Mujercitas. Louisa May Alcott

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Mujercitas - Louisa May Alcott Clásicos

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tratarnos; pero es tímido; y Meg es tan correcta, que no me permite hablar con él cuando nos encontramos —dijo Jo, mientras circulaban los platos y los helados empezaban a desaparecer entre un coro de exclamaciones alegres.

      —¿Quieres decir la gente que vive en la casa grande de al lado? —preguntó una de las chicas—. Mi madre conoce al señor Laurence, pero dice que es muy orgulloso y no le gusta mezclarse con sus vecinos. Tiene a su nieto encerrado en casa, cuando no está paseando a caballo o en compañía de su maestro, y lo hace estudiar mucho. Lo invitamos a nuestra fiesta, pero no vino. Mamá dice que es muy amable, aunque no nos habla a nosotras.

      —Nuestro gato se escapó una vez y él lo devolvió, y yo hablé con él por encima de la valla. Nos entendíamos muy bien, hablando del criquet y de cosas por el estiló, pero vio venir a Meg y se marchó. Tengo la intención de hacer amistad algún día, porque necesita diversión, estoy segura —dijo Jo, decididamente.

      —Me gustan sus modales y parece un verdadero caballero; de modo que si se presenta ocasión oportuna, no me opongo a que entables amistad con él. Él mismo trajo las flores, y lo hubiera invitado a entrar de haber estado segura de lo que estaba ocurriendo arriba. Parecía estar deseoso de quedarse al escuchar risas y el juego, que él no tiene, seguramente, en su casa.

      —Me alegro de que no lo hicieras, mamá —dijo Jo, riéndose y mirando sus botas—. Pero alguna vez tendremos una función a la cual él pueda venir. Quizá querrá interpretar un papel; ¡qué divertido sería!

      —Nunca he tenido un ramillete; ¡qué bonito es! —dijo Meg, examinando sus flores con mucho interés.

      —Son preciosas, pero para mí las rosas de Beth son más dulces —dijo la señora March, oliendo el ramillete, medio marchito, que llevaba en su cinturón.

      Beth abrazó a su madre y murmuró:

      —Me gustaría poder enviar a papá mi ramillete. Temo que él no pase una Navidad tan feliz como nosotras.

      Capítulo 3 · El baile de año nuevo

      —¡Jo! ¡Jo! ¿Dónde estás? —gritó Meg, al pie de la escalera que conducía a la boardilla.

      —Aquí —respondió, desde arriba, una voz algo ronca.

      Y corriendo arriba, Meg encontró a su hermana comiendo manzanas y llorando con la lectura de El heredero de los Redclyffe, envuelta en una toquilla y sentada en un viejo sofá de tres patas, al lado de la ventana soleada. Era el refugio preferido de Jo; ahí le gustaba retirarse con media docena de manzanas y un libro interesante, para gozar de la tranquilidad y de la compañía de un ratón querido, que vivía allí y no tenía miedo de ella. Cuando llegó Meg, el amiguito desapareció en su agujero. Jo se limpió las lágrimas y se dispuso a oír las noticias.

      —¡Qué gusto! Mira. ¡Una tarjeta de invitación de la señora Gardiner para mañana por la noche! —gritó Meg, agitando el precioso papel que procedió a leer después con juvenil satisfacción:

      “La señora Gardiner se complace en invitar a la señorita Meg y a la señorita Jo a un sencillo baile la noche de Año Nuevo.”

      —Mamá quiere que vayamos. ¿Qué nos vamos a poner?

      —¿De qué sirve preguntarlo, cuando sabes muy bien que nos pondremos nuestros trajes de muselina de lana, porque no tenemos otros? —dijo Jo, con la boca llena.

      —¡Si tuviera un traje de seda! —suspiró Meg—. Mamá dice que quizá pueda hacerme uno cuando tenga dieciocho años; pero dos años es una espera interminable.

      —Estoy segura de que nuestros trajes parecen de seda y son bastante buenos para nosotras. El tuyo es tan bueno como si fuera nuevo; pero me olvidaba de la quemadura y del rasgón en el mío; ¿qué haré? La quemadura se ve mucho y no puedo estrechar nada la falda.

      —Tendrás que estar sentada siempre que puedas y ocultar la espalda; el frente está bien. Tendré una nueva cinta azul para el pelo, y mama me prestará su prendedor de perlas; mis zapatos nuevos son muy bonitos y mis guantes pueden pasar.

      —Los míos están arruinados con manchas de limonada, y no puedo comprar otros, de manera que iré sin ellos —dijo Jo, que no se preocupaba mucho por su vestimenta.

      —Si no llevas guantes, no voy —gritó Meg, con decisión—. Los guantes son más importantes que cualquier otra cosa; no puedes bailar sin ellos, y si no puedes bailar voy a estar mortificada.

      —Me quedaré sentada; a mí no me gustan los bailes de sociedad; no me divierte ir dando vueltas acompasadas; me gusta volar, saltar y brincar.

      —No puedes pedir a mamá que te compre otros nuevos; ¡son tan caros y eres tan descuidada!... Eso dijo cuando estropeaste aquéllos que no te compraría otros este invierno. ¿No puedes arreglarlos de algún modo?

      —Puedo tenerlos apretados en la mano, de modo que nadie vea lo manchados que están; es todo lo que puedo hacer. No; ya sé cómo podemos arreglarlo: cada una se pone un guante bueno y lleva en la mano el otro malo; ¿comprendes?

      —Tus manos son más grandes que las mías y ensancharías mis guantes —comenzó a decir Meg.

      —Entonces iré sin guantes. No me importa lo que diga la gente —gritó Jo, volviendo a tomar el libro.

      —Puedes tenerlo, puedes tenerlo, pero no me lo ensucies y condúcete bien; no te pongas las manos a la espalda, ni mires fijamente a nadie; ni digas “¡Cristóbal Colón!” ¿Sabes?

      —No te preocupes por mí; estaré tan tiesa como si me hubiera tragado un molinillo, y no meteré la pata, si puedo evitarlo. Ahora contesta la carta y déjame en paz para acabar esta magnífica historia.

      Meg se fue para “aceptar muy agradecida” la invitación, examinar su vestido y planchar su único cuello de encaje, mientras Jo, acabada la historia y las manzanas, jugaba con su ratón.

      La noche de Año Nuevo la sala estaba vacía, porque las dos chicas jóvenes servían de doncellas a las dos mayores, que preparaban su indumentaria para el baile. Sencillos como eran los trajes, había mucho que ir y venir, reír y hablar, y por algún tiempo la casa olió a pelo quemado; Meg quería hacerse unos bucles y Jo se encargó de retorcerle con las tenacillas los rizos atados con papeles.

      —¿Tienen que oler así? —preguntó Beth desde su asiento sobre la cama.

      —Es la humedad que se seca —respondió Jo.

      —¡Qué extraño! ¡Huele a plumas quemadas! —observó Amy, arreglando sus propios hermosos bucles con aire de superioridad.

      —¡Ahora voy a quitar los papelitos, y verás que bucles! —dijo Jo dejando las tenacillas.

      Quitó los papelitos, pero no aparecieron los bucles esperados, porque el pelo se había adherido al papel y lo había arrancado con él. —¡Oh, oh, oh! ¿Qué has hecho? ¡Me has estropeado el pelo! ¡No puedo ir! ¡Mi pelo! ¡Mi pelo! —exclamó Meg, mirando los rizos desiguales sobre su frente.

      —¡Es mi mala pata! No debías haberme pedido que lo hiciera, sabiendo que lo echo a perder todo. Lo siento mucho, pero

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