la mañana siguiente. Fue Fabián quien rompió el silencio:

      —Me encantó que estuvieras estas semanas aquí, ¿sabes? Nunca había tenido una amiga; creo que me vas a hacer mucha falta.

      Notó que los ojos de Paulina se llenaban de lágrimas y le tomó la mano;.

      —¿Vas a venir en la primavera?

      —Claro, a partir de mañana voy a contar los días que falten para regresar. —Hubo otro silencio, ambos se miraban a los ojos y sin decir palabra, se besaron… Para ambos fue su primer beso.

      Fabián y Manuel cargaron todas las maletas de la familia Dumont en la camioneta de don Luis a temprana hora. Ana Karen y Jean Claude agradecieron a todos su hospitalidad y subieron al lujoso vehículo dentro del cual don Luis ya estaba al volante; Paulina abrazó a Fabián y lo besó en la mejilla; sin que sus padres lo notaran, le dijo al oído:

      —Te amo.

      Subió a la camioneta con claras muestras de estar aguantando el llanto. Fabián se quedó al lado de su abuela mirando cómo se alejaba el vehículo y se veía claramente el rostro triste de Paulina mirando por la ventana trasera.

      Hubo pocas palabras durante el trayecto hasta el aeropuerto; Paulina pensaba en las maravillosas semanas que había pasado al lado de Fabián y Jean Claude pensaba en que por fin había ya separado a su hija del peón de la Hacienda de su suegro y en el fructífero negocio que había iniciado con el caporal del lugar, gracias a lo cual había decidido no hablar con su suegro de un nuevo préstamo, por el momento.

      Fabián llamó a la puerta de la biblioteca y don Luis le ordenó pasar; el muchacho muy entusiasmado le mostró en su computadora un programa que Paulina había diseñado para controlar el número de vacas con las que contaban, cuántas parían por año, el sexo de las crías, las fechas de parición, en su momento el peso para saber su incremento; también podían llevar un control con respecto a la pastura, los granos e incluso los gastos de los diversos combustibles necesarios para el mantenimiento y debido desarrollo de los trabajos de la hacienda; el hacendado estaba maravillado de lo que habían logrado esos dos muchachos en tan solo unas semanas. Fabián se comprometió con su patrón a que poco a poco cargaría la información en la computadora, para lo cual, según le dijo, sería necesario cabalgar diariamente para contar y saber con exactitud el número de animales con los que contaba Don Luis; hacer un inventario de pastura, granos e incluso herramientas existentes en la Hacienda para así iniciar con un control a detalle del negocio.

      —Entiendo que Manuel tiene en su cuaderno anotado todo lo que necesitas

      —Pues si me lo puede facilitar sería más fácil, pero de todas formas quisiera comparar lo que él tiene anotado con lo que yo vea en los campos, ¿qué le parece?

      —Si tú así lo quieres hacer, adelante; le diré a Manuel que me preste sus apuntes para que tú los transcribas en la computadora.

      —Comenzaré cuando usted diga, don Luis.

      —Ese es mi muchacho.

      Don Luis mandó llamar a Manuel y en cuanto se presentó en la biblioteca, le solicitó todos los apuntes que tuviera respecto al ganado, argumentando que solo quería revisar cómo iba todo; esto

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