Mujercitas. Louisa May Alcott
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—No, son las parrillas con las zapatillas de mamá encima en lugar del pan. ¡Beth está embobada por la escena! —exclamó Meg, y el ensayo terminó con una carcajada general.
—Me alegro de encontrarlas tan divertidas, hijas —dijo una voz resuelta en la puerta, y actores y espectadores se volvieron para recibir a una señora algo regordeta, maternal, cuyos ojos parecían decir “¿puedo ayudarlo?”, con aire verdaderamente encantador. No era una persona de especial hermosura; pero para los hijos las madres son siempre hermosas, y las chicas pensaban que aquella capa gris y aquel sombrero pasado de moda cubrían la mujer más espléndida del mundo.
—Bueno, queridas mías, ¿cómo lo han pasado hoy? Había tanto que hacer preparando los cajones para enviarlos mañana, que no volví para la comida. ¿Ha venido alguien, Elizabeth? ¿Cómo está tu resfriado, Margaret? Jo, pareces muy fatigada. Ven y dame un beso, niña.
Mientras hacía estas preguntas maternales, la señora March se ponía las zapatillas calientes, y, sentándose en la butaca, puso a Amy sobre sus rodillas, disponiéndose a gozar de su hora más feliz del día. Las muchachas iban de un lado a otro, tratando de poner todo en orden, cada una a su modo. Meg preparó la mesa para el té; Jo trajo la leña y puso las sillas, dejando caer volcando y haciendo ruido con todo lo que tocaba; Beth iba y venía de la sala a la cocina, y Amy daba consejos a todas mientras estaba sentada con las manos cruzadas.
Mientras se sentaban a la mesa, la señora March dijo, sonriéndose: —Tengo una grata sorpresa para después de la cena.
Una sonrisa feliz pasó de cara en cara como un rayo de sol. Beth palmoteó, sin hacer caso de la galleta caliente que tenía, y Jo sacudió la servilleta, exclamando:
—¡Carta! ¡Carta! ¡Tres vivas para papá!
—Sí, una carta larga. Está bien, y piensa que soportará el frío mejor de lo que pensamos. Envía toda clase de buenos deseos para Navidad, y un mensaje especial para sus hijas —dijo la señora March acariciando el bolsillo como si tuviera en él un tesoro.
—Coman rápido. No te detengas para dar vueltas al dedo meñique y comer con afectación, Amy —gritó Jo, ahogándose al beber el té y dejando el pedazo de pan, que cayó sobre la alfombra por el lado de la mantequilla; muy excitada por la sorpresa. Beth no comió más, yendo a sentarse en un rincón oscuro para soñar con el placer venidero hasta que las otras estuviesen listas.
—Creo que papá hizo una cosa magnífica marchando como capellán cuando era demasiado viejo para alistarse y no bastante fuerte para ser soldado —dijo Meganimosa.
—Yo quisiera ir de tamborcillo, o de cantinero, o de enfermera, para estar cerca y ayudarle —exclamó Jo, suspirando.
—Debe ser muy desagradable dormir en una tienda de campaña y comer toda clase de cosas que tienen mal gusto y beber en una lata —murmuró Amy.
—¿Cuándo volverá, mamá? —preguntó Beth, con voz temblorosa.
—No por mucho tiempo, querida mía, a menos que esté enfermo. Quedará para hacer fielmente su trabajo mientras pueda, y no le pediremos que vuelva un minuto antes de que puedan pasarse sin él. Ahora, oigan lo que dice la carta.
Todas se acercaron al fuego, la madre en la butaca, Beth a sus pies, Meg y Amy sentadas sobre los brazos de la silla y Jo apoyándose en el respaldo, de manera que nadie pudiera ver ninguna señal de emoción si la carta tenía algo conmovedor.
En aquel tiempo duro se escribían muy pocas cartas que no conmovieran, especialmente entre las enviadas a casa de los padres. En esta carta se decía poco de las molestias sufridas, de los peligros afrontados o de la nostalgia a la cual había que sobreponerse; era una carta alegre, llena de descripciones de la vida del soldado, de las marchas y de noticias militares; y sólo hacia el final el autor de la carta dejó brotar el amor paternal de su corazón y su deseo de ver a las niñas que había dejado en casa.
“Mi cariño y un beso a cada una. Diles que pienso en ellas durante el día, y por la noche oro por ellas, y siempre encuentro en su cariño el mejor consuelo. Un año de espera para verlas parece interminable, pero recuérdales que, mientras esperamos, podemos todos trabajar, de manera que estos días tan duros no se desperdicien. Sé que ellas recordarán todo lo que les dije, que serán niñas cariñosas para ti, que cuando vuelva podré enorgullecerme de mis mujercitas más que nunca.”
Todas se conmovían algo al llegar a esta parte, Jo no se avergonzó de la gruesa lágrima que caía sobre el papel blanco, y Amy no se preocupó de que iba a desarreglar sus bucles al esconder la cara en el seno de su madre y dijo sollozando:
—¡Soy egoísta! Pero trataré de ser mejor para que no se lleve un chasco conmigo.
—¡Trataremos todas! —exclamó Meg—. Pienso demasiado en mi apariencia y detesto trabajar, pero no lo haré más si puedo remediarlo. Trataré de ser lo que le gusta a él llamarme “una mujercita”, y no ser brusca y atolondrada; cumpliré aquí con mi deber en vez de desear estar en otra parte —dijo Jo, pensando que dominarse a sí misma era obra más difícil que hacer frente a unos rebeldes.
Beth no dijo nada, pero secó sus lágrimas con el calcetín del ejército y se puso a trabajar con todas sus fuerzas, no perdiendo tiempo en hacer lo que tenía más cerca de ella, mientras decidía en su corazón ser como su padre lo deseaba cuando al cabo de un año pudiera regresar felizmente a su casa.
La señora March rompió el silencio que siguió a las palabras de Jo, diciendo con voz alegre:
—¿Sé acuerdan de cómo representaban El Peregrino cuando eran pequeñas? Nada les gustaba tanto como que les pusiera hatillos de trapos a la espalda para representar la carga, que les hiciera sombreros, bastones y rollos de papel y las dejara viajar a través de la casa, desde la bodega, que era la Ciudad de Destrucción, hasta la boardilla, donde tenían todas las cosas bonitas que podían encontrar para construir una Ciudad Celestial.
—¡Qué divertido era, especialmente cuando nos acercábamos a los leones, peleábamos con Apolo y pasábamos por el valle donde estaban los duendes! —dijo Jo.
—A mí me gustaba el lugar donde las cargas caían y rodaban escalera abajo —murmuró Meg.
—Mi parte favorita era cuando salíamos a la azotea donde estaban nuestras flores, enramadas y cosas bonitas y nos parábamos y cantábamos de alegría allá arriba al sol —dijo Beth, sonriéndose, como si aquel momento feliz hubiera vuelto.
—Yo no recuerdo mucho, pero sí que tenía miedo de la bodega y de la entrada oscura, y siempre me gustaban los pastelitos y la leche que tomábamos allá arriba. Si no fuera ya mayor para tales niñerías, me gustaría mucho representarlo otra vez —susurró Amy, que hablaba de renunciar a niñerías a la edad madura de doce años.
—No somos demasiado mayores para ese juego, querida mía, porque es un entretenimiento al que siempre jugamos de una manera u otra. Nuestras cargas están aquí, nuestro camino está delante de nosotras y el deseo de bondad y felicidad es el guía que nos dirige a través de muchas penas y equivocaciones hasta la paz, que es una verdadera Ciudad Celestial. Ahora, peregrinitas mías, vamos