Mujercitas. Louisa May Alcott
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—Cada uno ha dicho hace un momento cuál era su carga, menos Beth; en mi opinión no tiene ninguna —dijo su madre.
—Sí, la tengo; la mía es sentirme disminuida y envidiar a las que tocan pianos bonitos y tener miedo de la gente.
La carga de Beth era tan cómica que a todos dio ganas de reír; pero nadie lo hizo, porque se hubiera ofendido mucho.
—Hagamos esto —dijo Meg, pensativa—. Es solamente otro nombre para tratar de ser buenas, y la historia puede ayudarnos; aunque lo deseamos, ser buenas es algo difícil, nos olvidamos, y no nos esforzamos.
—Esta noche estábamos en el Pantano del Abatimiento y vino mamá, y nos sacó de él, como en el libro lo hizo el hombre que se llamaba “Auxilio”. Deberíamos tener nuestro rollo de aviso como Cristiano. ¿Qué deberíamos de hacer? —preguntó Jo, encantada con la idea que prestaba algo de romanticismo a la tarea poco interesante de cumplir con su deber.
—Busquen debajo de la almohada en la mañana de Navidad, y encontrarán su guía —respondió la señora March.
Discutieron el proyecto nuevo, mientras la vieja Hanna levantaba la mesa; después salieron las cuatro cestillas de costura, y volaron las agujas mientras las chicas cosían sábanas para la tía March. El trabajo era poco interesante pero esta noche nadie se quejó. Habían adoptado el plan ideado por Jo, de dividir las costuras largas en cuatro partes, que llamaban Europa, Asia, Africa y América; de esta manera hacían mucho camino, sobre todo cuando hablaban de los países diferentes según cosían a través de ellos. A las nueve dejaron el trabajo y cantaron, como acostumbraban, antes de acostarse. Nadie sino Beth podía sacar música del viejo piano; pero ella tenía una manera especial de tocar las teclas amarillas y componer un acompañamiento para las canciones simples que cantaban. Meg tenía una voz aflautada y ella, con su madre, dirigían el pequeño coro. Amy chirriaba como un grillo. Jo cantaba a su gusto, poniendo alguna corchea o algún silencio donde no hacía falta. Siempre habían cantado por la noche desde el tiempo en que apenas sabían hablar:
Brilen, brilen, estrelitasy esto se había convertido en una costumbre de familia, porque la madre era cantora por naturaleza. Por la mañana, lo primero que se oía era su voz, mientras andaba por la casa cantando como una alondra; y por la noche, el último sonido era la misma voz alegre, porque las chicas no parecían nunca demasiado mayores para aquella conocida canción de cuna.
Capítulo 2 · Una feliz Navidad
Jo fue la primera en despertarse al gris amanecer de la mañana de Navidad. No había medias colgadas delante de la estufa, y por un momento se llevó tanta decepción, como una vez, hacía ya mucho, que su mediecita se había caído al suelo por estar muy llena de regalos. Entonces recordó lo que su madre había prometido, y, metiendo la mano debajo de la almohada, sacó un librito encuadernado en rojo. Lo reconoció muy bien, porque era una bella historia de la vida más perfecta que jamás pasó por el mundo, y Jo sintió que era un verdadero guía para cualquier peregrino embarcado en el largo viaje de la vida. Despertó a Meg con un “ ¡Feliz Navidad!” y le dijo que buscase debajo de la almohada. Apareció un libro, encuadernado en verde, con la misma estampa dentro y unas palabras escritas por su madre, que aumentaban en mucho el valor del regalo a sus ojos. Pronto Beth y Amy se despertaron para buscar y descubrir sus libros, el uno de color gris azulado, el otro azul; y todas sentadas contemplaban sus regalos, mientras se sonrosaba el oriente con el amanecer.
A pesar de sus pequeñas vanidades, tenía Meg una naturaleza dulce y piadosa, que ejercía gran influjo sobre sus hermanas, en especial sobre Jo, que la amaba tiernamente y la obedecía por su gran dulzura.
—Niñas —dijo Meg, gravemente, dirigiendo la mirada desde la cabeza desordenada a su lado hasta las cabecitas en el cuarto próximo—. Mamá desea que empecemos a leer, amar y acordarnos de estos libritos, y tenemos que comenzar inmediatamente. Solíamos hacerlo fielmente, pero desde que papá se marchó y con la pena de esta guerra, hemos descuidado muchas cosas. Pueden hacer lo que gusten pero yo tendré mi libro aquí sobre la mesita, y todas las mañanas, en cuanto despierte, leeré un poquito, porque sé que me hará mucho bien y me ayudará durante todo el día.
Entonces abrió su Nuevo Testamento y se puso a leer. Jo la abrazó y cara con cara, leyó, con aquella expresión tranquila que raras veces tenía su carainquieta.
—¡Qué buena es Meg! Ven, Amy, hagamos lo mismo. Yo te ayudaré con las palabras difíciles, y nos explicaremos lo que no podemos comprender —susurró Beth, muy impresionada con los bonitos libros y con el ejemplo de su hermana.
—Me alegro de que el mío sea azul —dijo Amy, y entonces los dormitorios quedaron tranquilos mientras ellas volvían las páginas y el sol del invierno se deslizaba para acariciar y dar un saludo de Navidad a las cabezas rubias y a las caras pensativas.
—¿Dónde está mamá? —preguntó Meg, cuando, media hora después, bajó con Jo las escaleras para darle las gracias por sus regalos.
¡Quién sabe! Una pobre criatura vino pidiendo limosna, y la señora salió inmediatamente para ver lo que necesitaba. No he visto jamás una mujer como ella en eso de dar comida, bebida y carbón, —respondió Hanna, que vivía con la familia desde que nació Meg, y a quien todas trataban como a una amiga más que como a una criada.
—Supongo que mamá volverá pronto; así que preparen los pastelitos y cuiden que todo esté listo —dijo Meg, mirando los regalos, que estaban en un cesto debajo del sofá, dispuestos para sacarlos en el momento oportuno—. Pero, ¿dónde está el frasco de Colonia de Amy? —agregó, al ver que faltaba el frasquito.
—Lo sacó hace un minuto y salió para adornarlo con un lazo o algo parecido —respondió Jo, que saltaba alrededor del cuarto para suavizar algo las zapatillas nuevas del ejército.
—¡Qué bonitos son mis pañuelos! ¿No les parece? Hanna me los lavó y planchó, y yo misma los bordé —dijo Beth, mirando orgullosamente las letras desiguales que tanto trabajo le habían costado.
—¡Qué ocurrencia! ¿Ha puesto “Mamá” en lugar de “M. March”? ¡Qué gracioso! —gritó Jo, levantando uno de los pañuelos.
—¿No está bien así? Pensaba que era mejor hacerlo de ese modo, porque las iniciales de Meg son “M.M., y no quiero que nadie los use sino mamá —dijo Beth, algo preocupada.
—Está bien, querida mía, y es una idea muy buena; así nadie puede equivocarse ahora. Le gustará mucho a ella, lo sé —repuso Meg, frunciendo las cejas a Jo y sonriendo a Beth.
—¡Aquí está mamá; escondan el cesto! —gritó Jo, al oír que la puerta se cerraba y sonaban pasos en el vestíbulo.
Amy entró precipitadamente, y pareció algo avergonzada cuando vio a todas sus hermanas esperándola.
—¿Dónde has estado y qué traes escondido? —preguntó Meg, muy sorprendida al ver, por su toca y capa, que Amy, la perezosa, había salido tan temprano.
—No te rías de mí, Jo; no quería que nadie lo supiera hasta que llegase la hora. Es que he cambiado el frasquito por otro mayor y he dado todo mi dinero por él, porque trato de no ser egoísta como antes.
Al hablar así, mostraba Amy el bello frasco que reemplazaba al otro barato, y tan sincera y humilde parecía en