¡Corre Vito!. David Martín del Campo

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¡Corre Vito! - David Martín del Campo Cõnspicuos

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Cuca, ¡hazte para acá, te va a caer encima la Virgen!...”, luego los demás, tus amigos, los vecinos, la sociedad civil, como ahora llaman los articulistas de La Jornada al populacho.

      ¿Que cómo estuvo lo de la Virgen? Es que mi tía Cuca, que vive en el departamento de junto, es como mi segunda madre. Una mujer entrona. Antes tenían una farmacia, ella y mi tío Quino, pero luego quebró. Ya sabes, la crisis la crisis. Andaba medio lastimada de una rodilla y me pidió que la acompañara a misa de siete. Ya teníamos una semana yendo así, yo medio interesado porque al regreso me invitaba a desayunar en un café de chinos. Y es que así de ñango como me ves puedo comerme diez panqués, dos cafés con leche y un helado de fresa sin que me pase nada. Si me preguntaras, por ejemplo, ¿qué prefieres, una noche con Meg Ryan o tres helados de fresa en Chiandoni?... Bueno, te respondería que los tres helados.

      ¿Que por qué? No, no soy gay. Lo que pasa es que los helados me los zumbo como de rayo y no hay problema, pero en cambio la noche con Meg Ryan, imagínate: en primer lugar hablo un inglés al estilo Trucutú: aiguantufocllu. ¿Teimaginas?¿O qué le dirías? Gud mornig, Meg. Mai neim is Vito, ¿du llu wan tu quis mai pito? ¡No maaames, inge! Pues cuándo. Eso es lo que epistemológicamente hablando se llaman sueños guajiros. Acostarse con Jane Fonda, con Sarah Fawcett, con Bo Derek, con Julia Roberts, con Bibí Gaytán. ¡Sí, Chucha, como no! Igual que esos Ché guevaritas que pululan en La Alameda los domingos, repartiendo hojitas de apoyo al pueblo de El Salvador, Guatemala, Perú y anexas. No se puede hacer el amor con Meg Ryan ni la revolución los domingos al mediodía. A no ser que esa noche Meg te dijera, a la luz de una vela: “Ah, tu voz misteriosa, Vito Beristáin, que el amor tiñe y dobla en el atardecer, resonante y muriendo. Así en horas profundas sobre los campos, he visto doblarse las espigas en la boca del viento”, ¿verdad? Eso sería otra cosa. Pero la Ryan no debe hablar ni el español suficiente para pedir un cigarro. Y a propósito, ¿me regalas uno?

      No, yo no escribo nada. Es poesía de Pablo Neruda... ¡Pero claro que no! ¡Jamás he leído un libro, inge! Lo que pasa es que revisando los suplementos culturales te enteras de todo. Y yo en el gimnasio, para no aburrirme, me leo tres o cuatro periódicos al día. Ah, lo del temblor y la Virgen... Acompañaba esa mañana a mi tía Cuca. Llegamos cuando la misa ya había comenzado y en lo que nos persignábamos empezó a temblar. El padre se quedó con la palabra de Dios, materialmente, en la boca. ¿Nunca te ha tocado un temblor dentro de una iglesia? Estábamos en la Sagrada Familia, a la que siempre vamos, y nomás comenzaron a columpiarse los candiles, zuuum, zaaam, de aquí para allá, y el padre Fritz no sabía si quitarse el micrófono, llevar el cáliz a la sacristía o de plano agazaparse bajo el altar. Sí, agazaparse.Todos se pusieron de pie, y digo todos, aunque no éramos más de veinte los feligreses ahí mirándonos como lelos, y entonces ¡pácatelas!, que escuchamos cómo se desploma el edificio ahí enfrente y yo dije, la que sigue es la iglesia, si ya estaba de Dios... Entonces vemos que un viejito que estaba tratando de ganar la puerta se cae y comienza a revolcarse. ¡Y es cuando descubro que la Virgen de Guadalupe, que estaba en el altarcito junto nosotros, también se viene abajo! Le digo a mi tía, ¡cuidado, hazte a un lado! y en lo que ella se aventaba hacia el pasillo se me ocurrió que yo la podría atrapar. A la Virgen, menso. Salvarla, retenerla entre mis brazos, que no alcanzara el piso. Y en lo que trataba de agarrarla en el aire, ¡fuu!, pesada como venía se estrelló y se hizo añicos. Pasó a medio metro de mí y la verdad, si me cae encima no estaría hablando aquí contigo. Sería un mártir guadalupano: San Vito de Sotolupazio. ¿Cuál fue el milagro? ¿Que no me cayera encima o que mi impulso haya sido insuficiente? No, no es lo mismo.

      Fuimos a ver si el viejito no se había lastimado al resbalar con aquel tremendio vaivén. Pero no. Había sufrido un infarto y estaba más muerto que Obregón en La Bombilla. Regresamos a casa descubriendo en cada esquina un edificio derrumbado, muchos otros que habían quedado colapsados... fue el tecnicismo con que comenzaron a llamar a los que quedaron a punto de cascajo. Íbamos pensando lo peor, andando con prisa, angustiados, pero afortunadamente nuestro edificio quedó entero. Luego hicimos una brigada de rescate, Mario, Silvano y yo con otros vecinos, y estuvimos durante varias semanas en labores de salvamento. Lo triste es que no sacamos a nadie con vida, y si te contara los caváderes que localizamos... Caváderes, caváderes, no me interrumpas... Si te contara cómo quedaron no te acababas esas galletas que estás sopeando.

      En las horas de descanso, cuando los jefes de brigada liberaban a los voluntarios, nos quedábamos cantando un rato fuera del edificio. Qué otra cosa podíamos hacer. Nos acompañábamos con una guitarra que se carranceó tu primo Silvano en un departamento colapsado. Fue cuando nos comenzaron a llamar así, “los marsellinos”, y luego de aquello nos seguimos juntando para ensayar y no caer en las garras de la drogadicción... juar, juar. Hasta que a un licenciado que tiene por ahí su despachito se le ocurrió contratarnos para amenizar el bautizo de su Benjamín. Nos dio quinientos pesos y todos pensamos, sin decirlo, “¡money, dinero, l’argent!” A mí el que me enseñó a cantar en serio fue mi tío Quino. Pero esa es otra historia.

      A estas alturas del cuento el inge se me quedaba viendo con curiosidad. Ya conozco esas miradas sorprendidas, como sugiriendo ¿que nunca te para la boca? Mira, yo me sé otra anécdota, dijo en lo que pareció su turno, me sé otra anécdota pero más divertida. Mira, es la anécdota del viaje express a Acapulco. Sí, le dije, ¿la anécdota del “puente” de muertos en 1984? ¿Que cómo lo sé?, porque yo también iba a ir, pero la Maldonado no me dejó. Por eso no conozco el mar.

      Pati Maldonado era entonces mi novia. Luego nos dejamos y ahora andamos otra vez juntos. En plan fresa, ya te imaginarás. El caso es que ella me advirtió: si te vas con tus amigotes olvídate de mí... y decidí quedarme.

      Ya conoceré algún día el mar; no se va a evaporar de aquí a entonces, ¿verdad? Y se fueron en el vochito negro, que entonces era seminuevo, Mario, Silvano y un primo suyo bien pendejo, según me contaron, que le dicen “el Miramira” porque nunca entendía nada y todo lo explicaba dos veces.

      “Yo soy el Miramira”, dice entonces el ingeniero Andrade. “Digo, así me dicen a mis espaldas, pero yo no soy así. Yo soy distinto”.

      Es una de mis características más notables: meter la pata a todas horas. Y qué, ¿me disculpaba? Nunca me imaginé que fueras tú, le dije, además todos tenemos siempre anécdotas que contar. Como tus anécdotas que contaste, ¿verdad? Además no te conocía. “Es que vivo en Guadalajara desde chico. Me llevaron a estudiar allá y vengo de vez en cuando. Como ahora. ¿Qué te contó Silvano del Acapulco Express?” Y le digo, lo que tú debes saber, me imagino. Todo se organizó de improviso un jueves por la noche, antes del “puente de muertos”. Que juntáramos todo el dinero que se pudiera porque el viernes temprano, a las seis de la mañana, saldríamos hacia Acapulco. Y esa medianoche yo, más emocionado que Neil Armstrong en la luna, le llamo por teléfono a Pati para contarle el plan. ¡Nombre, para qué le hablé! “Ya sé a qué van, ¡ese lugar está lleno de putas, de gringas que nomás quieren coger, se van a emborrachar todo el tiempo y van a tener un accidente en la carretera!”

      Le colgué, la verdad, más asustado que molesto. Lo pensé un rato, y luego me ganó el cariño. Volví a llamarle y le dije no te preocupes, he decidido no ir, ¿qué te parece si mañana vamos al cine?

      Bueno, tú lo sabrás mejor que yo, le dije al ingeniero Miramira, y entre los dos exhumamos el recuerdo. Salieron de la ciudad amaneciendo y seis horas después, porque iban como bólido, se hospedaron en unos bungalitos económicos. Luego luego se fueron a la playa Condesa, que no sé donde quede, y mientras Silvano y su primo se metían a nadar, porque creo que rentaron un par de llantas, de esas de tractor, dejaron a Mario en la orilla, porque no sabía nadar, se disculpó. Se quedó el gordo cuidándoles la ropa y la hielera mientras los otros dos se adentraban con sus llantotas, explorando las aguas aturquesadas de ese paraíso tropical mientras a lo

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