La persona en la empresa y la empresa en la persona. Carlos Ruiz González
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Las críticas a la ideología anterior no se hicieron esperar; se enfocaron tanto en elementos concretos de la obra de Marx, como en las interpretaciones que de ésta hicieron las organizaciones políticas y los intelectuales socialistas o comunistas posteriores; empero, su preocupación se centró más bien en la moralidad o viabilidad de los nuevos sistemas económicos derivados de las distintas ramas de la ideología marxista, así como en el papel del Estado y su función reguladora. Por su parte, las naciones autodenominadas “capitalistas” se enfrentaron al reto de generar diversos mecanismos de control que impidiesen la explotación laboral en un sistema de libre mercado y proporcionar en cambio condiciones más dignas para el desempeño del trabajo.
Tanto el surgimiento del liberalismo económico como de su crítica marxista detonaron el interés por el estudio del tema del trabajo desde distintas perspectivas y disciplinas. Sin embargo, esta renovada atracción intelectual mantuvo en casi todas sus vertientes el mismo denominador común: una concepción meramente utilitaria. El trabajo es únicamente el medio para ganarse la vida y colocarlo como fin vital resulta perverso.
Hannah Arendt tiene una explicación plausible de esta actitud intelectual. El problema no radica tanto en la actividad del trabajo en sí misma como en “la generalización de la experiencia de fabricación en la que [se había establecido] la utilidad como modelo para la vida y el mundo de los hombres”.[15] A juicio de Arendt, el Homo faber, que en la antigüedad clásica pertenecía al ámbito de lo privado, de la casa, se había trasladado al dominio de lo público, desplazando lo auténticamente político,[16] convirtiendo la vida en pura instrumentalización. La acción personal, base de la polis griega, que se manifiesta en forma de discurso o hazaña, queda relegada y es sustituida por el comportamiento económico de las masas, “sometidas [ahora] al imperio de lo impersonal, a las leyes necesarias de los grandes números, ante las que casi nada puede el discurso razonable o la acción libre. La política se convierte en administración y la filosofía política en economía política. Los acontecimientos sociales pierden su sentido humano”.[17] Todo parece haber quedado mediatizado, los fines en realidad son medios para otros fines y el ámbito de lo público se ha diluido en el ámbito de lo social y lo económico. La vida contemplativa ha sido hipostasiada por la vida activa, y ésta, a su vez, ha quedado bajo el gobierno del Homo faber, con su afán de instrumentarlo todo. Ante este panorama no resulta extraño que el filósofo viera invadido su terreno; lo que él hace no es importante porque carece de utilidad. La estrategia defensora pareció ser el castigo del menosprecio, mediante el cual aún intenta resguardar su amor desinteresado por la sabiduría: consciente o inconscientemente parece subyacer la crítica marxista al trabajo, y por ende a la libre empresa como su herramienta por excelencia, como factor de enajenación humana, que no vale la pena ser estudiado, a riesgo de trivializarse con él.
Sin embargo, a la par de esta concepción instrumentalista, es posible encontrar otra tradición mucho más positiva, que sincrónicamente localiza su inicio en la encíclica Rerum Novarum del papa León XIII, escrita hacia finales del siglo xix. Ahí se afirma que el castigo al pecado de los primeros padres no consistió en integrar el trabajo a la vida, sino en sumarle dolor al trabajo, pues “la realidad es que entonces su voluntad [la del hombre] hubiese deseado como un natural deleite de su alma aquello que después la necesidad le obligó a cumplir no sin molestia, para expiación de su culpa”.[18] A diferencia de la perspectiva utilitarista anterior, en esta interpretación el trabajo queda concebido como actividad connatural al hombre, y no como castigo aberrante, añadido con posterioridad a la falta original. En el mismo tono leemos a Pío XI quien en Quadragesimo Anno afirma que “el hombre ha nacido para el trabajo como el ave para volar”,[19] o a Pablo VI, para quien el trabajo es el medio de cumplir con el mandato bíblico de perfeccionar la tierra que nos ha sido dada.[20] Pero el culmen lo encontramos en la carta Centesimus Annus, de Juan Pablo II, donde no sólo se plasma un crecido interés por ahondar en la dimensión antropológica del trabajo, sino también se manifiesta, aunque brevemente, la enorme responsabilidad que recae en la empresa como institución social posibilitadora de aquél, en la mayoría de sus formas actuales:
En efecto, la finalidad de la empresa no es simplemente la producción de beneficios, sino más bien la existencia misma de la empresa como comunidad de hombres que, de diversas maneras, buscan la satisfacción de sus necesidades fundamentales y constituyen un grupo particular al servicio de la sociedad entera. […] La empresa no puede considerarse únicamente como una “sociedad de capitales”; es, al mismo tiempo, una “sociedad de personas”, en la que entran a formar parte de manera diversa y con responsabilidades específicas los que aportan el capital necesario para su actividad y los que colaboran con su trabajo. Para conseguir estos fines, sigue siendo necesario todavía un gran movimiento asociativo de los trabajadores, cuyo objetivo es la liberación y la promoción integral de la persona.[21]
Este orden de ideas es el que ha inspirado en gran medida el contenido de esta investigación: si bien para muchos resulta difícil aceptar que el trabajo productivo es fuente de dignificación personal, vehículo para el desarrollo de las capacidades personales y, en suma, un medio para ensanchar el espíritu, el propósito de este estudio es mostrar que se trata de una actividad indispensable, no sólo para garantizar la supervivencia de la humanidad en un sentido meramente material, sino más aún, para el despliegue de su condición racional, por lo que es necesario reconocer que se trata además de una labor fundamental, de una obligación moral y social devenida de nuestra propia naturaleza, indispensable para construir una vida plena y armónica. En consecuencia, la actividad económica en general –antes despreciada y relegada por algunos filósofos como actividad servil e inferior– se evidencia hoy como un instrumento relevante para alcanzar un objetivo superior: el desarrollo humano y social. Pero no sólo eso, si el trabajo productivo en todas sus vertientes actuales se ha erigido como la actividad más importante de nuestros tiempos, es preciso que las empresas contemporáneas asuman con plena conciencia la responsabilidad que tienen, pues al propiciar el trabajo en la mayoría de sus formas actuales, se han convertido en sitios de desarrollo e identificación social y personal.
Si las personas contemporáneas se revelan a si mismas en su trabajo, la empresa toma preeminencia al ser uno de los lugares más importantes donde de forma organizada se lleva a cabo dicha revelación. En consecuencia, el desarrollo de un programa sobre filosofía de la empresa y, en particular, sobre los principios antropológicos que subyacen a la empresa, como el que se propone en esta investigación, tiene como uno de sus principales objetivos llamar la atención sobre la necesidad de examinar filosóficamente no sólo el trabajo, sino también a la empresa moderna, y colocar ambos temas, así como todos aquellos relacionados, entre los nuevos problemas de interés especulativo.
Una revalorización de la importancia antropológica de la empresa permite, además, llamar la atención sobre un tercer obstáculo que posiblemente ha limitado el impulso de un proyecto como el que ahora nos proponemos desarrollar: en la actualidad, el papel de la filosofía respecto de la empresa se ha visto sumamente restringido al desarrollo de una pequeña área relacionada: la ética empresarial o la ética en los negocios, que en la mayoría de los casos se limita al estudio de los valores que deben orientar la acción de las organizaciones económicas, desarrollados muchas veces sobre suposiciones metafísicas y éticas no explicitadas, poco estructuradas o poco fundamentadas. Desde luego, resulta imposible negar la relevancia de este vínculo, que en todo caso debería ser más bien supeditación (de los principios de la empresa a los de la ética). Sin embargo, las especulaciones que la propia filosofía puede aportar a la empresa no se reducen únicamente a la enumeración de valores morales a los cuales ésta se debe atener. Por el contrario, el amplísimo bagaje teórico con el que cuentan sus representantes, su capacidad de análisis, así como