¡Corre Vito!. David Martín del Campo

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¡Corre Vito! - David Martín del Campo Cõnspicuos

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yo, es el billete. Dime que no es cierto, que no se anda bajando los pantalones Carlos Salinas para que el Banco Mundial le preste una lana, que no hay amor duradero si no duermes con una mano metida en una caja de billetes, que hasta la Madre Teresa con sus obras piadosas no anda, en última instancia, pidiendo limosna a nivel internacional para que sus pobres leprosos tengan cura, crezcan sanos y se conviertan, con el tiempo, en unos criminales hijos del resentimiento y la envidia. Así es, mi buen, y perdona la crudeza de mis palabras, pero sin dinero no baila el perro ni hallas el necesarísimo cuchuflax que le dé sosiego a tus noches de suspiro, vacío y masturbación. ¡Hazme el favor!, qué patético me estoy poniendo, ¿verdad?

      Pero... ¿qué te decía? Ah, sí, lo del ingeniero Dabou, ahora tan sonriente en la foto del periódico. Y el asunto del milagro que no me debía yo creer. Bueno, esa vez cuando me llama el profesor luego del intercambio de puyas, pensé: me va a correr de su clase. Y me dije, tú me expulsas y yo te parto la madre. No, en serio, tengo una izquierda letal cuando le atino a la quijada del contrincante, pero más bien sirvo para recibir. Soy un punching-bag con patas... ¿ya te lo había contado?

      Óquei, óquei, óquei, voy a concentrarme: entonces me pregunta el profesor Dabou que cómo sé eso de la cúpula de la Catedral. Pura intuición, le digo. Lo que pasa es que el mes pasado, que fue aniversario de la muerte de mi tío Quino, acompañé a mi tía Cuca a misa en Catedral. Anda medio mal de una rodilla y no le gusta caminar sola por la calle, y luego, casi siempre, me invita a merendar. Es como mi segunda madre. Y el ingeniero Dabou, enternecido por mis confesiones, me dice mirando su reloj, ¿y luego? Pues eso, que mientras ella rezaba inclinada en el reclinatorio, ¿reclinada en el inclinatorio?, de pronto recibo yo una señal. Y es que ya he tenido varias en mi vida. Luces, destellos que se abren en el tiempo y en los cuales logro ver el futuro, en una fracción de segundo, cosas terribles que luego se cumplen, como a usted, que a leguas se ve que su mujer, que debe ser rubia, le pone los cuernotes con su socio del despacho Dabou & Salum a esta hora mientras pierde su tiempo conmigo. Claro, eso no se lo dije, pero es cierto. La señal que tuve en la Catedral era sencilla. Me venía del cielo, una especie de llamado supremo, pensé, y a cada rato, cuando la tía Refugio pasaba a un nuevo misterio, porque le da re duro al rosario... a ver repite: le da re du ro al ro sa rio, bueno, pues ahí está otra vez la señal: una especie de baño celestial, como talco, que me caía encima. Cada ratito, fiiii, un soplo de polvito, como si Dios me dijera, Te Estoy Viendo, Vito, Deja De Pensar En La Maldonalds Porque Eso Solo Ella Sabrá Si Dártelo O No... es que Dios debe hablar con mayúsculas, y otra vez, fiiii, el polvito que me venía del cielo mientras la tía Cuca pasaba al siguiente misterio. Hasta la piel se me puso chinita. Pues qué, pensé, ¿a poco me voy a morir ahorita al salir de Catedral? Así que voltié hacia arriba... Oquei, volteé, entonces, hacia la cúpula donde está el Espíritu Santo como volando en un cielo de oro. ¿El que qué?, me pregunta el ingeniero Dabou, que debe ser más ateo que una sopa de lentejas. Veo la paloma que está en la cúpula y descubro una pequeña fisura de la que, cada rato, como le decía, se desprendía un chorrito de cal, fiiii, y que me venía a caer precisamente sobre la cabeza. ¿Que cómo sé que era cal? Pues porque lo probé y sabía a gis, como en el kínder, y entonces la tía Cuca termina con su rosario y el polvito me seguía cayendo, cada lapso de esos que le cuento, y fue cuando tuve la revelación: ¡el Metro! Pues claro, debe ser el convoy del tren subterráneo que cada cuatro minutos pasa por debajo de catedral, la hace retumbar toda y terminará por llenarla de fisuras. Así es como supe, ¿verdad maestro?, que la cúpula se está resquebrajando. Igual que una cáscara de naranja al sol y un día se vendrá abajo sepultando a los feligreses que, de ese modo, llegarán más pronto con Dios. Usted no cree en Dios, ¿verdad?, y su mujer, que es rubia, sí. ¿O no?

      Se me quedó mirando el ingeniero Dabou con ojos crecidos, quizá horrorizados. Así pasa cuando tengo una revelación, porque yo nací para algo grande, según dijo mi abuela antes de enloquecer. Y me dice, “te voy a pasar con be, el curso, por tu actitud tan inquieta. Y por tu aportación de hoy, je, porque ése es el verbo: resquebrajamiento”.

      Y aquí lo tienes ahora, en la foto del periódico, con el Regente y el Arzobispo de la Ciudad mirando los tres hacia la cúpula de la majestuosa Catedral Metropolitana, casi un año después de aquella clase de Cálculo Estructural. El ingeniero Dabou, que ahora ha sido nombrado, a ver, déjame leer: “coordinador del Fideicomiso Pro-Rescate de la Catedral”, mira la nota, donde se anuncian los trabajos de salvamento arquitectónico de ese monumento de la fe católica, “antes que su cúpula sea desmoronada por el intenso tráfico local de vehículos”. De modo que el verbo cambió, ahora es des-mo-ro-na-miento.

      Y al salir del salón, aquella vez, me acuerdo, el ingeniero Dabou inquirió, como si de paso. Perdona, perdona, qué, ¿tú la conoces, a Selene? A quién. A Selene, mi mujer... es que sí, tienes razón. Es rubia.

      ¿No te lo dije? Y yo que no hallo qué hacer con ésta, “mi actitud tan inquieta”. Por eso yo no creo en los milagros, y menos ahora que ya naufragó mi barco vocacional y no seré arquitecto del despacho Dabou & Salum & Beristáin. El milagro será sobrevivir en las medianías. Míralas, asómate a la ventana ahora que regresan a casa después de las horas de oficina. Ha de ser muy dura la vida sin tenerte a ti.

      7

      La que ahora se va es la mamá de Mario. Viuda desde hace años, se mudará con su hijo mayor que vive en Culiacán. Con el tiempo todas las madres se convierten en un problema. Es decir, dejan de ser una adoración, dejan de ser personas, se convierten en eso: un problema. Yo jamás intentaré semejante osadía con mamá. Jamás la abandonaré, jamás dejaré de darle sus cincuenta pesos semanales... no vaya a caer en las redes de la avaricia; jamás la privaré de sus arrumacos eufóricos cuando la levanto del piso en tremendo abrazo, la aprieto y la besuqueo en la nuca. Le digo: “Rorra, consígase un viejo rico, jareoso y sabrosón”, porque mi madre, y no creo excederme en mis apreciaciones, como que se quedó en la sopa a la hora del Banquete del Amor. Qué injusto, ¿verdad?

      Me mandó un recado con uno de los niños gitanos. Que si la podía visitar, que me quería dar algo, que necesitaba “decirme adiós”. No, no escribió despedirse, anotó eso: decir adiós. Y fui a la tarde siguiente, después de comer. Al llegar al Edificio Marsella los recuerdos se me vinieron encima como granizo. Hasta me sentí un poco anciano.

      Cómo explicarlo. Es que en ese edificio tuve algunas de las grandes revelaciones de mi existencia. La vez, por ejemplo, en que Silvano cazó una paloma en la azotea arrojándole una toalla encima, la mató luego con un clavo, la desplumó y la cocinó en una olla, y todo porque eso había leído en un libro de Salgari. Ya ves porqué no hay que leer libros. Nadie pudo meterle el diente y terminamos despidiéndola por la taza del excusado. La tarde en que miré por primera vez un cuchuflax en mi azorada infancia. Era una sirvientita, medio niña, medio mañosa, que nos cobraba veinte centavos por bajarse su calzón morado para que mirásemos aquello, y un tostón por tocarlo. El único que se animaba era Mario, porque era el mayor de los tres y porque le daban un peso de domingo. La ocasión, también, en que dos gitanos se pelearon en el portal del edificio, navaja en mano, gritándose cosas horribles: “besarás la mierda de tu madre”, “morderás a Dios hasta llorar”, “ahorcado serás con las tripas de tus hijos”, y luego, cuando uno alcanzó al otro, La Güera, que siempre se la pasaba allí sentada, alzó la mano y dijo, “ya habló el sangre, dejan de pelear y se dan el manos”... y así ocurrió. El heridor vendaba al herido, le decía palabras tiernas, se besaban y se topeteaban como borreguitos descarriados. En el Edificio Marsella, la verdad, aprendí la vida.

      Y así me tienes llegando a la cita con la madre de Mario. Aún viste de negro, como si hubiera enviudado por segunda vez. ¿Que a qué se dedica... bueno, se dedicaba la señora? A coser, sobre todo manteles, que luego vendía, según el gordo Mario, en El Palacio de Hierro. Pero yo creo que exageraba. Y a propósito, ¿nunca te conté el chiste

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