Mujercitas. Louisa May Alcott

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Mujercitas - Louisa May Alcott Clásicos

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un poquito sobre la frente y estarás a la moda. He visto a muchas chicas así —repuso Amy para consolarla.

      —Esto me pasa por querer ponerme hermosa. ¡Ojalá hubiese dejado el pelo en paz! —gritó Meg.

      —Eso digo yo. ¡Era tan liso y hermoso! Pero pronto crecerá de nuevo —dijo Beth, corriendo a besar y consolar a la oveja esquilada.

      Después de otros contratiempos menos graves, Meg terminó su tocado y, con ayuda de toda la familia, Jo arregló su propio pelo y se puso el vestido. Estaban muy bien con sus sencillos trajes. Meg, de gris plateado con cinta de terciopelo azul, vuelos de encaje y el prendedor de perlas; Jo, de color castaño, con cuello planchado de caballero y unos crisantemos blancos por todo adorno. Cada una se puso un guante bonito y limpio y llevó en la mano otro sucio. Los zapatos de Meg, de tacones altos, le iban muy apretados y la lastimaban, aunque ella no quería reconocerlo; y a Jo le parecía llevar clavadas en la cabeza las diecinueve horquillas que sujetaban su cabellera, pero, ¿qué remedio?; había que ser elegante o morir.

      —¡Que se diviertan mucho, queridas mías! —dijo la señora March al verlas salir—. No coman demasiado en la cena y vuelvan a las once, cuando mande a Hanna a buscarlas.

      Cuando cerraban la puerta de la verja al salir, una voz les gritó desde la ventana:

      —Niñas, ¿llevan los pañuelos bonitos?

      —Sí, sí, los llevamos, y el de Meg huele a colonia —gritó Jo, y añadió riéndose: —Creo que mamá nos preguntaría eso aunque estuviésemos huyendo de un terremoto.

      —Es uno de sus gustos aristocráticos, y tiene razón, porque, una verdadera señorita se conoce siempre por el calzado limpio, los guantes y el pañuelo —respondió Meg.

      —Ahora no olvides de mantener el paño malo de tu falda de modo que no se vea, Jo. ¿Está bien mi cinturón? ¿Se me ve mucho el pelo? —dijo Meg, al dejar de contemplarse en el espejo del tocador de la señora Gardiner, después de mirarse largo rato.

      — Sé muy bien que me olvidaré de todo. Si me ves hacer algo que esté mal, avísame con un guiño —respondió Jo, arreglándose el cuello y cepillándose rápidamente.

      — No, una señorita no guiña; arquearé las cejas si haces algo incorrecto, o un movimiento de cabeza si todo va bien. Ahora mantén derechos los hombros y da pasos cortos; no des la mano si te presentan a alguien: no se hace.

      — ¿Cómo aprendes todas estas reglas? Yo no puedo hacerlo nunca. ¡Qué movida es esa música!

      Bajaron la escalera sintiéndose algo tímidas, porque rara vez iban a reuniones de sociedad, y aunque aquélla no era muy formal, para ellas constituía un acontecimiento. La señora Gardiner, una señora anciana y majestuosa, las saludó amablemente y las dejó con la mayor de sus seis hijas. Meg conocía a Sallie y pronto perdió su timidez; pero Jo, que no gustaba de la compañía ni de la charla de las muchachas, se quedó recostada contra la pared, tan desorientada como un potro en un jardín. En otra parte de la sala, una media docena de muchachos hablaban de patines, y Jo quería unirse a ellos, porque patinar era uno de los placeres de su vida. Telegrafió su deseo a Meg, pero las cejas se arquearon de manera tan alarmante que no se atrevió a moverse. Nadie vino a hablar con ella y poco a poco se fue disolviendo el grupo que tenía más cerca, hasta dejarla sola. No podía ir de un lado a otro con el fin de divertirse, para que no se viera el paño quemado de la falda, de manera que se quedó mirando a la gente con aire de abandono hasta que comenzó el baile. Meg fue invitada inmediatamente, y los zapatos estrechos saltaban tan alegremente que nadie hubiera sospechado lo que hacían sufrir a quien los llevaba puestos. Jo vio a un muchacho alto de pelo rojo, que se acercaba al rincón donde ella estaba, y, temiendo una invitación a bailar, se ocultó detrás de unas cortinas, esperando ver a escondidas desde allí y divertirse en paz. Por desgracia, otra persona tímida había escogido el mismo sitio, porque al dejar caer la cortina tras sí, se encontró cara a cara con Laurence.

      —¡Ay de mí!; no sabía que había aquí alguien —balbuceó Jo, disponiéndose a salir tan rápido como entrara.

      Pero el chico se rió y dijo de buen humor, aunque parecía algo sorprendido:

      —No se preocupe por mí; quédese si quiere. ¿No le estorbaré a usted?

      —Ni lo más mínimo; vine aquí porque no conozco a mucha gente, y me sentía extraña, ¿sabe usted?

      —Yo también. No se vaya, por favor, a no ser que lo prefiera.

      El chico volvió a sentarse, con la vista baja, hasta que Jo, tratando de ser cortés, dijo:

      —Creo que he tenido el placer de verlo antes. Vive usted cerca de nosotros, ¿no es así?

      —En la casa próxima a la suya —contestó él, levantando los ojos y riéndose cordialmente, porque la cortesía de Jo le resultaba verdaderamente cómica al recordar cómo habían charlado sobre el criquet cuando él le devolvió el gato.

      Eso puso a Jo a sus anchas, y también ella rió al decir muy sinceramente:

      —Hemos disfrutado mucho con su regalo de Navidad.

      —Mi abuelo lo envió.

      —Pero usted le dio la idea de enviarlo. ¡A que sí!

      —¿Cómo está su gato, señorita March? —preguntó el chico, tratando de permanecer serio, aunque la alegría le brillaba en los ojos. —Muy bien, gracias, señor Laurence; pero yo no soy la señorita March, soy simplemente Jo —respondió la muchacha.

      —Ni yo soy señor Laurence, soy Laurie.

      —Laurie Laurence. ¡Qué nombre más curioso!

      —Mi primer nombre es Teodoro; pero no me gusta, porque los chicos me llaman Dora; así que logré que me llamaran Laurie en lugar del otro.

      —Yo también detesto mi nombre; ¡es demasiado romántico! Querría que todos me llamaran “Josefina” en lugar de Jo. ¿Cómo logró usted quitar a los chicos la costumbre de llamarle Dora?

      —A palos.

      —No puedo darle palos a la tía March, así que supongo que tendré que aguantarme.

      —No le gusta a usted bailar, señorita Josefina?

      —Me gusta bastante si hay mucho espacio y todos se mueven ligero... En un lugar como éste, me expondría a volcar algo, pisarle los pies a alguien o hacer alguna barbaridad; así que evito el peligro y dejo a Meg que se luzca. ¿No baila usted?

      —Algunas veces. He estado en el extranjero muchos años y no llevo aquí el tiempo suficiente para saber cómo se hacen las cosas.

      —¡En el extranjero! —exclamó Jo—; ¡hábleme de eso! A mí me gusta mucho oír a la gente describir sus viajes.

      Laurie parecía no saber por dónde empezar, pero pronto las preguntas ansiosas de Jo lo orientaron; y le dijo cómo había estado en una escuela en Vevey, donde los chicos no llevaban nunca sombreros y tenían una flota de botes sobre el lago, y para divertirse durante las vacaciones hacían viajes a pie por Suiza en compañía de sus maestros.

      —¡Cuánto

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