¡Corre Vito!. David Martín del Campo

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¡Corre Vito! - David Martín del Campo Cõnspicuos

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abuela antes de quedar loca. ¿Nunca te lo había contado?

      La historia de mi abuela es un misterio. Una leyenda, una epopeya, una novelita rosa con ribetes proletarios. No, no me estoy burlando; lo que pasa es que mamá odia hablar de todo eso. Mamá odia el pretérito, ésa es la verdad. Bueno, el caso es que mi abuela, antes de quedar totalmente gagá, predijo algo que todos se creyeron: que yo nací para algo importante. Cuentan que me alzó al cielo, porque estaba medio fornida, y jugueteando como si me ofreciera al sol, pronunció mientras clavaba sus ojos en los míos, “Vito, criatura santa, tú naciste para algo grande”. De esas frases suyas quedaron algunas más regadas en la memoria de la familia, como aquélla del “Vivere parvo” que citaba siempre, ya cuando loca, en la casa donde murió de amor. ¿Está claro?

      Bien. El segundo punto de mi atribulado desasosiego, el distanciamiento de Patricia Maldonado, no merece mayor comentario. En parte tiene razón la hermosa raposa. ¿Qué futuro tendría a mi lado? Ni modo que la instale como afanadora en el Gimnasio Menchaca donde me desempeño como Gerente Administrador. Mucho amor y pocos centavos, ¿sabes a qué me suena? En lo que no íbamos tan mal era en la cantada con Los Marsellinos; había noches en que nos llevábamos hasta mil pesos, más las propinas, pero llegó la noche funesta aquélla, y del trío quedé nomás yo.

      No sé. A lo mejor la fermosa dama de mis anhelos tomó a mal las suplicantes palabras que al oído le murmuré una noche de luna trémula. Sí, mucho me temo que esa sea la razón de fondo, porque hay modos y hay modos de solicitar el cúchuro a una moza de nobles sentimientos, sobre todo cuando le habéis reventado el brasier en el último asiento del cine mientras le murmurábais, con acento apasionado, ay, Maldonalds, vámonos ya al cinq-letrres donde te voy a contar una historia de amor, tú que me encontraste en un negro camino, como un peregrino sin rumbo ni fe. Y ella, en febril respuesta, mientras se anudaba el tirante de la prenda, me responde con abnegación: mejor vamos a ver la película. Se está poniendo interesante. Y luego: la angustia de Kierkegaard, el desamparo de José Alfredo, la distancia de Magallanes. Y del cuchuflax, ni hablar. Nada, nada y más nada.

      En cuanto a mi fiel mascota, el temible Estopa, qué decir. Permanece todo el día tumbado en su camastro, casi no prueba alimento, casi no gruñe, casi no es perro. Hoy por la mañana lo pesé en la báscula de la tía Cuca. Ha perdido cuerpo: ya sólo registra cuatro kilos y medio. ¡Qué sería de mí si viera desvanecerse su figura, que me da protección y gozo? No lo quiero ni pensar... Son los oxiuros, dijo el veterinario, y Santa Penicilina debe obrar el milagro para que el vivaracho can vuelva a ser lo que fue, me llene el espíritu de sosiego y no caiga más en estas negras hoquedades.

      “Droga, brebaje, medicamento mezclado. Poción preparada también en la cosmetología”, me plantea el buen Arturo, mi escudero en el gimnasio. ¿De cuántas letras?, le pregunto, y él cuenta, uno por uno, los casilleros del crucigrama. “Siete, horizontales, comienza con M”. ¿Con eme?, repito... pues “mejunje”, ¿no? Y el buen Arturo, de nueva cuenta, alza la vista y me ofrece sus ojos admirados. Sí, don Vito: mejunje.

      Qué fácil puede ser la felicidad. ¿Por qué nos obcecamos en ser opacos, pusilánimes y desenamorados? ¿No lo crees así? Por lo pronto, en vez de rosas rojas para una Patricia como ausente, le compraré un diccionario al noble Arturo. Lo merece y así, cultivando su espíritu, dejará de quitarme el tiempo.

      6

      No creo en los milagros. Es decir, no creo en la gente que reza todas las mañanas para que no le caiga un rayo ni le suban la renta. No creo en los matachines danzando en el atrio de la Basílica del Tepeyac para que este año las lluvias sean puntuales y se les dé la milpa. No creo en las solteronas parando de cabeza a San Antonio para que una noche en el bar de Sanborns conozcan al licenciado azul que les ofrezca, al tercer vodka-tónic, cala, cama y casa. No creo en los milagros pero esta noticia, que ahora reposa ante mis ojos, tiene algo de eso.

      Todo se remonta a los días previos a mi naufragio vocacional porque hoy, aunque quiera, ya no podré regresar a la facultad de Arquitectura. He perdido el derecho a exámenes por la acumulación de faltas. Sólo pude cursar el primer semestre, y de las cinco materias la única que no reprobé, por desertor, fue Cálculo Estructural I. La vida es un cedazo permanente en el que tarde o temprano quedas fuera de registro. Es, por decirlo con simpleza, un llano de medianías. Pregúntale a cualquier niño su pequeñito sueño de grandeza: quería ser piloto de carreras pero es el cobrador del gas que va de puerta en puerta. “¿Dónde dejaste tu Ferrari?”, dan ganas de preguntarle. Muchos otros quieren ser Presidente de la República y el Presidente de la República no es más pendejo que el vecino de abajo, ¿te enteraste? Ayer rompió la tubería del gas y obligó a que los bomberos llegaran raudos y sofocados.

      El que se dio cuenta fui yo, que tengo olfato de perro dálmata. Desperté a medio edificio hasta que dimos con la fuga: el vecino del departamento 2, en la planta baja, que se había levantado a medianoche a prepararse un te de tila; tropezó en la cocina, porque no había encendido la luz, y al caer pateó el tubo del suministro. Lo sorprendimos tratando de arreglar el desperfecto con una cinta de masking tape. “No pedí auxilio porque no los quería despertar”, se disculpaba luego que los bomberos casi derriban a golpes la puerta de su departamento. ¡Hazme el favor! Igualito me imagino al Presidente con su masking tape por aquí y por allá, parchando pendejada tras pendejada. Y que conste que no soy de izquierda, ni de derecha ni de arriba ni de abajo. “Yo soy Vito”, simplemente, como cuentan que dije un día, hace lustros, cuando me decidí por fin a hablar. “Yo soy Vito”, pero entonces tú no existías, ¿o sí?

      ¿En qué íbamos? Ah, sí, lo del milagro del periódico. Todo se remonta al año pasado. Estábamos en clase de Cálculo Estructural cuando el maestro, el ingeniero Pedro Dabou, nos pregunta qué ocurriría si una cúpula fuera sometida a un esfuerzo continuo de carga “en los límites de sus especificaciones”. Todos sabíamos la respuesta: que la cúpula se rompería como una cáscara de huevo al recibir el pisotón, pero cómo expresarlo matemáticamente. Y como nadie respondía y a mí la verdad ya me comenzaban a valer un cacahuate todas las materias, dije con absoluto desparpajo: Pues se quiebra, maestro. “Sí, claro que se quiebra, pero de qué modo”. Entonces el problema no era la fórmula, dos más dos son cuatro, sino de qué modo cuatro es cuatro. Y luego hizo un gesto insolente, como de qué gentuza se nos cuela en la Universidad. Y eso, el modito, sí que me calentó. “Pues se quiebra poco a poco, si eso es lo que quiere que le digamos, como está ocurriendo con la cúpula de Catedral”.

      Se me quedó mirando el tal Pedro Dabou igual que si me hubiera sorprendido en la cama de su esposa. “¿De qué está usted hablando, joven...?” Pobre pendejo; no se había aprendido mi nombre. “De lo que está usted oyendo, profesor... De que la cúpula de la Catedral Metropolitana se está resquebrajando por la sobrecarga que le provoca el paso continuo del Metro debajo de sus cimientos”. ¡Eso, eso!, gritó el ingeniero, “el verbo es res-que-bra-jamiento. O sea, el momento en que el domo, que es su parte exterior, comienza a transmitir una sobrecarga en el arranque del estribo y, por la compresión sobre el hemisferio inferior, que es la cúpula, provoca la aparición de grietas que luego se transformarán en fisuras y desprendimientos: o sea, como bien dice este joven, el verbo es res-que-bra-jamiento. Apúntenlo en sus cuadernos”.

      ¿Oíste bien el verbo? Yo resquebrajamiento, tú resquebrajamientas, él resquebrajamienta a su madre, ¿verdad? Y entonces, al concluir la clase, por mi apellido me llama el ingeniero Dabou: “Joven Beristáin, ¿quiere venir un momento?” Y que me confiesa.

      Yo no he tenido muy buenas experiencias en eso de las confesiones. Por eso ahora si tú me preguntas ¿tienes fe?, no sé qué te respondería. Hay un Vito Beristáin que sí cree en todo: que Dios Padre creó el Universo, el perfume de las gardenias y la Ley de Gravedad. Pero hay otro Vito que no cree, y

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