Mujercitas. Louisa May Alcott
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Mujercitas
Mujercitas (1868) Louisa May Alcott
Editorial Cõ
Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.
Edición: Agosto 2021
Imagen de portada: Jessie Willcox Smith
Traducción: Benito Romero
Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.
Capítulo 1 · El juego del peregrino
—Navidad no será Navidad sin regalos —murmuró Jo, tendida sobre la alfombra.
—¡Es tan triste ser pobre! —suspiró Meg mirando su vestido viejo.
—No me parece justo que algunas muchachas tengan tantas cosas bonitas, y otras nada —añadió la pequeña Amy con gesto displicente.
—Tendremos a papá y a mamá y a nosotras mismas dijo Beth alegremente desde su rincón.
Las cuatro caras jóvenes, sobre las cuales se reflejaba la luz del fuego de la chimenea, se iluminaron al oír las animosas palabras; pero volvieron a ensombrecerse cuando Jo dijo tristemente:
—No tenemos aquí a papá, ni lo tendremos por mucho tiempo.
No dijo “tal vez nunca”, pero cada una lo añadió silenciosamente para sí, pensando en el padre, tan lejos, donde se hacía la guerra civil. Nadie habló durante un minuto; después dijo Meg con diferente tono:
—Saben que la razón por la que mamá propuso que no hubiera regalos esta Navidad fue porque el invierno va a ser duro para todo el mundo, y piensa que no debemos gastar dinero en gustos mientras nuestros hombres sufren tanto en el frente. No podemos ayudar mucho, pero sí hacer pequeños sacrificios y debemos hacerlos alegremente. Pero temo que yo no los haga —y Meg sacudió la cabeza al pensar arrepentida en todas las cosas que deseaba.
—Pero pienso que el poco dinero que gastaríamos no ayudaría mucho. Tenemos un peso cada una, y el ejército no se beneficiaría mucho si le diéramos tan poco dinero. Estoy conforme con no recibir nada ni de mamá ni de ustedes, pero deseo comprar Undine y Sintran para mí. ¡Lo he deseado por tanto tiempo! —dijo Jo, que era un ratón de biblioteca.
—He decidido gastar el mío en música nueva —dijo Beth suspirando, aunque nadie la oyó excepto la escobilla del fogón y el asa de la caldera.
—Me compraré una cajita de lápices de dibujo; verdaderamente los necesito —anunció Amy con decisión.
—Mamá no ha dicho nada de nuestro propio dinero, y no desearía que renunciáramos a todo. Compremos cada una lo que deseamos y tengamos algo de diversión; me parece que trabajamos como unas negras para ganarlo —exclamó Jo examinando los tacones de sus botas con aire resignado.
—Yo sé que lo hago dando lecciones a esos niños terribles casi todo el día, cuando deseo mucho divertirme en casa —dijo Meg quejosa.
—No haces la mitad de lo que yo hago —repuso Jo. —¿Qué te parecería a ti estar encarcelada por horas enteras en compañía de una señora vieja, nerviosa y caprichosa, que te tiene corriendo de acá para allá, no está jamás contenta y te fastidia de tal modo que te entran ganas de saltar por la ventana o darle una bofetada?
—Es malo quejarse, pero a mí me parece que fregar platos y arreglar la casa es el trabajo más desagradable del mundo. Me irrita y me pone tan ásperas y tiesas las manos que no puedo tocar bien el piano —y Beth las miró con tal suspiro, que cualquiera pudo oír esta vez.
—No creo que ninguna de ustedes sufra como yo —gritó Amy—; porque no tienen que ir a la escuela con muchachas impertinentes, que las atormentan si no llevan la lección bien preparada, se ríen de nuestros vestidos, difaman a nuestro padre porque no es rico y nos insultan porque no tienen la nariz bonita.
—Si quieres decir difamar dilo así, aunque mejor sería no usar palabras altisonantes —dijo Jo, riéndose.
—Yo sé lo que quiero decir, y no hay que criticarme tanto. Es bueno usar palabras escogidas para mejorar el vocabulario —respondió solemnemente Amy.
—No disputen niñas: ¿no te gustaría que tuviésemos el dinero que perdió papá cuando éramos pequeñas, Jo? ¡Ay de mí! , ¡qué felices y buenas seríamos si no tuviésemos necesidades! —dijo Meg, que podía recordar un tiempo en que la familia había vivido con holgura.
—Has dicho el otro día que, en tu opinión, éramos más felices que los niños King, porque ellos no hacían más que reñir y quejarse continuamente a pesar de su dinero.
—Es verdad, Beth; bueno, creo que lo somos, porque, si tenemos que trabajar, nos divertimos al hacerlo, y formamos una cuadrilla muy alegre, según Jo.
—¡Jo habla en una jerga tan chocante! —observó Amy, echando una mirada crítica hacia la larga figura tendida sobre la alfombra.
Jo se levantó de un salto, metió las manos en los bolsillos del delantal y se puso a silbar.
—No hagas eso, Jo, es cosa de chicos.
—Por eso lo hago.
—Detesto a las muchachas rudas, de modales ordinarios.
—Y yo aborrezco a las muchachas afectadas y pedantes.
—”Pájaros en sus niditos se entienden” —cantó Beth la pacificadora, con una expresión tan cómica que las dos voces agudas se templaron en una risa, y la riña terminó de momento.
—Realmente, hijas mías, ambas merecen censura —dijo Meg poniéndose a corregir a sus hermanas con el aire propio de hermana mayor—. Tienes ya edad, Jo, de dejar trucos de muchachos y conducirte mejor. No importaba tanto cuando eras una niña pequeña, pero ahora que eres tan alta y te has puesto moño, deberías recordar que eres una señorita.
—¡No lo soy! ¡Y si el ponerme moño me hace señorita, me arreglaré el pelo en dos trenzas hasta que tenga veinte años! —gritó Jo, quitándose la red del pelo y sacudiendo una espesa melena de color castaño.
—Detesto pensar que he de crecer y ser la señorita March, vestirme con faldas largas y ponerme primorosa. Ya es bastante malo ser chica, gustándome tanto los juegos, las maneras y los trabajos de los muchachos. No puedo acostumbrarme a mi desengaño de no ser muchacho, y menos ahora que me muero de ganas de ir a pelear al lado de papá y tengo que permanecer en casa haciendo calceta como una vieja cualquiera —y Jo sacudió el calcetín azul, el color del ejército, hasta sonar todas las agujas, dejando rodar el ovillo hasta el otro lado del cuarto.
—¡Pobre Jo! Lo siento mucho, pero no podemos remediarlo; tendrás que contentarte con dar a tu nombre forma masculina y jugar a que eres hermano nuestro —contestó Beth acariciando la cabeza tosca puesta sobre sus rodillas, con una mano cuyo suave tacto no habían logrado destruir todo el fregar de platos y todo el trabajo doméstico.
—En