¡Corre Vito!. David Martín del Campo

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¡Corre Vito! - David Martín del Campo Cõnspicuos

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mestiza”, es decir, a ellos. Los niños del barrio le tenían verdadero terror. “La Güera tiene cola de rata, por eso lleva esa faldota que le tapa hasta los tobillos”. “Se come sus propias menstruaciones, con pan rancio y jocoque, por eso la boca le hiede como le hiede”. “La Güera tiene pito de cerdo, y cuando el que ella escoge no se la coge, ella se lo coge”. Leyendas y más leyendas en torno a esa misteriosa gitana en el edificio donde vivían los marsellinos.

      Y cuando un cliente le gustaba... digo que le gustara para leerle la suerte, no había uno que se le escapara. “Acércate tú, guapeza como el luna llenas. ¿No les tienes temor a los fortunas? ¿No quieres saberla el día en que serás feliz de amores y dineros?”, porque La Güera nunca dominó los géneros ni los números, y ahí apoltronada, mentando madres a los vagos que la rodeaban, seguramente sus nietos, aquilataba el mundo con sus ojos grises y entre rizos que malamente peinaba.

      Más de una vez he soñado con La Güera. Antes eran horribles pesadillas de las que despertaba jadeando porque esa gitana era lo más parecido a una bruja de revista ilustrada, aunque mirándola bien, aspecto por aspecto, no era del todo fea. Se ve que fue una mujer guapa, ¿dónde he oído esa frase?, pero los ropajes que llevaba, mantillas, pañolones, cintos, mascadas y toda suerte de colgajos, ofrecían un conjunto por demás impresionante. “Ven, sonrisa de miedos, que este Güera no te dice el mentira”. Seguramente se cambiaba una vez cada año y se bañó cuando arribó a las Américas. “Anda que te echo el cartas y te digo quién fuiste ayer y quién eres en los mañanas”.

      Pero a mí no. ¿Te acuerdas?

      Iba a visitar a Silvano cuando sabía que su mamá estaba lavando en la azotea, y al entrar en su edificio, paso a pasito y no corriendo como los demás, La Güera me llamaba, “acércaste, acércaste niño Vitus. Ven y déjame mirarte la verdad en tus ojos”. Y allí iba yo, obediente, orgulloso porque a nadie sino a mí me decía esas voces de misterio. “Ten cuidado. Un día te va a embrujar, Vito”, me advertía Silvano. “La próxima vez que te llame”, me suplicaba Mario con las ansias tropezando en sus palabras, “te fijas si es cierto... si es cierto que tiene tres chichis”.

      Y no, cómo. Además que solamente tenía dos. Eso lo supe por las veces, que fueron pocas, cuando me abrazaba, acercaba su boca con la intención de besarme, me soltaba con el aliento agrio de vino y cigarro, “cuánta verdad miro en tus ojos, cuánta que es mucho y te llenarás de fortunas”. Y entonces yo, provocándola, le ofrecía mi mano izquierda en gesto insolente, como quien dice, órale, allí la tienes, y ella protestaba, evitaba verla, se volteaba de un golpe que la hacía tambalearse en su silloncito. “No, no, Vitus. ¡Contigos no, contigos no!”, y me palmeaba la espalda con su mano como de cura porque La Güera no tenía, la verdad, manos de mujer.

      Ahí estaba yo, ante el edificio de Marsella, con el indomable Estopa ladrándole a los gitanos. Ellos esperaban, tan campantes como siempre, las últimas luces de la tarde. Mirándolo de reojo mascullaban palabras incomprensibles que mi perro contestaba desgañitándose, y que seguramente querían decir te envenenaré esta noche, morirás con una daga de plata en el corazón, te arrancaré la lengua con mis dientes enfermos. Por eso nunca lo dejamos dormir en la terraza. Pero a mí nunca me dicen nada.

      A mí los gitanos de la Plaza Washington me saludan con respeto, y hasta con veneración. Se les nota en las miradas. Será por aquello que me dijo, esa otra vez, La Güera. Fue poco antes de morir, una retahíla de insensateces, como dicen que endilgan los moribundos para liberarse de sus demonios. “Un gallo se apaga”, me dijo esa tarde, y otras mafufadas que no vale la pena recordar.

      Finalmente mi perro de bolsillo había ladrado hasta cansarse, había cagado, había meado y era la hora de retornar a casa. Yo también tengo derecho a mi turno, ¿no crees? Sólo que yo soy más discreto.

      4

      El MU ya no es lo que fue. He tardado mucho en pisar nuevamente su patio cuadriculado con rayas superpuestas, en blanco y amarillo, de las canchas de basquet y volibol. Quién sabe qué resquemores guardamos ante los recuerdos infantiles, como si uno fuera un mal hijo de la escuela y no nos quedara más que renegar de sus aulas pretéritas... “Sus aulas pretéritas”, ¿de dónde saqué semejante mamada?

      Desde que salí de la secundaria, allá por el remoto 1983, he tardado cinco años en retornar a la escuela. Visitarla con ese aire de superioridad que da el saberlo todo: el ciclo de Krebs, las ecuaciones de segundo grado, los principios del Derecho Constitucional Mexicano.

      La verdad es que antes fui a buscar a Patricia a la papelería donde despacha como técnica de fotocopiado. Le pagan una miseria y se la pasa leyendo novelitas ilustradas donde el amor es confundido con la garañonería. Qué manera de corromper su juvenil espíritu, pienso yo, pero no hallo una lectura más edificante que sugerirle. Será que nunca he leído un libro en mi vida. Por eso soy distinto a toda esa masa de babalucas que leyeron en tercero de secundaria El llano en llamas. Que me perdone don Juanito Rulfo por la majadería, pero con la simple lectura de un cuento suyo, aquel que se llama “Diles que no me maten” —que sí leí— uno queda impregnado suficientemente de esa atmósfera brumosa donde las culpas, los atavismos campiranos, las venganzas, la nocturnidad y el espíritu taciturno de los rancheros resuelven nuestras vidas igual que un huarache resbalando en el camino de polvo requemado que lleva a Luvina. ¿Qué tal?

      Además si el maestro de maestros tapatío se dio el lujo de escribir solamente dos libros, ¿por qué no darse un lujo mayor y leer solamente un cuento suyo? Ponte a pensar. Pero total, que iba buscando a Pati Maldonado y hete ahí que me hallo con que su negocio estaba cerrado celebrando las fiestas patrias. Y yo me pregunto, heideggerianamente hablando, si ella no está en la papelería (A) y no está en su casa (B), debe estar en otro punto (C). Lo cual prueba la lógica del silogismo y lo recabrona que puede ser una muchachita de tan apetitoso cuchuflax. Y así, andando de ocioso y con un poquitín de celos que me podrían haber conducido a un plano superior de la mismísima fregada, me topo de pronto con el MU. Qué largo camino tenemos los predestinados porque lo que en realidad deseaba era reencontrarme con la maestra Olguita, mi profesora de sexto año.

      Jamás fui un alumno sobresaliente, de esos de 9.9 y las uñas recortadas. Mi padre nunca me ayudó en las tareas escolares y no aprendí a sumar sin el auxilio de los dedos. Es un reflejo condicionado que conservo aún ahora que estoy inscrito en la Facultad de Arquitectura. Bueno, y si mi padre no me ayudó no fue ciertamente por falta de ganas. Pablo Beristáin abandonó el hogar cuando yo tenía dos años de nacido. Así que por falta de ganas, no fue. Ya voy a comenzar otra vez con la pequeña tragedia de la familia Beristáin. ¡Ay!, mi papá nos dejó en el peor de los desamparos... ¡sob, sob!

      Pero la verdad es que no. Digo, hay que reconocerle a mamá su esfuerzo, esos desvelos de siempre que le permitieron, lo que se dice, sacarnos adelante. Nada más faltaba, ¿verdad?, que alguien se deje “sacar atrás”. Mi hermana Magdalena sí se acuerda de papá. Como entre sueños, dice ella. Es la encargada de guardar los pocos recuerdos que dejó él en su intempestivo abandono. También se acuerda de mi hermanito, que era un año menor que yo, y del día en que sufrimos su pérdida y se desencadenó, obviamente, el naufragio del hogar. Por eso Magda se hizo más independiente, seria, responsable. A veces no sé si es mi hermana o una tía más. Se casó jovencita y tiene un marido de tres efes que le puso una casita en Ciudad Satélite. Tiene una sirvienta, dos coches, tres televisiones, cuatro hijos y cinco centavos en el monedero. Pero así le gusta llevar la vida.

      El centro escolar Miguel de Unamuno está en la calle de Nápoles, es idéntico a la mansión de los Locos Adams, y por comodidad todos lo llamamos así, el MU. Ya te imaginarás, a la directora, Marta Huitrón, también por comodidad y porque tiene el puesto desde que don Porfirio zarpó en el Ipiranga,

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