Mujercitas. Louisa May Alcott

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Mujercitas - Louisa May Alcott Clásicos

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daba vergüenza de mi regalo!, después de leer y hablar de ser buena esta mañana; así que corrí a la tienda para cambiarlo en cuanto me levanté; estoy muy contenta porque ahora mi regalo es el más bello.

      Otro golpe de la puerta hizo que el cesto desapareciera debajo del sofá, y las chicas se acercaron a la mesa listas para su desayuno.

      —¡Feliz Navidad, mamá! ¡Y que tengas muchísimas! Muchas gracias por los libros; hemos leído algo y vamos a hacerlo todos los días —gritaron todas a coro.

      —¡Feliz Navidad, hijas mías! Me alegro mucho de que hayan comenzado a leer inmediatamente, y espero que perseveren haciéndolo. Pero antes de sentamos tengo algo que decir. No lejos de aquí hay una pobre mujer con un hijo recién nacido. En una cama se acurrucan seis niños para no helarse, porque no tienen ningún fuego. Allí no hay nada que comer, y el chico mayor vino para decirme que estaban sufriendo de hambre y frío. Hijas mías, ¿quieren darle su desayuno como regalo de Navidad?

      Todas tenían más apetito que de ordinario, porque habían esperado cerca de una hora, y por un momento nadie habló, pero solo por un momento, porque Jo dijo impetuosamente:

      —Me alegro mucho de que hayas venido antes de que hubiésemos comenzado.

      —¿Puedo ir para ayudar a llevar las cosas a los pobrecitos? —preguntó Beth, ansiosamente.

      —Yo llevaré la crema y los panecillos —añadió Amy, renunciando valerosamente a lo que más le gustaba.

      Meg estaba ya cubriendo los pastelillos y amontonando el pan en un plato grande.

      —Pensé que lo harían —dijo la señora March, sonriendo satisfecha—. Todas pueden ir conmigo para ayudar; cuando volvamos, desayunaremos con pan y leche, y en la comida lo compensaremos.

      Pronto estuvieron todas listas y salieron. Felizmente era temprano y fueron por calles apartadas; así que poca gente las vio y nadie se rió de la curiosa compañía.

      Un cuarto vacío y miserable, con las ventanas rotas, sin fuego en el hogar, las sábanas hechas jirones, una madre enferma, un recién nacido que lloraba y un grupo de niños pálidos y flacos debajo de una vieja colcha, tratando de calentarse. ¡Cómo abrieron los ojos y sonrieron al entrar las chicas!

      —¡Ah, Dios mío! ¡Angeles buenos vienen a ayudarnos! —exclamó la pobre mujer, llorando de alegría.

      —Vaya unos ángeles graciosos con gorros y guantes —dijo Jo, haciendo reír a todos.

      En pocos minutos pareció que hubieran trabajado allí buenos espíritus. Hanna, que había traído leña, encendió fuego y tapó los vidrios rotos con sombreros viejos y su propia capa. La señora March dio té y leche a la mujer, y la confortó con promesas de ayuda, mientras vestía al niño pequeño tan cariñosamente como si hubiese sido su propio hijo. Mientras las chicas ponían la mesa, agrupaban a los niños alrededor del fuego y les daban de comer como pájaros hambrientos, riéndose, hablando y tratando de comprender el inglés chapurreado y cómico que hablaban, porque era una familia de inmigrantes.

      —¡Qué bueno es esto! ¡Los ángeles benditos! —exclamaban los pobrecitos, mientras comían y se calentaban las manos al fuego.

      Jamás, antes, las chicas habían recibido el nombre de ángeles, y lo encontraron muy agradable, especialmente Jo, a quien, desde que nació, todas la habían considerado un “Sancho”. Fue un desayuno muy alegre, aunque no participaran de él; y cuando salieron, dejando atrás tanto consuelo, no había en la ciudad cuatro personas más felices que las niñas que renunciaran a su propio desayuno y se contentaran con pan y leche en la mañana de Navidad.

      —Eso se llama amar a nuestro prójimo más que a nosotros mismos, y me gusta —dijo Meg, mientras sacaban sus regalos aprovechando el momento en que su madre subiera a buscar vestidos para los hombres Hummel.

      No había mucho que ver, pero en los pocos paquetes había mucho cariño; y el florero alto, con rosas rojas, crisantemos y hojas, puesto en medio de los regalos, daba una apariencia elegante a la mesa.

      —¡Viene mamá! ¡Toca, Beth! ¡Abre la puerta, Amy!

      —¡Tres “vivas” a mamá! —gritó Jo, dando saltos por el cuarto, mientras Meg se adelantaba para conducir a la señora March a la silla de honor.

      Beth tocó su marcha más viva. Amy abrió la puerta y Meg escoltó con mucha dignidad a su madre. La señora March estaba sorprendida y conmovida, y sonrió, con los ojos llenos de lágrimas, al examinar sus regalos y leer las líneas que los acompañaban. Inmediatamente se calzó las zapatillas, puso un pañuelo nuevo en el bolsillo, empapado con agua de colonia, se prendió la rosa en el pecho y dijo que los guantes le iban muy bien.

      Hubo no pocas risas, besos y explicaciones, en la manera cariñosa y simple que hace tan gratas en su momento estas fiestas de familia y dejan un recuerdo tan dulce de ellas. Después todas se pusieron a trabajar.

      Las caridades y ceremonias de la mañana habían llevado tanto tiempo, que el resto del día hubo que dedicarlo a los preparativos de los festejos de la tarde. No teniendo dinero de sobra para gastarlo en funciones caseras, las chicas ponían en el trabajo su ingenio, y como la necesidad es madre de la invención, hacían ellas misma todo lo que necesitaban. Y algunas de sus producciones eran muy ingeniosas.

      Guitarras fabricadas con cartón, lámparas antiguas hechas de mantequeras viejas, cubiertas con papel plateado, magníficos mantos de algodón viejo, centelleando con lentejuelas de hojalata y armaduras cubiertas con las recortaduras de latas de conserva. Los muebles estaban acostumbrados a los cambios constantes y el cuarto grande era escena de muchas diversiones inocentes.

      No se admitían caballeros, lo cual permitía a Jo hacer papeles de hombre y darse el gusto de ponerse un par de botas altas que le había regalado una amiga suya, que conocía a una señora parienta de un actor.

      Estas botas, un antiguo florete, un chaleco labrado que había servido en otro tiempo en el estudio de un pintor, eran los tesoros principales de Jo, y los sacaba en todas las ocasiones. A causa de lo reducido de la compañía, los dos actores principales se veían obligados a tomar varios papeles cada uno, y, ciertamente, merecían elogios por el gran trabajo que se tomaban para aprender tres o cuatro papeles diferentes, cambiar tantas veces de traje, y, además, ocuparse en el manejo del escenario. Era un buen ejercicio para sus memorias, una diversión inocente y les ocupaba muchas horas, que de otro modo hubiesen estado perdidas, solitarias o pasadas en compañía menos provechosa.

      La noche de Navidad una docena de chicas se agruparon sobre la cama, que era el palco, enfrente de las cortinas de cretona azul y amarillo, que hacían de telón. Había mucho zumbido detrás de las cortinas, algo de humo de la lámpara, y, de vez en cuando, una risa falsa de Amy, a quien la excitación ponía nerviosa. Al poco tiempo sonó una campana, se descorrieron las cortinas y la representación empezó.

      El “bosque tenebroso”, que se mencionaba en el cartel, estaba representado por algunos arbustos en macetas, bayeta verde sobre el piso y una caverna en la distancia. Esta caverna tenía por techo una percha y por paredes algunos abrigos; dentro había un hornillo encendido con una marmita negra, sobre la cual se encorvaba una vieja bruja. El escenario estaba en la oscuridad y el resplandor que venía del hornillo hacía buen efecto. Especialmente cuando al destapar la bruja la caldera salió vapor de verdad. Se dio un momento al público para reponerse de su

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